El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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un entorno completamente abierto e incuestionablemente iluminado. Como allí todo está hecho, el pensamiento no puede sino celebrar lo que ve a su alrededor. Nada hay en la caja que indique la existencia de técnicas y problemas; los dioses son demasiado felices para construir y resolver nada, para que puedan afectarles asuntos urgentes. El dios olímpico es aquel que bajo la clara luz del día no ve razón alguna para distinguir lo visible. El filósofo Ernst Mach describió en las «Consideraciones preliminares antimetafísicas» de su obra capital Análisis de las sensaciones una experiencia iniciática con rasgos de esta panorámica visión olímpica:

      Siempre he pensado que fue un singular golpe de suerte el que, muy temprano en mi vida (contaría unos 15 años), cayera en mis manos un ejemplar de los Prolegómenos a toda metafísica futura de Kant, que mi padre tenía en su biblioteca. El libro me produjo entonces una impresión tan honda e imborrable como nunca volví a experimentar con ninguna de mis demás lecturas filosóficas. Unos dos o tres años después, me di de pronto cuenta de que el papel de la «cosa en sí» era superfluo. Fue un radiante día de verano al aire libre, cuando el mundo y mi yo parecieron de repente constituir una masa coherente de sensaciones, sólo que más coherente en el yo. Aunque no llegué a reflexionar verdaderamente sobre aquella experiencia hasta tiempo después, aquel momento fue determinante de toda mi visión[10].

      Mach testimonia aquí la típica posición de caja blanca que encontramos en místicas y fenomenologías. Esta subyace también en la doctrina de Parménides de Elea, que, con la doctrina de que el ser y el percibir son lo mismo, elevó el comienzo blanco del pensamiento bañado en luz a norma europea. De ello se sigue una satisfacción inalterable del pensamiento con su participación en el universo percibido, que no es sino otra forma de decir que de él nada se sigue. Las consecuencias son sólo de segundo orden: de lo supremo, nada se sigue. Quien fuese capaz de fundirse con la caja blanca, daría al pensamiento vacaciones permanentes; gozaría de la felicidad de los dioses o de los idiotas, y, entre unos y otros, la de los fenomenólogos, si la fenomenología es el arte de describir explícitamente todo lo dado a la conciencia sin la menor operatividad.

      A esto se opone, por ejemplo, en las escuelas de meditación orientales, pero también en el pensamiento occidental, como en Descartes y en Ernst Bloch, el comienzo negro. Aquí, la inteligencia se sumerge en una oscuridad artificial causada por la renuncia a toda certeza sobre el mundo y la duda radical respecto a los datos de los sentidos. El sujeto medita con los ojos cerrados en la oscuridad del momento vivido y explora una situación ficticia en la que aún no existen saber alguno ni operaciones, sino sólo impulso y presentimientos indefinidos. Esto corresponde, para decirlo con Kafka, a una vida de vacilación como la de antes del nacimiento. Ernst Bloch dio en sus célebres introducciones, como en la Introducción a la filosofía de Tubinga, una formulación clásica de este comenzar cartesiano en la caja negra del presentimiento:

      Yo soy. Pero no me poseo a mí mismo.

      Por eso nos vamos haciendo.

      El soy está dentro. Todo dentro es

      en sí oscuro. Para verse a uno mismo,

      y hasta para ver lo que hay alrededor,

      hay que salir de uno mismo.

