El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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del cuerpo materno espacio público. En la historia de las ideas identificamos a los pioneros de la caja materna en los primeros metalúrgicos, que desarrollaron secretamente sus técnicas en estricta analogía con el complejo perinatal –extraían la mena de la mina materna y la sometían en madres artificiales, es decir, hornos y fundiciones, a una gestación acelerada hasta que quedara el oro y el hierro–. El historiador de la religión Mircea Eliade ha escrito al respecto un bello libro: Herreros y alquimistas, que podría llevar por subtítulo «Sobre el nacimiento de la técnica del espíritu del sucedáneo masculino de la gestación». Este motivo se mantuvo en el continuo histórico de las ideas hasta la era moderna, aunque, con el cambio a esta era, los metalúrgicos y alquimistas fueran relevados por los ginecólogos. Muchos signos indican que, en el futuro, el símbolo de la masculinidad ya no será el falo, sino el tubo de ensayo. Quien abre la caja negra de la vida para entender lo que acontece en su interior, cuenta también aquí con la prótesis. La investigación en este ámbito significa pues: copiar los planes constructivos de la naturaleza y reali­zar­los en su propio trabajo como planes protésicos. Los investigadores de los genes se comportan como espías industriales que copian los procedimientos de la firma competidora «Naturaleza» y los mandan por fax del vientre materno al laboratorio de genética. Se podría llamar a esto el efecto López[11] en filosofía natural. Los signos de la época indican que aquí se impone el concepto industrial del futuro.

      3. En lo que respecta al libro como caja negra, este constituye la primera forma puramente cultural de apariencia opaca. Los libros, como las tumbas, pueden tener un interior significativo, pero su carácter de tumba y de cuerpo es enteramente producto cultural. De ahí que el libro sea el modelo original de la perfecta caja negra tecnógena. Es la máquina originalmente completa, la primera hipótesis de trabajo eficiente de la magia propia de la alta cultura. De ahí que, hasta hoy, la historia de la alta cultura haya sido siempre ante todo historia del libro, y, en la medida en que tal proceso histórico tiene un carácter progresivo, quizá sea también una historia de la optimización del libro. La aparición del libro hizo por vez primera verdaderamente posible la arriba mencionada relación entre caja blanca y caja negra, pues el libro es el prototipo de la caja negra en la que, paradójicamente, debe introducirse la caja blanca: es la pequeña caja la que hace transportable el gran contenido, lo cual no sería posible sin la escritura como técnica de miniaturización. Escribir es fundamentalmente escribir grandes cosas con pequeños signos. De ahí que, desde el advenimiento del libro, la fracción alfabetizada de la humanidad espere el milagro de la iluminación definitiva: todas las lecturas son sólo prelecturas que esperan el libro final. La era metafísica fue, en su estructura temporal, un periodo de espera del libro en el que todo estuviera –hasta el cumplimiento de esta expectativa leemos también novelas, manuales de matemáticas, suplementos semanales, ensayos de teoría de sistemas y otras provisionalidades–. Sólo con los nuevos medios, en el fondo ya con la aparición del periódico en la transición del siglo XVIII al XIX, entró en crisis la metafísica del libro, y, si no nos equivocamos, hoy experimentamos la transición irreversible a una cultura posmetafísica del libro. En ella, nuevos fenómenos de caja negra reemplazan al libro como caja mágica en grado eminente creada por el hombre. Desde que existen los nuevos medios, la espera del libro que transforme todos los libros anteriores en notas de pie carece de todo sentido. El poderoso sentimiento de que todo está en la caja se ha vuelto hacia otros medios. Desde su primera aparición, el libro ha provocado divisiones en las sociedades donde prosperó, además de instaurar la distinción casi antropológica entre los grupos capaces y los incapaces de leer libros. Ya entre los egipcios eran los escribas una casta mística, mientras que el pueblo, incapaz de leer, contemplaba los textos de los templos y los rollos como máquinas de los dioses. Todavía encontramos vestigios de este desnivel en obras de Shakespeare, y las reflexiones de Próspero en su libro mágico, que eran para él más importantes que su ducado, son testimonio de una época del mundo en la que el interior del libro podía ser más importante que el Estado, o, más precisamente, el corazón del Estado era un texto secreto escrito en libros de difícil lectura. Con ello, el libro introdujo también la experiencia de la caja negra creada por el hombre en las sociedades parcialmente alfabetizadas. La inmensa mayoría de las personas en la era de la escritura sólo conocía los lomos de los libros o los cilindros que guardaban rollos –abrirlos e intentar leerlos era para la mayoría una idea casi sacrílega–, cosa que, por cierto, ocurre aún hoy más de lo que comúnmente se cree. Son incontables las personas que todavía consideran los libros demasiado importantes para permitirse acceder a ellos. La caja negra creada por el hombre deprime a la mayoría, y sólo la gran ambición mueve a leerlos.

