Los libertadores. Gerardo López Laguna
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Raquel y Edita se intercambiaron una mirada asombrada; luego se dirigieron en silencio a Miriam y se toparon también con unos ojos abiertos y desconcertados. Todos, ellas también, observaron atentamente a Don Ángelo esperando una explicación.
-... Lo hemos hablado alguna vez -comenzó Don Ángelo-. Ahí fuera, muchas personas no respetan a las mujeres... Sabéis a qué me refiero...
Efectivamente, Don Ángelo había procurado siempre que hubiera igualdad de trato entre los chicos y las tres chicas. Éstas trabajaban duro, igual que ellos, y les había enseñado a moverse por el bosque, a trepar a los árboles, a introducirse en cuevas, a cazar y a pescar, y también a escalar, como a los chicos. Don Ángelo, obviamente, también se había dado cuenta de que los chicos seguían siendo chicos y las chicas eran ya unas mujercitas de catorce y quince años aproximadamente... Aproximadamente porque de algunos niños de corta edad que le habían confiado no se sabía exactamente cuándo habían nacido. Ni siquiera dónde y en qué circunstancias... Don Ángelo se había percatado de la atracción que las chicas despertaban en varios de los muchachos. Había contemplado -y sonreído en su interior- cómo algunos de ellos bravuconeaban delante de las chicas, disimulaban el cansancio o el dolor, o se hacían notar ostensiblemente para que ellas les miraran. Con todos ellos, y en presencia de ellas, les había hablado de los misterios de la vida, de sus propias sensaciones y reacciones; y sabiendo lo que pasa en el mundo desde el principio, había intentado inculcar en los muchachos el respeto por sus compañeras. Les había dicho mil veces que ellas no eran sólo un cuerpo sino que tenían, como ellos, libertad y dignidad. Ellos sabían que Raquel, Edita y Miriam eran hijas de su mismo Padre.
...También sabían, por boca de Don Ángelo, las cosas que ocurrían fuera... Y lo que ocurría en esa época... eran cosas que no se podían apenas contar. Don Ángelo siguió con su rápida aclaración:
-Por lo menos que, desde lejos y si alguien nos ve, que no distingan a primera vista a ninguna mujer ni a ninguna niña en el grupo... Aunque Marinova y Sara sean unas niñas, tampoco van a respetar eso... Por favor, hacedlo ya, aquí mismo. Yuri, anda, empieza...
Yuri, un poco titubeante, se acercó primero a las dos chicas que permanecían en pie, Raquel y Edita. Encogió los hombros y dirigiéndoles la mirada les preguntó en silencio cuál de las dos sería la primera. Ellas callaban. Entonces Miriam, la enérgica Miriam, se puso en pie de un salto y dijo con resolución:
-Yuri, venga, no perdamos más tiempo; córtame el pelo primero a mí.
Don Ángelo, apenas oyó el primer tijeretazo, dijo a otro de los chicos:
-Rodín, ve a buscar una de las azadas y haz un pequeño hoyo aquí al lado, fuera de la choza. Ahí el suelo está más blando. No podemos dejar los mechones a la vista...
Yuri le cortó a Miriam el pelo a la altura de la nuca y de las patillas. Ella, con la mirada firme y el rostro sereno, recogía los largos mechones en las manos. Luego le tocó el turno a Edita que, animada por la actitud de su compañera, se situó delante de Yuri y se dio la vuelta. Tenía una trenza larga. Muy gruesa para las tijeras. En un momento y con la ayuda de Raquel la deshizo para facilitar el trabajo de Yuri. Cuando Raquel procedió a soltar el pelo, Edita no pudo evitar que dos generosas lágrimas corrieran por sus mejillas. Don Ángelo se dio cuenta, se acercó y le puso la mano en la cabeza, de modo cariñoso, mientras le decía:
-Edita, acuérdate, «cortar las amarras»... y en tu caso -le sonrió alegremente- es casi una realidad que se puede tocar, ¿verdad?
La chica también sonrió a Don Ángelo. Éste le siguió diciendo:
-No te preocupes... te crecerá otra vez, antes de lo que imaginas.
