El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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que venir al mundo significara, desde la perspectiva moderna, ante todo producir el mundo al que «el ser humano» va a venir usando un poder adquirido; traer algo a un mundo en el que los sueños de la vida humanamente digna se realizan universalmente. En ambas antropologías –en la interpretación cristiana del ser humano como criatura y vasallo de Dios, y en la concepción moderna del ser humano ingeniero del mundo productor de sí mismo– se manifiestan visiones reducidas de la fundamental inspiración humana. La aventura de la especie adventiva no ha encontrado aún una adecuada autodescripción.

      El ser humano como ser adventicio es esencialmente un animal que viene de un interior. «Interior» significa aquí fetalidad, no manifestación o latencia, retiro, agua, familiaridad, recogimiento y domesticidad. Su venir al mundo debe entonces entenderse de cinco maneras distintas: ginecológicamente, como nacimiento; ontológicamente, como apertura de un mundo; antropológicamente, como cambio de elemento, es decir, de líquido a sólido; psicológicamente, como hacerse adulto, y, políticamente, como acceso a campos de poder. De cualquier lugar donde hay humanos no hablamos de un espacio donde hay una especie como cualquiera otra retozando bajo el sol, sino que allí se abre un claro de cuyos habitantes se puede decir que para ellos «existe un mundo». Por eso, advenimiento y claro son esencialmente inseparables. La luz que cae sobre todo lo que existe no es un hecho más entre otros. Es más bien la venida del hombre como acceso a un mundo lo que hace posible el amanecer del mundo. La llegada del hombre es en sí misma el «abrir los ojos» al ser, con el cual el ente se ilumina. Desde esta perspectiva podría entenderse el advenimiento de la especie en su conjunto –incluida su culminación epistémico-técnica– como una aventura luciferina cósmica. La historia de la humanidad sería así el periodo del claro; la era de la humanidad es la de la iluminación que formó el mundo, y que no vemos porque, estando en el mundo, estamos en su luz.

