Los libertadores. Gerardo López Laguna
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Los libertadores - Gerardo López Laguna страница 3
El Sire volvió a dar la vuelta y con un ligero trote alcanzó a los jinetes que iban a la cabeza y ordenó a toda la comitiva que se detuviera. Regresó de nuevo a la altura del camión y se dirigió al grupo de soldados que lo escoltaban por la derecha:
-¡Sargento!, ven aquí... Ayúdame a desmontar.
Cuando hubo bajado de su alta montura, se recolocó la capa y descolgó de su espalda la pequeña arma que llevaba. Sus ojos se posaron en una piedra grande, una roca que asomaba por el suelo y que tenía una zona lisa cubierta de musgo. El Sire se acomodó en ese trono improvisado por la naturaleza y volvió a dirigirse al mercenario:
-Sargento, los sauriones necesitan comer. Llévate a alguno de tus hombres y soluciónalo... y cuidado con las piezas sanas. Ni se te ocurra hacerme perder dinero. Mirad por si hay alguno inservible; y si no lo hay, tú y tu hombre os vais a cazar algo u os tiráis de cabeza a la jaula de los sauriones. A mí me da igual, pero arréglalo ya, ¿entiendes?
-Sí, Sire.
El sargento se dio la vuelta y a grandes zancadas se dirigió a uno de los grupos que los soldados habían formado espontáneamente apenas oyeron la orden de detenerse. Mirando a uno de ellos, un joven de gran fortaleza física, le dijo con energía:
-Tú, acompáñame.
-Sí, sargento.
-El Sire ha dicho que tenemos que echar algo de comer a los sauriones. Vamos a la jaula.
Los dos hombres se dirigieron al camión, subieron por uno de los laterales y el sargento abrió el candado que bloqueaba el cerrojo de la puerta de la primera jaula, donde estaban encerradas veintitrés personas... diecisiete hombres y seis mujeres. Todos seguían acurrucados en la parte delantera, al lado de la cabina del camión y lo más lejos posible de la otra jaula. Tres de ellos, tres varones, no estaban sentados sino tumbados de mala manera. Parecían enfermos, pero uno de ellos estaba inmóvil. El sargento le dio varias patadas en el costado. Al ver que no respondía, le dijo al soldado joven que le acompañaba:
-Este servirá. Está muerto.
El soldado se agachó delante del cuerpo y acercó su rostro al del hombre tumbado. Se percató inmediatamente de que aún vivía. Una ligerísima respiración desacompasada, acompañada de un temblor apenas perceptible lo atestiguaban. Justo detrás del hombre estaba sentado Bo. Contemplaba en silencio y con gravedad en la mirada lo que estaba ocurriendo. En ese momento, el joven soldado fijó la mirada en la pequeña cruz de madera que Bo llevaba colgada al cuello. Enseguida levantó los ojos que se toparon con los de Bo. Éstos reflejaban angustia. Algo debió pasar por el corazón del soldado, algún viejo recuerdo, una antigua enseñanza, alguna oración aprendida hace mucho... porque al cruzar su mirada con la de Bo volvió los ojos a la cruz para levantarlos de nuevo, y en ese momento Bo se dio cuenta de que el soldado estaba avergonzado.
Todavía agachado al costado del moribundo, volvió la cabeza y se dirigió al sargento que, de pie, estaba tras él:
-Sargento, este hombre todavía está vivo. No podemos echarlo a los sauriones...
El sargento puso cara de estupefacción por lo que acababa de oír. Inmediata y visiblemente enfadado contestó de modo brusco:
-¡A mí eso no me importa! No voy a ir por ahí a buscar... Pero, además, ¿cómo te atreves a decirme a mí lo que tengo que hacer, hijo de perra? ¡Vamos a echar ahora mismo ese montón de carne a los sauriones!, ¿entiendes?
