Los libertadores. Gerardo López Laguna

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Los libertadores - Gerardo López Laguna Novela

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por allí un desconocido que se presentó como enviado por el obispo: vino con un carro cargado hasta lo inverosímil de cepas para que Don Ángelo las replantase allí. El vino seguía llegando con las nuevas visitas, y la harina también, pero al final Don Ángelo vio los frutos de aquellos esfuerzos cuando pudo obtener algo de vino, poco pero suficiente, de aquella pequeña viña. Más tarde, su amigo Abdelá, el jefe del Aduar, se encargaría de proporcionarle harina y aceite de olivas.

      Don Ángelo veía pasar estas escenas por su mente mientras procedía a llenar la mochila. Acercándose al sagrario se arrodilló. Sólo un instante pues no tenían más tiempo. Se levantó, lo abrió y tras recitar mentalmente una oración y una súplica, comulgó. Inmediatamente apagó la mecha que ardía en un cuenco de aceite, guardó los dos pequeños cálices en la mochila y, mirando una cruz y una pequeña talla de la Virgen, se dio la vuelta y salió casi corriendo. El corazón le latía muy rápido. Ya no era el marcharse de aquel lugar de esa manera... él siempre había creído en el famoso «cortar las amarras» que decía a los chicos, sino la súplica al Cielo para que le diera luz sobre cómo ayudar a Bo, cómo hacerlo sin que los otros resultaran dañados, sin que nadie resultara dañado...

      Al salir frenó sus veloces pasos un momento. Giró la cabeza y enderezó su camino hacia un lateral de la capilla, donde estaban las tumbas de Saúl y Moha... Les pidió ayuda.

      En un instante ya estaban todos reunidos otra vez en la puerta de la choza de Don Ángelo. Iván había permanecido en silencio tras concluir su relato. Escuchaba con atención todo lo que se decía, observaba con ansiedad... Fue el único que recibió la noticia de Don Ángelo sobre la pretensión de liberar a Bo con un cierto alivio secreto. Alivio sazonado de inquietud, pero provocado por una vaga sensación de culpa. No en vano les había dicho a todos: «no he podido hacer nada»... De pronto rompió su silencio para anunciar otra fuente de preocupaciones:

      -La gente que se ha llevado a Bo iba hacia el este. Creo que tenemos que hacer algo... tenemos que avisar a nuestros amigos del Aduar.

      El lugar que Don Ángelo había encontrado para asentarse muchos años atrás, era una especie de lengua de tierra paralela a la costa de Aquitania. En el sur de esta casi isla había un istmo curvado que hacía de puente o paso hacia el continente. En la zona centro-occidental de esta pequeña península, casi a orillas del mar, estaba el que conocían como «arroyo del oeste», el lugar en que Iván y Bo fueron atacados. Al norte de este arroyo, en el noroeste, es decir, en la parte superior de la península estaba la comunidad de Don Ángelo y sus chicos. Y en la parte centro-oriental, también pegada al mar y desde donde se podía divisar la costa de Aquitania, estaba la aldea de Abdelá y su gente, conocida como el Aduar Al-Tahat. Para llegar al Aduar antes que los traficantes tenían que recorrer transversalmente la península, en dirección sureste. El camino era largo y duro, con más obstáculos que los que la columna de mercenarios encontraría atravesando la península de lado a lado. Luego si querían advertir a sus amigos debían darse mucha prisa.

      Todos habían acogido la propuesta de Iván. Yuri intervino para especular sobre las intenciones de los mercenarios:

      -Ojalá podamos llegar antes que ellos... Don Ángelo, ¿qué cree que harán cuando encuentren el Aduar?

      Don Ángelo, pensativo ante esta iniciativa de los chicos, dijo lastimosamente:

      -Intentarán capturar a los que les puedan servir... pero si encuentran alguna resistencia, algún problema, con los otros...