      La luz como garante del conocimiento de los entes

      No obstante, los seres humanos obtienen su certeza de conocer suficientemente su lugar de la experiencia de una visibilidad estable del mundo y, como criaturas diurnas, tienden a interpretar el sentido de ser como ser-a-la-luz-del-día. Así, el mundo será ya para los primeros metafísicos y filósofos naturales de Occidente todo lo que acaece a la luz del día, y hasta se puede decir con cierta legitimidad que la filosofía occidental es esencialmente heliología, es decir, metafísica solar o fotología-metafísica de la luz. El que los egipcios hicieran los primeros intentos de instaurar el monoteísmo como la monarquía del dios solar, guarda relación con esta concepción metafísica racionalizada de la luz, cuyas huellas se extienden en la historia de la religión hasta los cultos de la Roma imperial al Sol Invictus y la adoración de Mitra, y filosóficamente hasta las metamorfosis cristiano-medievales del platonismo. Platón había proporcionado con la célebre alegoría del sol en el sexto libro de la República, que prepara el mito de la caverna, el motivo básico de toda la posterior metafísica de la luz. En él decía que, además del ojo y la cosa visible, era necesario un tercero para que hubiera efectiva visión: la luz. La luz es un don de Helios, el dios del cielo, que, como señor de la luz, nos concede el sentido de la vista y, a las cosas, la visibilidad. El sentido de la vista es, por naturaleza, el sol en su otro estado –fluido y energía solar– y, por lo tanto, la razón de que el ojo solar se abra al sol. La visión es en el fondo la continuación de la radiación solar por otros medios: los ojos, a semejanza del sol, irradian las cosas visibles y las «reconocen» en virtud de esa irradiación. Y pensar no es entonces sino otra forma de ver: ver en el reino de las cosas invisibles, es decir, de las ideas. Del mismo modo que Helios es la fuente de luz en el mundo visible, en el mundo de las ideas es agathon, el bien, el sol central que todo lo gobierna; de él reciben los hombres el poder del pensamiento, al tiempo que hace pensables las ideas. Pensar las ideas verdaderas con la clara irradiación del pensamiento es analógicamente lo mismo que ver con el rayo visual (heliomorfo) cosas visibles bien iluminadas. Y así como de noche la visión falla y sólo percibimos contornos y oscuros vacíos, el pensamiento también fracasa cuando se concentra en los objetos envueltos en las tinieblas de la mera opinión. El pensamiento correcto (agatomorfo) consiste en la visión del mundo de las ideas iluminado por el Bien. Se reconoce aquí cómo el idealismo óptico hace su jugada decisiva anteponiendo el pensamiento visual a la visión sensible. Helios es para Platón la imagen del Bien que se derrama desde la esfera de las ideas al mundo de los sentidos. De la analogía del sol y la deidad (Bondad) se hace una jerarquía ontológica con el inteligible principio divino en la cima. Así desbancó la nueva metafísica del espíritu a la filosofía natural arcaica; también la luz visible es ahora «sólo una alegoría», pero una alegoría majestuosa, aún virulenta en la teología natural. No en vano la metafísica medieval interpretó el fiat lux del Génesis en un sentido platónico, pues hacer la luz y crear el sol son los primeros actos verídicos de Dios, que en sus decretos de la Creación no pudo sino representar en la materialidad lo mejor y más semejante a su esencia. Para hacer un mundo de suprema bondad, debió crear primero lo más noble –como si la luz fuese un espíritu–, un análogo de Dios entre las criaturas, un sublime lazo y un medio de la naturaleza que los ojos humanos redimidos pudieran ver como evangelium corporale. El carácter óptimo de la Creación, conclusión forzosamente extraída en la teología positiva de la suprema bondad de Dios, implicaba una triple definición de la misma: debía ser esférica, porque la esfera representa lo óptimo morfológico; debía estar inundada de luz, porque la luz es lo óptimo físico, y debía ser perfectamente transparente a la razón, porque la transparencia es lo óptimo cognitivo. Los tres óptimos concurren en una Creación concebida como una esfera de luz que irradia desde el punto absoluto de luz que es Dios; esa sphaera lucis que, junto con el modelo del mundo, proporciona una explicación de su cognoscibilidad; entender el mundo es entender la irradiación de las categorías desde la fuente única e incondicionada de la luz, el ser y la inteligibilidad[2]. Entre las perplejidades crónicas de la metafísica de la luz se encuentra, sin duda, en el platonismo y en las teologías cristianas de él dependientes, la cuestión del origen y rango de la materia sobre la que la luz, primera creación de Dios, debía brillar. Del mismo modo, la lectura cristiana del Génesis judío tiene que sortear la cuestión de la clase de agua sobre la que se supone hubo de flotar originariamente el espíritu de Dios.

      La posición absoluta de la luz en las metafísicas monoteístas trajo consigo una tendencia a la sobreiluminación del ser, hasta la inmersión de la materia en la luz; el motivo gnóstico de idealización de la luz se anuncia aquí tanto como la idea escatológica de que al final de los tiempos el mundo y la vida serán conservados en una sinfonía definitiva de luz intradivina; entonces será la luz sola todo lo que acaezca –mejor dicho: todo lo que lo redima del acaecer para flotar en la eternidad–. El monumento más sublime de esta idea son los cantos del Paraíso de la Divina comedia de Dante; allí se abre un mundo superior de inteligencias bienaventuradas completamente modelado de luz y en la luz en el que todas ellas participan de la fluyente luz original, que se «reparte» sin límite y retorna a sí misma. Las visiones de Dante responden a las imágenes finales del Apocalipsis de san Juan, en las que se profetizan el fin de la alternancia del día y la noche, y el imperio de la luz eterna; en la Jerusalén Celestial, todas las lámparas, las astrales y las hechas por el hombre, serán superfluas:

      La ciudad no necesita sol ni luma que la alumbre, la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero (Ap 21, 23).

      Noche no habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos […] (Ap 22, 5)[3].

      Esto indica la estrecha relación entre monoteísmo y metafísica de la luz que también la cultura islámica del Medievo asumió en multitud de tratados filosóficos sobre la luz –mezcla de elementos platónicos, plotinianos, aristotélicos, judíos y árabes con ocasionales adiciones de motivos dualistas iranios[4]–. El filósofo árabe Abu-Hamid Muhammad al-Ghazali o Algacel (1059-1111) disertó en su tratado El nicho de las luces [Miskat-anwar] (escrito hacia 1100) sobre el sentido de las palabras del Profeta en giros que eran entonces familiares a los

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