El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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perfecta. Por eso es apropiado llamara al Corán «Luz» igual que llamamos luz a la que emite el sol. El símbolo del Corán es la luz del sol, y el símbolo de la razón es la luz del ojo. Por eso podemos comprender el sentido del verso coránico que dice: «Tened fe en Dios y sus enviados, y en la luz que nosotros (os) hemos arrojado»[5].

      Deslumbramiento

      Donde hay mucha luz, hay muchas sombras, y donde hay demasiada luz, reina la oscuridad. Es característico de la particular dinámica de los monismos metafísicos que su radicalización termine en mística. Quien cree incondicionalmente en lo Uno, termina para bien o para mal disolviendo toda diversidad en el abismo de lo primero-último. Esto es así incluso si concibe lo primero absoluto como luz, luz original o luz superior. Cuando este abismo último de luz se abre de algún modo a la experiencia humana, lo hace sólo para que aquel que lo conoce perezca en él –tal es la regla de los monismos radicalizados–. El perecer en lo Uno invalida la diferencia entre luz, visión y objeto iluminado: el vidente se ahoga en el mar primordial de luz, que al mismo tiempo deja de ser experimentado como claridad –si es que la claridad pertenece todavía a la zona no abisal de la diferencia entre claro y oscuro–. Así es como la mística de la luz prepara, desde premisas monísticas, el final de la metafísica de la luz –por su rebosamiento o exceso de su función–. Ya Platón había pensado que la ascensión del liberado de la caverna a la pura luz de lo Uno acabaría en un deslumbramiento –una catástrofe de la visión al presenciar la luz celeste–. Estos conceptos llegaron a través de Plotino y el Pseudo Dioniso Areopagita a la teología medieval y conformaron sus figuras místicas culminantes. En el apex theoriae, la cumbre de la contemplación, la visión más clara se convierte en ceguera, la luz absoluta en oscuridad, el perfecto saber en ignorancia. San Buenaventura († 1274) veía en la última etapa del itinerarium mentis in deum –el viaje del alma a Dios– como transitus anihilador-transformador, es decir, como paso a la oscuridad (caligo) y deslumbramiento vivificante. En el juego lingüístico de la mística de la luz, esta última fusión del meditador con lo absoluto se llama «morir». Y así conoce también la metafísica clásica una «muerte del sujeto»: por sobreiluminación. Lo que la Edad Media llamaba iluminación, era la parte intermedia místico-luminosa del ejercicio de deificación, la cual se alcanzaba mediante la tríada purificación-iluminación-unión (en latín, purificatio-illuminatio-unio; en griego, ka­tharsis-photismos-henosis). Y así llegó la mística alemana a emplear fórmulas tan sonoras como überliehte dunkle vinsterheit (Heinrich Seuse [Suso], Vita), menos atrevidas poéticamente que lógicamente consecuentes.

      Pasión de la luz

      Donde la mística de la luz más se aproxima a motivos religiosos, se habla menos de óptica o de lógica que del concepto de la vida consciente. La teoría de la luz fue durante mucho tiempo el campo donde la humanidad occidental pudo ensayar discursos sobre la subjetividad. No era la luz de los físicos lo que hacía pensar en la cuestión de Dios, el mundo y el yo, sino la luz personal como metáfora de la conciencia de sí mismo y lo que la anima. ¿Cómo era que posible que, entre las cosas, cuyo agregado forma el todo del mundo, hubiera almas, luces del yo y rayos interiores cuyo brillo no podía entenderse como si fuese una propiedad de una cosa o una reacción natural? La filosofía de la luz acompañaba a la historia del enigma de que la «subjetividad» que se descubría a sí misma se representara a sí misma. El sí mismo humano implica siempre un instante de ser una luz o una chispa que mueve a preguntarse si no es de otro origen que el mundo de las cosas. Hablar de una luz interior vivenciada es, mutatis mutandis, participar en la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente, de la que sale, aparentemente del espíritu de la llama, una voz que dice: «Yo soy el que soy» –traducido de otra manera: «Yo soy el que “estoy aquí» (Éx 3,1 4)–. No es así sorprendente que, en la religión superior, más allá de la óptica y la lógica, se diera un viraje hacia la personalización de la luz. No sólo la luz que brilla y la luz que permite el conocimiento conciernen primordialmente a los hombres, sino, aún más, la luz que vive, la luz que regocija y sosiega. Por eso fue la metafísica de la luz en su origen tanto soteriología como óptica filosófica, tanto terapia metafísica como lógica. El prólogo del Evangelio de san Juan da el tenor de estas historias de salvación y luz:

      Ella contenía vida, y esa vida era la luz del hombre (Jn 1, 4).