      La frase interrumpida de Don Ángelo fue elocuente. Todos advirtieron a qué se refería. Don Ángelo continuó:

      -Después nos buscarán. Cuando vean la forma de vestir de la gente del Aduar, sabrán que Bo no era de esa aldea... Ellos han cruzado el istmo para entrar aquí, han visto el mar al oeste y cuando lleguen al Aduar se encontrarán con el pasillo de mar que hay en el este... Creo que irán hacia el norte, cuando se topen con el mar abierto seguirán bordeando la costa hasta llegar a dónde estamos nosotros... Venga, no podemos perder más tiempo.

      Yuri, el mayor, estaba poniendo en juego de un modo repentino y acelerado la capacidad de liderazgo que tenía. Inmediatamente después de que Don Ángelo dijera esas últimas palabras, Yuri azuzó a los otros:

      -Colgáos los petates, nos marchamos. Don Ángelo, tú ve rezando por el camino.

      Emprendieron la marcha enseguida. Allí quedaban las chozas, los corrales, la despensa, la Gran Cabaña, la explanada, la capilla, las tumbas de sus compañeros... y los tres perros dentro de un corral, y las ovejas y las gallinas dispersándose por los huertos... las herramientas tiradas por el suelo, el sagrario vacío... Se oían las rápidas pisadas de los fugitivos y el rumor del agua del manantial. Este leve sonido hizo volver la cabeza a Don Ángelo. A sólo unos doscientos metros del emplazamiento de la comunidad brotaba de entre unas rocas una corriente de agua abundante, clara y fría. Don Ángelo recordaba la primera construcción de un pequeño canal rudimentario para conducir parte del agua hasta el lugar elegido para iniciar lo que luego serían generosos y fructíferos huertos. Más tarde, aquel canalillo se convertiría en una verdadera red de acequias. Recordaba también los esfuerzos alegres de los muchachos tirando del carro en el que transportaban el gran cántaro de agua desde el manantial hasta el rincón sombreado en el que se refugiaban para beber en las horas de trabajo. Una punzada de nostalgia y dolor sacudió el corazón de Don Ángelo. Punzada que rechazó acudiendo también a otras zonas del corazón: ¿no era él el que repetía a los chicos que todos éramos nómadas? Él mismo, cuando murió Moha y tiempo después Saúl, intentaba meter en el alma de los muchachos esta realidad: «estamos de paso», «somos caminantes», les decía... Sumido en estos pensamientos exclamó en voz alta, sin darse cuenta:

      -... estamos en camino siempre...

      Algunos de los chicos lo oyeron y Doménico le interrogó con la mirada, pero Don Ángelo sólo respondió en voz baja:

      -Nada... sigamos.

      La columna de mercenarios traficantes de hombres avanzaba despacio pero sin interrupción. Habían encontrado zonas llanas con poca vegetación y algunos lugares boscosos en los que había suficiente espacio entre los árboles como para que el camión y las carretas pudieran pasar. Detrás de una de estas masas de arboleda se habían topado con un campo de trigo rodeado por algunos olivos y almendros. El Sire contemplaba el campo con satisfacción pues esto significaba que llegaban a algún lugar poblado. Después de atravesar el trigal, y de destrozar parte de él con las pezuñas de los cabúfalos y las ruedas de los vehículos, tuvieron que detenerse: la colina que ya habían divisado desde lejos y ante la que ahora habían parado tenía un camino muy estrecho para el camión. A los lados de este sendero se levantaban grandes piedras e irregularidades en el terreno y era imposible continuar. El Sire, molesto con la situación, gritó con desprecio a los jinetes:

      -¡Vosotros, seguidme!

      Antes de introducirse con su montura en el camino, se dio la vuelta y avanzando un poco ordenó a los soldados que iban a pie escoltando el camión:

      -¡Que se queden aquí diez hombres de guardia! ¡Los demás vienen con nosotros!

      Conociendo la impaciencia y la irascibilidad de su jefe, los dos sargentos que mandaban a los soldados procedieron con rapidez:

      ¡Rápido! ¡vosotros cinco, quedaos aquí! -gritó uno de los sargentos mientras les señalaba uno a uno a la velocidad del rayo.

      El otro sargento decía lo mismo a otro grupo de mercenarios, pero éste, en vez de señalarlos, los apartó a empujones del resto del grupo. El joven soldado que había protagonizado el incidente en la jaula no había sido señalado, pero sin dudarlo se encaró

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