El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk Los Caprichos

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del siècle des lumières. Faroleros y filósofos, ingenieros y psicólogos, periodistas y cirujanos, detectives y astrofísicos, participarán todos en aquella gran coalición dedicada a la iluminación implacable de todas las cosas en que se ve reflejada la modernidad industrial, eléctrica y electrónica. Los partisanos de la campaña democrático-tecnocrática de la luz reconocerán a sus adversarios naturales en los defensores de las relaciones premodernas –los «oscurantistas» y simpatizantes de la pretérita era agraria con sus luces sobrenaturales y sus privilegiadas iluminaciones–. La luz «luciferina» de la emancipada actividad autónoma que en la modernidad consolidó su absoluto predominio no podía tolerar que a su lado hubiera otra fuente de luz –sobre todo una «fuente de arriba».

      Iluminación artificial – crepúsculo posmoderno

      También la luz de la Ilustración tiene experiencias con su sombra. Es característico de la experiencia personal de las personas modernas que la ilustración y el progreso no sólo les hagan ver el mundo más claro, sino también más penumbroso. El proceso de aprendizaje político de los siglos XIX y XX acarreó en la civilización del optimismo ilustrado un viraje hacia el pesimismo histórico. La mayoría de los comentaristas que han intentado hacer balance de los doscientos años de política y técnica «ilustrada», descubren la necesidad de una «aclaración de la Ilustración» o una crítica de la razón ilustrada. Uno de los motivos más convincentes de lo que comúnmente se llama posmodernismo es esta investigación retrospectiva de las consecuencias de la Ilustración[7]. La reflexión en el crespúsculo vespertino de un gran experimento. La combinación de poder soviético y electricidad no condujo a un amanecer rojo para toda la humanidad ni a un día radiante para los participantes en el gran experimento socialista, sino que trajo consigo un ensombrecimiento de las perspectivas de vida de casi todas las partes interesadas. De la síntesis de capitalismo de mercado y Estado del bienestar, que caracteriza al way of life de las «ilustradas» naciones occidentales industrializadas, no brotó ningún estado de satisfacción general, sino una cultura de la ambigüedad malhumorada que parece haber perdido las grandes perspectivas y proyecciones. Sobre las sociedades basadas en el consumo y el trabajo cae la luz mortecina de la ausencia poshistórica de perspectivas. La época ya no articula su conciencia de la luz con masivos símbolos solares, sino con discretas composiciones de fuentes luminosas artificiales, como focos y reflectores. Con el alto nivel de tecnología de la luz artificial se extiende una conciencia universal de perspectivas confusas y desconciertos que, sin embargo, ocasionalmente se las llama «nuevas». Esta etiqueta delata el desengaño de la Ilustración ante el incumplimiento de sus promesas ópticas. La complejidad inextricable del mundo revela la crisis de aquella racionalidad panóptica con la que la moderna Ilustración se presentaba como heredera pragmática de la vieja metafísica europea de la luz. Una mirada retrospectiva a la historia del idealismo óptico –en sus formas tanto religiosas como políticas– nos permite ver que, entretanto, todo el hemisferio occidentalizado del mundo ha pasado a ser un «Abend»-land, un mundo crepuscular.

