Los libertadores. Gerardo López Laguna
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Todo transcurrió muy deprisa. Los mercenarios se habían percatado de la situación: sus presas se escapaban. Varios jinetes pasaron como una exhalación junto a Abdelá y frenaron en seco rodeando con sus cabúfalos a Hafed, Abú y Aziz que, a su vez, intentaban proteger con sus cuerpos al postrado Kasín. En ese momento uno de los cabúfalos se encabritó y el enorme animal levantó sus pezuñas delanteras dejándolas caer brutalmente sobre el cuerpo de Aziz, que cayó a tierra malherido. Los jinetes desmontaron con destreza y se echaron encima de los dos nietos de Abdelá. Mientras sucedía esto, el Sire había ordenado a los soldados que llegaban corriendo que custodiaran a Abdelá y que registraran las casas. El Sire estaba indignado... no iban a sacar gran cosa. Levantó la cabeza y observó cómo el camino que atravesaba la aldea continuaba más allá. Y en ese más allá se divisaba el mar. Inmediatamente comprendió y en un último intento de obtener prisioneros, gritó:
-¡Braco, vosotros! ¡Seguidme!
Los jinetes pasaron al lado de los compañeros que habían capturado a los dos muchachos. Kasín seguía en su manta, y Aziz, lleno de sangre y magulladuras, apenas se movía en el suelo... El Sire, Braco y los otros galoparon atravesando la aldea. El hombre que llevaba en brazos a Hasna comenzó a gritar a los de las barcas para que se alejaran de la orilla. Sus gritos eran tan poderosos y convincentes que los hombres encargados de cada barca obedecieron de inmediato. El responsable de la tercera barca, la que seguía pegada al embarcadero, dudó, pero de improviso vio aparecer por el camino a los jinetes. Contempló la embarcación llena de gente asustada, comprendió que su amigo Ahmed, el que llevaba a Hasna y ahora les gritaba, no llegaría a tiempo, y sin esperar más separó la barca de la orilla con todas sus fuerzas y la ayuda de un remo. Los hombres que pilotaban las barcas gritaron a su gente para que se agacharan todo lo que pudieran. Esos hombres conocían el tipo de armas que empuñaban los atacantes.
El Sire contemplaba impotente cómo su botín se esfumaba delante de sus narices. Presa de rabia rompió con sus propias normas que prohibían el uso de armas de fuego, salvo que fuera totalmente necesario, a fin de no ahuyentar posibles piezas en los alrededores. Hábil jinete, soltó las manos de las riendas mientras su montura continuaba galopando, y empuñó su pequeña arma niquelada. El cabúfalo disminuyó la marcha a causa de la cuesta abajo y de que el camino comenzaba a ser arenoso, pero a pesar de estos bruscos movimientos el Sire se encaró el arma y disparó a la espalda del hombre que corría con la anciana. Ahmed se desplomó dejando caer hacia delante a la pobre Hasna. A la anciana casi no le dio tiempo de enterarse de lo que ocurría, pues un segundo disparo la mató en el acto. Los jinetes comenzaron a disparar hacia las barcas, pero ya era demasiado tarde...
Mientras, en el Aduar, los mercenarios oyeron los disparos. Al darse cuenta de que el Sire había abierto la veda de las armas de fuego, dos de los soldados dieron unos pasos con sus fusiles preparados, y sabiendo que los dos postrados no eran piezas válidas, apoyaron la boca de sus armas en las cabezas de Kasín y del malherido Aziz y dispararon. Abdelá continuaba de pie, apretando con fuerza el Corán y pasando las cuentas del rosario. Sus dos nietos estaban muy cerca de él, con las manos atadas a la espalda, sorprendidos y asustados. Volvieron la cabeza al unísono cuando sonaron los disparos con los que aquellos hombres habían acabado con los dos inútiles que estaban tirados en el suelo.
Abdelá movía los labios sin que se oyera sonido alguno. Estaba rezando. Al cabo de un momento aparecieron por el camino que cruzaba la aldea los jinetes, con el Sire a la cabeza, que en vano habían intentado atrapar a los fugitivos. El jefe de la partida de mercenarios y su lugarteniente bajaron de sus monturas y se situaron frente al viejo Abdelá. En ese instante uno de los soldados de a pie se acercó y dirigiéndose a su jefe le dijo:
-Sire, hemos registrado este poblacho y no hemos encontrado a nadie. Sólo algunos perros.