El joven soldado se irguió. Era mucho más alto que el sargento. Estaba rojo de cólera. Acercó su cara a la del sargento y con los dientes apretados le dijo en voz baja:
-Mira, sargento, tú tienes esa mierda cosida ahí en el brazo, eso que dice que eres sargento... pero yo tengo lo que la naturaleza a ti no te ha dado... Como vuelvas a hablarme así, te mataré. ¿Entiendes tú eso?
El sargento dio un paso atrás con una chispa de alarma en sus ojos. El chico hablaba en serio. Se dio la vuelta con ademán de salir de la jaula y entonces el soldado comprendió que le contaría lo ocurrido a Braco... Al Sire no se atrevería a decirle nada por temor a su reacción: que le viniera uno de sus sargentos a quejarse de la insubordinación de uno de sus hombres, le podría costar caro a alguien... Al sargento, claro está.
El joven soldado sabía sin embargo que Braco era tan cruel como su jefe. Volvería con el sargento y arrojarían vivo a la otra jaula al hombre que yacía allí entre la vida y la muerte. Apenas se dio la vuelta el sargento, el soldado descolgó de su espalda el fusil y apoyando el cañón en la nuca del moribundo, disparó. En una fracción de segundo había decidido que eso era lo mejor. El estampido sobresaltó a todo el campamento. Los prisioneros dieron un respingo de terror y quedaron observando la escena con los ojos desorbitados. Muchos tenían la boca abierta, entre ellos Bo, que jamás había visto un arma semejante. Miraba el cadáver, la cabeza medio destrozada y el charco de sangre. Un nuevo cruce de miradas entre Bo y el soldado provocó en éste otro acceso de vergüenza, del que se defendió intentando hacer comprender a Bo, sólo con la mirada, que no podía haber hecho otra cosa.
Apenas se oyó el disparo, el Sire levantó la cabeza indignado:
-¡Pero! ¿quién es el maldito idiota que ha disparado? ¡Braco!, ¡tráelo aquí ahora mismo!
Estaba realmente enfadado. Tras llamar a Braco y mientras éste comenzaba a correr, el Sire, hablando en voz alta y sin dirigirse a nadie, se quejaba:
-Si hay por allí alguna aldea estarán ahora mismo corriendo... maldita sea, es que siempre tiene que haber algún...
Las últimas palabras las dijo para sí mientras seguía con la mirada la carrera de Braco hasta el camión. Los sauriones estaban más nerviosos todavía. El hambre, el disparo y el olor de la sangre habían intensificado su inquietud. Braco llegó a grandes saltos, frenó en seco y contempló el cuadro en silencio mientras el sargento, dentro de la jaula y con un movimiento de cabeza, le indicaba que el autor del disparo había sido el soldado que estaba a su lado. El lugarteniente del Sire iba a abrir la boca para hablar cuando volvió su rostro en dirección a la jaula de los sauriones. Miró el cadáver y entonces gritó imperiosamente a los dos hombres:
-¡Echadles ya esa carroña! ¡Ya!
El sargento abrió la puerta mientras el soldado agarraba el cadáver por las piernas y comenzaba a arrastrarlo. Los prisioneros observaban con temor el rastro de sangre... Con la puerta de la jaula abierta, el soldado bajó a tierra siguió arrastrando el cadáver hasta poder echárselo al hombro. Lo hizo de espaldas a la puerta, de modo que la cabeza del cuerpo quedaba colgada hacia atrás. La sangre goteaba. El fusil colgaba del otro hombro.
El sargento echó el cerrojo, puso el candado y andando unos pasos descolgó una escalera metálica que estaba enganchada a uno de los laterales del camión. Unos pasos más y volvió a incorporarse a la plataforma, en la parte trasera, con cuidado de no acercarse a los barrotes de la jaula de los animales. Asentó un lado de la escalera en la franja de la plataforma que quedaba libre hasta el lugar en que se apoyaba la jaula, y luego la dejó caer hacia delante hasta que la parte de arriba de la escalera dio con el techo del armatoste metálico que guardaba a los sauriones. El techo era alto y de madera. Los sauriones no podían llegar hasta allí con sus torpes saltos. En la parte central de ese techo había una trampilla que se abría hacia fuera.