Los libertadores. Gerardo López Laguna
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El sargento le miró con odio, pero azuzado y atemorizado por el carácter del Sire, no perdió tiempo y contestó:
-Está bien...
Y dirigiéndose a uno de los que antes había empujado le dijo:
-¡Tú te vienes!
En el Aduar Al-Tahat había pocos hombres. La mayoría estaba en sus barcas, pescando a una distancia algo lejana de la aldea. Solían remontar la franja de mar, entre las dos costas, hasta llegar al noreste de la península. Allí se adentraban algo en mar abierto. Cuando se oyó el disparo con el que aquel soldado había rematado al prisionero enfermo, Abdelá supo que se acercaba algún grave peligro. Él sí sabía lo que significaba ese sonido. Inmediatamente mandó como exploradores a dos de los hombres que permanecían en el Aduar junto con los ancianos, las mujeres, los niños y algunos adolescentes, pues éstos se turnaban para salir a pescar con los hombres.
Los dos exploradores, buenos conocedores del terreno, dieron con la columna cuando ésta ya estaba relativamente cerca de la aldea. Observaron todo sin ser vistos, pero sólo el tiempo preciso, apenas unos instantes para darse cuenta del peligro que se les venía encima. Pudieron ver a la gente que estaba prisionera en una de las jaulas, sin embargo a causa de la distancia no se percataron de la presencia de Bo, conocido de sobra por ellos.
Volvieron a toda prisa para informar a su jefe. Abdelá, sumamente preocupado, esperaba su vuelta al pie de uno de los caminos que salían de la aldea. Observaba con nerviosismo y alzaba los ojos inútilmente pues el camino era una cuesta arriba cuya cúspide estaba muy cerca... De todos modos esperaba con impaciencia que aparecieran sus hombres por ese horizonte.
Nada más enviarlos a averiguar qué es lo que pasaba, Abdelá, prudentemente, había pedido a sus dos nietos que concentraran a las mujeres y a los niños en la parte posterior de la aldea, la que daba al embarcadero y una pequeña playa aledaña a éste. Estos dos chicos, Abú y Hafed, eran dos muchachos de catorce y dieciséis años respectivamente. Antes de que volvieran los dos hombres, Hafed había llegado corriendo al puesto en el que Abdelá esperaba para decirle que los niños y las mujeres ya estaban preparados. Con este grupo se habían quedado los otros tres hombres que, junto a los exploradores, no habían salido con las barcas de pesca. Abdelá le dijo entonces a Hafed:
-Que Abú se quede allí por el momento. Tú dile a los hombres que tienen que sacar de sus casas a los ancianos. A Kasín también, como puedan... que hagan rápidamente unas parihuelas o que lo suban a algún carro.
-Abuelo, ninguno de los carros tiene tiro; los mulos y el asno están sueltos...
-Ya lo sé, y no tenemos tiempo... Diles que saquen a Kasín. ¡Ayúdales, corre!
El chico corrió a cumplir con los recados que le había encomendado su abuelo. No sabía qué estaba pasando, pero lo que fuera era grave y peligroso, pues Abdelá, habitualmente tranquilo, se movía y daba órdenes muy alterado. Nada más partir Hafed, Abdelá volvió a levantar la cabeza hacia el camino y vio aparecer de pronto a sus dos hombres corriendo como liebres. Tras ellos se levantaba el polvo del sendero. En un instante, sofocados, estaban en presencia de su jefe. Uno de ellos se dobló apretando su mano contra el pecho mientras jadeaba. El otro comenzó a hablar de modo entrecortado, con la boca seca. Se le pegaban las comisuras de los labios...
-Es gente armada y con monturas... llevan prisioneros en una jaula, encima de un camión con ruedas enormes.
El que así hablaba conocía este tipo de vehículos, aunque más pequeños. Eran muy escasos en aquella región pero había tenido ocasión de verlos durante alguna de las salidas que había hecho más allá del istmo para acudir a alguno de los mercados que había en varias aldeas cercanas a la costa de Aquitania.