El Sire miró a Abdelá de arriba abajo sin disimular su desprecio. Se quedó observando un momento el atuendo del viejo y luego fijó los ojos en el Corán. Al Sire le vino a la mente la escena vivida unas horas antes cuando sus hombres le trajeron a Bo: cómo, al levantarle la cabeza con su arma por debajo de la barbilla, le vio la cruz que el chico tenía colgada del cuello. Le vino esto a la cabeza, rememoró en un segundo el desprecio que había sentido por aquel muchacho y que ahora volvía a sentir ante Abdelá. Como si contestara al soldado que le acababa de dar el parte del registro, el Sire dijo en voz alta:
-... Sí, perros. Perros cristianos, perros musulmanes... no sé qué es peor.
Abdelá había permanecido en silencio ante la presencia del Sire. Sus labios no se movían ya mientras sostenía, sin altivez, la mirada del mercenario. Pero ahora habló:
-Alá nunca se equivoca. Alá no se ha equivocado al crearte. Pero lo hizo para que le sirvieras y para que fueras compasivo y misericordioso como Él es. Alá está mirando ahora mismo tu corazón porque Él lo ve todo. Y tú todavía puedes arrepentirte y pedirle perdón...
El Sire escuchaba. Parecía interesarle pero en realidad le divertían de alguna manera las palabras del viejo que tenía ante sí y que no daba muestras de temor. Al instante intervino Braco:
-Sire, sólo tenemos a esos dos chicos. Parecen fuertes. Este viejo... mírale, no aguantaría un día en las minas o en las fundiciones. Este no duraría más que unas horas en los arrozales. Ni siquiera lo querrían para los campos de bio-combustible...
Abdelá comprendió lo que quería decir ese hombre y dirigiéndose a ellos les dijo:
-Alá es el dueño de mi vida... y también es dueño de la vuestra.
Estas palabras enfurecieron al Sire pero no dejó que su ira emergiera. Con el rostro impávido, petrificado en la mirada de desprecio que había dirigido a Abdelá, se giró mientras decía a Braco con serenidad en el habla:
-Mátale.
Luego dio unos pasos y dijo a los soldados que iban a pie:
-Vosotros, quemad todo esto.
Y con una mano señalaba sin mirar a las casas de la aldea. Braco no se descolgó el arma que llevaba a la espalda sino que desenfundó una pistola situada en su cintura, en una cartuchera lateral, y sin mediar palabra le dio un tiro en el pecho a Abdelá. El viejo jefe del Aduar cayó hacia atrás, pero los que estaban cerca todavía pudieron oír las palabras que a duras penas salían de su boca:
-...Que Alá os perdone...
Murió de inmediato. Sus nietos Abú y Hafed, atados y custodiados muy cerca, habían escuchado todo lo que su abuelo había dicho. En sus corazones había en ese momento una mezcla de sentimientos que luchaban entre sí para ver quien era el que prevalecía: por un lado el miedo, miedo por todo lo que estaba ocurriendo y miedo por lo que sería de ellos; por otro el dolor... Habían visto morir asesinadas a varias personas de su aldea y, sobre todo, a su querido y respetado abuelo. Por último, un sentimiento poderoso que les ayudaría posteriormente: admiración por Abdelá, una profunda admiración por su abuelo, por lo que había dicho, por su fe, por su forma de morir... y también admiración por la misericordia que había mostrado con los asesinos al decirles que podían pedir perdón a Alá.
Los dos chicos estaban ensimismados en ese caos de sensaciones que batallaba en su interior. Observaban con sufrimiento en la mirada el cadáver de su abuelo cuando de improviso recibieron sendos empujones. Eran dos soldados que les ponían en marcha mientras varios de sus compañeros se dirigían a las casas con intención destructora. El Sire, Braco y los otros jinetes enfilaban el camino por el que habían llegado a la aldea, les seguían andando varios soldados y, entre ellos, Abú y Hafed con las manos atadas