      La luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la han comprendido (Jn 1, 5).

      La luz verdadera, la que alumbra a todo hombre, estaba llegando al mundo (Jn 1, 9).

      En el mundo estuvo y, aunque el mundo se hizo mediante ella, el mundo no la conoció (Jn 1, 10).

      Esta luz, entendida como «vida de la vida», comparte con el viviente humano la necesidad de sufrir. «Como un mortal» viene al mundo esta lux vivens (san Agustín), y regresa por la senda ejemplar del sufrimiento que vence al mundo y a la muerte a su fuente supracelestial. El mundo es para ella el teatro de su pasión. Entre los evangelios canónicos, el de san Juan es el más próximo a las ideas de la gnosis, según las cuales las almas de algunos hombres –los pneumáticos– son chispas de luz caídas que, con la venida del Redentor, pueden ser liberadas de la prisión de la materia. La dramaturgia gnóstica del venir la luz al mundo culmina en la religión de Mani, que interpreta el devenir del mundo como historia de la pasión de la luz sufriente. Cada alma individual luminosa está incluida en un drama cósmico en tres fases: la luz se hunde desde su estado original de separación en otro de confusión y sufrimiento, mezclándose con lo que no es ella, para finalmente ser redimida mediante una purificación y una nueva separación[6]. Estas pasiones narrables de la luz ofrecen la lógica posibilidad de dar una respuesta a la cuestión filosóficamente insoluble de la razón de la no-luz, la materia y el mal. Como la luz es inicialmente sólo expansión de sí misma, necesita ser refractada por la resistencia del mundo para reflejar tal resistencia y retornar a sí misma desde su propio auto-extrañamiento. La historia de la pasión de la luz auto-extrañada en el mundo de la no-luz es –desde los gnósticos de la Antigüedad tardía hasta Hegel– la condición para que «finalmente» la luz que ha regresado se refleje en sí misma y se conozca a sí misma.

      Iluminismo/Ilustración

      Con el comienzo de la era moderna, las posiciones de la metafísica de la luz propias de la racionalidad occidental experimentan un desplazamiento trascendental. El mundo real ya no está bajo la luz eterna, bien que velada, de un mundo superior divino. Ahora se desvela progresivamente en un proceso de iluminación con el título epistemológico de investigación y el programa político llamado Ilustración. Esto tiene su motivación en una nueva versión de la idea del fundamento del mundo. La idea autorizada de la organización original de mundo basada en el orden de la Creación es reemplazada por la autoorganización del mundo por medio de la praxis humana. Las consecuencias de este cambio para la concepción de la luz son trascendentales. Si, en la ontología occidental antigua –que a este respecto apenas difiere de la metafísica oriental–, Dios, el mundo y el alma se muestran como luz que se manifiesta o revela, la razón neo-europea se centra en su propia acción iluminadora. De ese modo, la luz (como el intelecto y la acción) es desontologizada; se convierte en medio e instrumento de una praxis que se procura ella sola una clarificación suficiente. «Ilustración» es el proceso en que la razón moderna se esfuerza por llevar la luz a las relaciones sociales y naturales. Podría decirse que la luz es activada y empleada como sonda para penetrar tecnológica y políticamente en el mundo. El hábito ontológico-religioso de la devoción participativa ante el misterio se transforma en voluntad de desmitificación y desenmascaramiento. El suelo común de la política y la técnica modernas es el motivo que todo lo impregna de llevar luz a lo antes oscuro u oscurecido. La era de la Ilustración es la de la luz penetrante. Los intelectuales sacerdotales privilegiados ya no podrán conducir a nadie, esgrimiendo una idea superior, a otro ámbito que el de la luz. Por eso serán los enemigos de las luces hombres públicamente expuestos, la política secreta será reemplazada por la política de la transparencia, los motivos

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