Cuando Abdelá oyó lo que le decía se puso pálido, se dio la vuelta y casi corriendo se introdujo en el Aduar. Los dos hombres le acompañaban. Atravesó la aldea a la par que Hafed y los otros tres hombres llevaban a cuestas y trotando a unas ancianas y un anciano en dirección al embarcadero. El pobre Kasín, enfermo e impedido, estaba encima de una manta tumbado a la puerta de su casa. Le atendía habitualmente su última hija, una niña de once años que ahora estaba con el otro grupo al lado de las barcas. Los hombres le habían puesto encima de la manta y la habían arrastrado hasta sacarle de su morada. Kasín pesaba mucho. Antes de buscar una solución para su traslado habían decidido llevar a sus espaldas a los otros a fin de conducir allí al mayor número posible de ancianos. Abdelá llegó al embarcadero. Todos le miraban asustados. Algunas de las mujeres apretaban a los niños contra su cuerpo...
Abdelá tenía tres hijos varones, que ahora estaban en el mar. Sus tres nueras estaban allí, con sus nietos... Su mujer, Fátima, piadosa y siempre atenta con los enfermos, hacía tiempo que había marchado al Paraíso... Abdelá, con parte de su familia y el resto de la gente expectante, no podía ocultar su angustia. La mayor de las nueras, Khaldia, le preguntó también angustiada:
-¿Qué está pasando? Dinos qué pasa, por favor...
Abdelá respondió rápidamente:
-¡Vienen hombres armados al Aduar! ¡buscan esclavos!
Los hombres que transportaban a los ancianos llegaban en ese momento uno tras otro con su respectiva carga humana a sus espaldas. Abdelá volvió a hablar para decirles qué es lo que tenían que hacer de inmediato:
-Sólo hay tres barcas... Vosotros tres, subidles a todos... apretaos y repartid el peso lo mejor posible... ¿Dónde está Hafed?
Uno de los hombres le contestó:
-Se ha quedado con Kasín.
Abdelá respondió a su vez:
-Abú y vosotros -se dirigió a los otros dos hombres- id a ayudarle. ¿Queda alguien todavía?
-Nos falta Hasna, la madre de Alí.
-¡Vamos allá, rápido! -gritó Abdelá.
Dirigiendo entonces la vista a los que ya estaban embarcando a la gente, les dijo:
-Daos mucha prisa; los niños pequeños con sus madres primero... en cuanto estén todos que se alejen un poco dos de las barcas; la otra que espere a Kasín y a Hasna... Nosotros podemos subir a las otras dos, pero no alejadlas demasiado.
Se dieron la vuelta y volvieron corriendo a la aldea. Uno de los hombres entró como un vendaval en la casa de Alí y sin mediar palabra agarró a Hasna en brazos y salió con ella. La anciana pesaba poco, estaba muy sorda...y tenía mal genio. Cruzaban la puerta corriendo mientras Hasna gritaba al hombre que la llevaba:
-Pero, ¿qué pasa, qué pasa? Ay, ay, ¿qué es lo que haces, desvergonzado?
Nada más salir se cruzaron con Abdelá que con un dedo en los labios le indicó a la anciana que callara. Ella obedeció; se había dado cuenta de que sucedía algo grave.
Hafed, Abú y el otro hombre -uno de los que había enviado como explorador y que se llamaba Aziz- se afanaban en arrastrar la manta que transportaba al corpulento Kasín. El pobre se quejaba, pero a la vez repetía mecánicamente:
-Perdonadme... gracias, gracias.
Abdelá corrió a su casa y en un segundo volvió a salir con un pequeño Corán en la mano. En la otra llevaba el rosario musulmán, como casi siempre, pasando las cuentas entre sus dedos de un modo febril.