      En la Edad Media, decir «quiero aprender a leer» era prácticamente equivalente a decir «quiero ser sacerdote». Lo que llamamos humanismo era esencialmente el proyecto de educación gramatical del género humano, y lo que entendemos por derechos humanos es esencialmente idéntico a la dignidad que adquirimos como sujetos capaces de leer. Si nos atribuimos derechos humanos, es porque nuestros nombres figuran en algún libro, por lo menos en los registros parroquiales y los registros oficiales, porque somos seres sobre los que individual o grupalmente podrían escribirse libros. Si Dios, el lector de los lectores, nos conoce, es porque, si somos metafísicamente afortunados, nuestro nombre consta en el libro de la vida. Nuestros semejantes nos deben reconocimiento porque tenemos con nosotros un pequeño libro: el pasaporte. Quien no quede satisfecho con este mínimo libro, o quien no está seguro de si Dios encontrará su nombre en el libro de la vida, puede escribir libros para asegurar su nombre y reclamar el derecho humano a ser leído. Esto presupone que hemos alcanzado el interior del mundo del libro y, por tanto, dominamos el arte de utilizar el material de la escritura. Para la gran mayoría, esta premisa está aún hoy fuera de lugar, siendo todavía válida la ecuación de libro y caja negra exterior. La gran mayoría no sale en toda su vida del plano de las instrucciones que acompañan a los aparatos técnicos, y en el caso de los libros, de sus cubiertas y de lo en ellas impreso. Desde hace milenios, las sociedades están divididas en las que pueden operar en los libros y las que ven en los libros cuerpos opacos. Esto se manifiesta también en dos formas diferentes de destruir libros. Quien quema libros del enemigo por su contenido, está del lado de los libros, porque la quema es una reseña crítica; quienes queman libros sólo son inocentes cuando los arrojan al fuego en la creencia de que su propiedad más notoria es la combustibilidad. El caso reciente más conocido de una quema ingenua ocurrió en 1946, después del descubrimiento de la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi. La abuela del descubridor de los manuscritos quemó probablemente la mayor parte del hallazgo para hacerse un té. Algo de aquella abuela existe en cada uno de nosotros, porque la alfabetización es un proyecto por naturaleza fragmentario. Sólo podemos asimilar la fracción de una fracción de todas las páginas de libros existentes, y con el resto de los libros nos comportamos como si estuvieran destinados a hacernos el té. No obstante, la alfabetización ha iluminado artificialmente nuestro mundo interior de una manera admirable; nuestros oscuros cerebros se iluminan cuando acceden a la caja negra correcta, y la realidad no se mantiene firme por mucho tiempo cuando los que en ella habitan abren otros libros.

      4. Prácticamente al mismo tiempo que el libro se alzó en la esfera humana una gigantesca caja negra cuyos conocedores la han presentado como un frío monstruo. Me refiero al Estado, materializado en autoridades administrativas o burocracias. Entre los egipcios, los griegos y los romanos, el aprendizaje de la escritura era casi siempre una preparación para acceder a la caja negra política. A los campesinos y los artesanos, en cambio, les parecían los primeros imperios, con sus palacios, templos y cancillerías, entidades extraterrenales; veían en estas construcciones gigantescas tumbas repletas de una misteriosa vida interna que regía sus destinos. Aún hoy, algunas personas tienen, cuando contemplan las altas torres de la administración, sensaciones numinosas; les parecen sarcófagos verticales en los que se hacen planes para ellas. Pero la actividad del Estado en el interior de sus oficinas consiste fundamentalmente en un incesante papeleo. De ahí que el Estado necesitara mesas especiales, los llamados bureaux, que se usaban para redactar documentos ex officio. Se supone que el vocablo francés para escritorio, bureau, viene de la bure, el paño basto que cubría las mesas de los funcionarios, igual que en las iglesias se cubría con telas la mesa del Señor para diferenciarla de las mesas profanas. La burocracia es escritura

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