El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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nada que pueda tener a la luz del día consecuencias para nosotros. En este sentido, son los ataúdes de las tumbas las únicas cajas negras con las que tenemos una relación totalmente relajada. Son objetos epistemológicamente extinguidos; no tenemos que preocuparnos por que en ellos pueda haber un centro oculto de actividad; los muertos ya no compiten con nosotros por la realidad. Esto no siempre fue así. Los enterramientos fueron en otros tiempos auténticos centros de operaciones con influencia en los aconteceres del mundo, como nos demuestra una fugaz ojeada a la historia de las creencias en relación con la muerte. Si los muertos no son, como en la modernidad atea, biomáquinas desechadas cuyo sistema inmunitario ha dejado de funcionar –no otra cosa significa el concepto sistémico de vida–; si los muertos no sólo están en el absoluto fuera, sino que han pasado a otro estado de agregación del ser y existen invisibles en el otro lado de la luz diurna, se comprende que, en tiempos pasado, los enterramientos fuesen notables ejemplos de cajas negras llenas. Cuando albergaban personalidades significadas, especialmente antepasados, reyes y fundadores de religiones, la paz de la caja no estaba garantizada; al contrario: la tumba era un foco de intranquilidad como pocos –un taller de actividades que nos afectaban, una oficina en la que funcionarios del más allá concebían y aprobaban medidas para el más acá–. Las tumbas eran así casos paradigmáticos de experiencias con cajas negras. Los poderes reales se ejercían al otro lado de la tumba y la empleaban como puerta de entrada a nuestro mundo. En consecuencia, los intereses humanos en relación con el reino de los muertos entre la revolución neolítica –el comienzo de la gran era del enterramiento de los antepasados– y la época moderna –la era de la paz en las sepulturas– estaban bastante bien definidos: los vivos tuvieron que formarse las ideas más precisas sobre el interior de la caja eminentemente negra. Lo que, desde Aristóteles, conocemos con el término metafísica, empezó siendo, prefilosóficamente, investigación de caja negra, es decir, el intento de escrutar el interior de cajas negras de antepasados, reyes y dioses. El axioma de la más antigua epistemología era este: el saber de las tumbas es poder; penetrar en la caja negra de la muerte permite la complicidad con el modo de actuar del otro lado. De ahí que, en el corazón de las culturas antiguas, encontremos tan frecuentemente el saber sacerdotal, que es ante todo saber contactar con los espíritus que hay en el interior de la caja negra. A este respecto, la cultura egipcia pudo ser la que más lejos llegó; no sólo poseía una compleja sociología de los dioses; sus libros de los muertos demuestran que sus sacerdotes trazaban los mejores mapas del más allá, por lo que, en el mundo egipcio, la muerte podía verse como un viaje cuidadosamente planeado a un territorio bien explorado. Skinner, por cierto, habría tenido que enfrentarse en el Egipto faraónico a un doble mentalismo, porque, según el pensamiento egipcio, el hombre posee no una, sino dos almas: una nace en el cuerpo y la otra se queda en la placenta. De ahí la inmediata momificación de la placenta del faraón y su custodia por sacerdotes, hasta la muerte del soberano, en una dependencia real; luego las almas exterior e interior emprenderán juntas el viaje al reino de los muertos. A la vista de estas complicaciones, fue una suerte para Skinner haber vivido en la América cristiana, donde sólo tenía un alma que negar, y no dos.

      Ante estas antiquísimas concepciones e imaginaciones es lícito hablar de un origen de la técnica en el espíritu de la observación de tumbas. Quien desee adquirir poder en este mundo, ha de intentar descubrir qué es lo que planean quienes operan en el interior de la caja negra y su modo de proceder. Así nació la magia, madre de la técnica: imitando y desbaratando operaciones con los muertos. Quien desde la claridad penetra en los secretos de la celda negra, adquiere poder simbólico y, por ende, operativo. Hasta el pasado más reciente, el poder de actuación humano se hallaba en gran parte limitado a los símbolos existentes. De cien operaciones importantes para la vida, noventa y nueve eran simbólicas. Su fondo mítico radicaba en la imitación de acciones de los muertos. La mayoría de las operaciones no simbólicas de la técnica, en cambio, tenían su origen en imitaciones de las cajas negras vivas que llamamos cuerpos. El camino a la era moderna es idéntico al de la conversión de acciones simbólicas en técnicas.