Por último le tocó el turno a Raquel. Cuando Yuri terminó, Rodín recogió los cabellos de manos de las muchachas y salió fuera para echarlos en el hoyo. Yuri le pasó las tijeras a Tasunka y le dijo:
-Es mejor que se lo cortes tú a las niñas.
Tasunka asintió, se levantó y dirigiéndose a los niños, que miraban curiosos cómo Rodín echaba el pelo en el pequeño agujero, les dijo a Marinova y a Sara:
-Ahora os toca a vosotras, como a las mayores... Es que vamos a plantar un árbol de pelo.
Voilov preguntó:
-¿Sí? Y eso ¿qué es?
Tasunka se acercó a Marinova y a Sara:
-Tú, Sara, a lo mejor no te acuerdas, pero Marinova tiene que recordarlo. Cuando vinieron aquellos dos señores que trajeron a José, ¿recuerdas cómo tenía la cabeza uno de ellos? ¿a que no tenía pelo?
Voilov, que se acordaba, se rió y dijo:
-Sí... parecía un culo...
Y todos se rieron, incluidos los pequeños que no podían acordarse de nada. Tasunka intervino:
-Voilov, no seas guarro. Mirad, cuando crezca el árbol de pelo ese señor podrá cortar todo el que quiera para su cabeza.
Las niñas actuaron con despreocupación. Tasunka no sabía si las había convencido o es que sencillamente no les importaba que las tijeras pasaran por sus cabezas...
Mientras, en el interior de la choza, Don Ángelo procedía a dar instrucciones a Tonino y a los de su grupo. El rollo que estaba desplegado encima de la mesa era un mapa rudimentario, con una ruta señalada con bastante claridad. Don Ángelo lo guardaba desde hacía muchos años, en previsión de alguna circunstancia por la que tuvieran que abandonar el lugar en el que vivían.
La marcha del grupo de los niños iba a ser larga. La ruta indicada en el mapa conducía a los Pirineos, concretamente al monte Vignemale. Las indicaciones no culminaban ahí sino que señalaban también la ubicación del monasterio de Nuestra Señora de Lourdes, cuyo abad, el Padre Bernard, era un viejo amigo de Don Ángelo.
El monasterio existía desde mucho antes de la destrucción de la gruta de Lourdes, y tenía otro nombre; pero nadie se acordaba ya de aquella antigua denominación... Días antes de la voladura de la gruta, uno de los que iban a participar en la acción, cumpliendo órdenes -como siempre-, sintió escrúpulos, y en una taberna, borracho, lo contó compungido a un desconocido con el que se sentó para descargar sus penas. El hombre que recibió la confidencia, profundamente dolorido, quiso acercarse a lo que quedaba del santuario: ruinas y la gruta con la imagen todavía intactas. Había gente armada por el lugar, miraban a los escasos peregrinos con cierta indiferencia, alguno con desprecio. Aquel hombre vio a dos de los monjes del monasterio que ahora regía el P. Bernard. Estaban rezando en la entrada misma de la gruta. Les abordó y les contó lo que había dicho el soldado, una indiscreción providencial pues allí mismo aquellos tres hombres pensaron en hacer algo para salvar la imagen. En los dos días siguientes los monjes reclutaron a más voluntarios, incluido uno que puso a su disposición un pequeño camión. La noche del tercer día fueron llegando a la gruta; el vehículo estaba preparado muy cerca. Como habían convenido, seis de los conjurados, en tres parejas, habían recorrido el lugar unas horas antes entablando conversación con los escasos soldados que se aburrían en medio de aquel paraje ruinoso. Les regalaron vino en abundancia, y en poco tiempo todos, sin excepción, estaban como cubas. Sin más problema tomaron la imagen, llenaron un cántaro del agua del manantial, echaron unas piedras y algo de tierra de la gruta en un saco, y se lo llevaron todo al camión. Los dos monjes y el dueño del vehículo emprendieron la marcha hasta el monasterio. Al día siguiente los soldados se dieron cuenta de la desaparición y para ocultar