      El resultado es una filosofía del éxodo de la oscuridad original. Ella no interpreta el mundo como algo ya abierto de por sí, sino como algo que hay que predecir y construir; tal es la profética posición del constructivismo, del que hoy circulan mayoritariamente variantes pasteurizadas, pasadas por la teoría de sistemas. A su lado también se ha desarrollado desde la oscuridad una tradición de pensamiento cartesiano en el que el sujeto logra, mediante una reconstrucción radical de sus convicciones conforme a criterios lógicos, un completo control procedimental de sus representaciones. Sin duda, el cogito cartesiano creó el prototipo de las cajas negras subjetivas de la era moderna; ofreció un procedimiento atractivo para triturar las cajas blancas y acceder de nuevo al mundo desde la negra celda pensante. Se podrá opinar que esto fue el inicio de la construcción subjetiva de máquinas con la que la época moderna acabó siendo la era de los ingenieros. El cogito fue una patente para colocar al yo en la posición segura de fundamento de todas las ideas ulteriores. El argumento de Descartes fue un software para sujetos que querían asegurarse de su capacidad para construir el hardware, las máquinas, sin ser máquinas ellos mismos. De hecho, las generaciones poscartesianas abrieron nuevos horizontes al arte de la ingeniería: piénsese en la construcción de la máquina estatal en la teoría y la praxis del absolutismo; en la ingeniería de la belleza en la ópera cortesana y en el ceremonial palaciego del absolutismo; en la ingeniería de la verdad en las primeras academias científicas; en la ingeniería educativa de las escuelas jesuitas y sus contrapartes protestantes y seculares; en la ingeniería de la identificación personal en la fuerzas policiales modernas, y en la ingeniería militar en los ejércitos permanentes de los Estados territoriales. Estos ejemplos demuestran los inmensos efectos sobre el mundo de la capacidad constructora de las cajas negras pensantes y carentes de mundo. En la era moderna es soberano quien decide sobre la instauración de cajas negras.

      Ambos comienzos del pensamiento nos dan una visión de las estructuras profundas de la racionalidad europea. Desde la ilustración griega, el pensamiento ambicioso quiso introducir la gran caja blanca del mundo en la pequeña caja negra del saber y la competencia. Si, a la inversa, se hubiera hecho lo aparentemente obvio, que es introducir la caja negra en la blanca, la primera habría quedado invisible en la segunda y desaparecido en la satisfecha luz de la inteligencia festiva. Y si la inteligencia no optaba por la mirada jovial, sino por operar en el mundo, la caja negra tenía que adquirir un tamaño considerable. La razón de que ambas cajas de se introdujeran una en la otra de manera tan improbable, guarda también relación con el poder que yace en el saber: el pensamiento en la caja blanca es ciertamente comprehensivo y deleitoso, pero sólo permite una forma débil de soberanía, porque es inoperante e impotente; en cambio, el pensamiento en la caja negra puede encogerse hasta el límite de la idiocia, y puede alimentar sentimientos subterráneos, pero posee agresividad lógica y abundantes consecuencias operativas. El lema moderno de Bacon «saber es poder» debe leerse como si hubiese dicho: construir en la caja negra es poder. El proceso del saber ha tenido adherido desde su comienzo un problema formal. A él se referían los antiguos cuando decían que el deseo humano de saberlo todo es como querer vaciar el océano con una cuchara. Los teólogos afirmaban que el intelecto finito no puede hacer cálculos con lo infinito; por eso debían los hombres subordinarse a Dios y conceder que sólo Él, el ser absolutamente superior, podía experimentar la perfecta unidad de blanco y negro, pues sólo en Él se unen la producción y la contemplación de todas las cosas en un gozo absoluto, mientras que nosotros debemos ser modestos y poner fin cuanto antes a nuestra ambición teórica; al hombre le corresponde entrar en la pequeña caja gris de la fe para algún día acceder desde ella a la gran caja blanca en Dios. Este esquema fue una constante en los criterios teológicos sobre la obra humana bajo premisas occidentales, y hoy aparece especialmente en los argumentos del pietismo verde. A pesar de aquellas advertencias, el intento de traer el mundo entero a las cajas negras autoconstruidas continuó atrayendo a los hombres de la era moderna y, aunque inicialmente pareciera absurdo su exceso, jamás se abandonó del todo, no obstante el largo periodo de estancamiento entre la Antigüedad tardía y el comienzo de la historia universitaria medieval, esto es, el nuevo inicio de una acumulación de capital cognitivo sobre suelo europeo. Esto testimonia la duradera fuerza explosiva de las artes nacidas de los experimentos negros iniciales. Durante mucho tiempo, la inteligencia negra esgrimió contra una gran mayoría blanca la prueba de que todo poder proviene de la caja negra. No son las miradas solares que los mecenas echan al mundo las que lo cambian, sino las ideas sobre posibilidades de acción, estrictamente formuladas, perfectamente operativas y carentes de mundo, que proceden de la oscuridad, las que inciden de modo efectivo en lo realmente existente. En esto se insinúa ya la imagen constructivista del mundo. Pero podemos suponer que, en tiempos de Platón, si no antes, ya se percibía la clara orientación al conocimiento de esta situación. Su obra demuestra hasta qué grado se había

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