      2. De hecho, los cuerpos vivos eran en otros tiempos –aparte de las tumbas– las cajas negras por antonomasia. Fueran estos animales o humanos, nunca se sabe lo que en ellos sucede. Aun viviendo en uno de estos cuerpos, siempre será impenetrable y sin abertura por donde mirar; de todas formas tengo, como habitante de mí mismo, un acceso privilegiado a este mi cuerpo, lo que en el coito quizá sea una ventaja y, en caso de mordedura de una serpiente, ciertamente un inconveniente. En lo que respecta a los cuerpos de nuestros semejantes, estos son tan opacos, que nos está vedado abrirlos, y ni siquiera consideramos la posibilidad de mirar en su interior, a menos que sean de enemigos, que ocasionalmente nos está permitido abrir. Aprovecho para mencionar aquí de pasada que la aparentemente inofensiva fórmula estampada en los envíos por correo, que advierte de que «La oficina postal puede examinar el contenido», tiene un precario trasfondo antropológico que se evidencia cuando nos damos cuenta de que la oficina de correos somos nosotros y el paquete, el enemigo. En lo que respecta a los cuerpos de animales, la idea de que en su interior se producen operaciones ocultas, proviene de dos experiencias que no podemos ignorar: en primer lugar, el hecho de que los animales y los hombres mueren, del cual se sigue, en segundo lugar, que los operadores de la vida han dejado de actuar en el interior y se han mudado a otro sitio. A este respecto, adquirir saber es ante todo tener alguna idea del modus operandi de lo que anima el interior de la caja –una pesquisa que en la era de la filosofía fue alentada por el muy prometedor concepto del conocimiento de sí mismo–. Conocerse a sí mismo es sorprender desde dentro aquello que nos anima, hacerse uno con ello y así asegurarnos de que nosotros incluso en la muerte estaremos unidos a este principio operante. De ese modo somos superiores a la propia caja negra, al cuerpo, y podemos considerar si, después de salir de la propia caja, instalarnos en otra o bien acceder a un lugar eterno de ánimas incorpóreas que las religiones describen como paraíso o condominio inmanente a Dios. Pero el mundo moderno no ha explorado el interior de la caja negra corporal por la vía del autoconocimiento sino con métodos anatómicos. Las ciencias biológicas nos han mostrado cómo se procede modernamente con una caja negra natural: se empieza con la ilustración quirúrgica y la explicación bioquímica, y no se descansa hasta que partes concretas o funciones del interior de la caja pueden reemplazarse. La mejor manera de ilustrar la esencia de la técnica es el proceso anatómico-protésico. Este es resultado de un doble gesto: primero, la exposición a la luz pública, es decir, una extraversión mediante la cual un interior se torna exterior, y luego la sustitución, es decir, el desarrollo de la prótesis. Con un concepto amplio de prótesis se puede describir de manera precisa la conquista de la caja negra. Supongamos que mi cuerpo no quiere en este momento encontrarse en un estado libre de jaqueca; entonces puedo, si nada hay contraindicado, librarme de la jaqueca con la prótesis aspirina. El axioma tecnológico de la ilustración corporal dice, pues, que sólo entendemos lo que podemos sustituir. Pero, así, lo que inicialmente era caja negra se nos convierte en caja de cristal. Porque, como sabemos, la técnica del cuerpo es transparente.

      Pero la técnica busca algo más que hacer público el interior de los cadáveres. Los cuerpos mismos nos fuerzan a hacer la observación complementaria de que de algunos de ellos salen pequeñas cajas que gritan y que, detenidamente examinadas, identificamos como descendientes. Al principio no entendemos en absoluto cómo pueden ser generadas ahí dentro. Nuestras madres nos fascinan y asustan tanto, precisamente porque ellas encarnan una caja negra que lo es por propio interés. Ellas son cajas negras extremadamente astutas que parecen inofensivas en las fotos de familia. Son muchas las razones que refuerzan la idea de que, en el niño, el pensamiento comienza como ensoñación sobre la diferencia entre el dentro y el fuera de la caja materna. El principio del seno materno es, en aún mayor medida que la tumba, un foco de operaciones internas inobservables. No es casual, por lo demás, que todas las antiguas religiones maternales concibieran la identidad de tumba y seno materno: aprovechaban así la posibilidad de explicar una cosa desconocida por otra igualmente desconocida. Esta fue la operación que salvó a los primeros humanos de hundirse del todo en el derrotismo cognitivo. Las fuerzas que operan en la caja materna nos demuestran que solamente obtenemos de la naturaleza resultados en cuya producción no tenemos posibilidad de participar activamente en un futuro previsible. Pero la inteligencia técnica no tolera hallarse permanentemente excluida de la producción femenina. Abre la caja materna

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