      La última luz

      ¿Podemos esperar, como reacción al malestar del crepúsculo, un retorno posmoderno de las religiones de la luz? Hay ciertos indicios. En primer lugar, las actuales ofensivas mundiales de las religiones monoteístas tienen todos los caracteres de una restauración de la luz metafísica, con vistas panópticas al gran Todo y certezas cosmo-«visivas» que parecen ejercer una atracción que no podemos subestimar entre las masas labilizadas de los tres «mundos». Por otra parte, de los impulsos especulativos de la ciencia moderna brota una multitud de sugerentes modelos cosmovisivos de condición evolutiva en los que vuelven a entrar en escena ideas mutantes de la metafísica de la luz. El comienzo de esta tendencia lo marcaron a mediados del siglo XX las ideas del jesuita heterodoxo Teilhard de Chardin, que combinó motivos propios de la metafísica de la luz con otros cosmológicos y cristológicos en una visión escatológica de dimensiones dantescas. Según él, el entero proceso del mundo se encamina hacia una iluminación total de todos los seres. En el marco de la moderna ciencia hipernatural, parecen retornar al cosmos ideas de la gnosis anticosmista. Esto caracteriza, por ejemplo, al sistema del científico de la naturaleza y de la conciencia Arthur Young, quien, en The Reflexive Universe (1976), ve en el presente el vértice inferior de la curva que ha descrito la evolución de la luz. Tras el descenso de la luz al mundo de las partículas y las moléculas, al reino vegetal, al reino animal y al reino humano, dicha curva ha alcanzado el punto desde el cual podemos suponer que volverá a ascender para retornar a la luz. Con este modelo del vértice o del arco de la evolución, Young copia de una manera antes sintomática que original las doctrinas emanatistas de la Antigüedad tardía, según las cuales el cosmos se formó por emanaciones del Uno. Ideas asiáticas y europeas medievales sobre la «iluminación» como meta última del alma reaparecen en versiones científicas, en su mayoría con elementos de la teoría evolucionista. Los nuevos evolucionistas de la re-ascensión de la luz presentan como algo probable que la humanidad, cuyo statu quo debe entenderse como resultado interino de la evolución cósmica después de una inicial catástrofe hiperluminosa (big bang), culmine, a través de futuros grandes arcos, en una iluminación universal. Con esta clase de ideas que combinan evolución e iluminación se ha hecho célebre un autor como Ken Wilber (por ejemplo, con su libro Up From Eden, 1987[8]). Allí donde este tipo de especulaciones ejerció una influencia social, como en ciertas subculturas californianas, se proclamó una nueva era de la luz o Light-Age con resonancias en determinados círculos de la neosofística y la filosofía doctrinaria centroeuropeas.

      Las viejas preguntas por lo que al final de la historia veremos son también importantes, bien que con diversos acentos, para la humanidad moderna. ¿No será la visión última otra cosa que el eterno parpadeo de los últimos seres humanos que miran el sol del crepúsculo? ¿Es como la experiencia de los mortales según el Libro tibetano de los muertos, que habla de una transición a la luz blanca de la extinción? ¿O es la última visión de un cegador huracán de luz nuclear cual realización tecnológica del tránsito místico a la luz? Si es cierto que nada hay en la tecnología que no haya estado ya presente en la metafísica, una humanidad previamente formada en la metafísica de la luz tendrá en perspectiva la posibilidad de contemplar finalmente una gran luz –«más brillante que cien soles»– creada por ella misma. ¿O la esencia del proceso de civilización es someter la visión final de todas las cosas a constantes aplazamientos? La diferencia entre visiones últimas y penúltimas carecerá de sentido si el mundo está abierto a los ojos de los artistas. «El ojo realiza el milagro de abrirle al alma lo que el alma no es, el mundo radiante de las cosas y su Dios, el Sol»[9].

      Iluminación en la caja negra. Sobre la historia de la opacidad

      La historia del pensamiento radical, o pensamiento enfocado a los orígenes, que surgió de la filosofía, sólo reconoce dos puntos de partida del pensamiento, a los que llamaremos blanco y negro. En el punto de partida blanco asumimos muchas cosas, tantas como nos sea posible, tendencialmente todas, y en el punto de partida negro las menos posibles, y en el límite, ninguna. Quien prefiere el blanco, apuesta por la apertura del mundo, se deja guiar por la certeza de que, si mantenemos los ojos abierto, siempre se nos mostrará el universo relevante en su totalidad autosuficiente. Esto corresponde a la forma de entender el mundo en el modo olímpico; se comprende que este modo aparezca en la historia de la inteligencia en una etapa relativamente tardía, pues da por sentado que los hombres pueden concebir un Dios que ni trabaja ni interviene; es el célebre Dios de los filósofos, que bajo el nombre clave de «observador» adquiere hoy relativo predicamento entre el público interesado por la ciencia. La mejor manera de describir su relación con el mundo es la iluminación en la caja blanca. Para entender esto, aconsejaría representarse al dios-padre Zeus, el inventor de la jovialidad, saliendo a la veranda del gran mirador de los dioses después de una siesta, con sus ojos bien abiertos, inspeccionándolo todo con ligero malhumor y abarcando su amplia mirada el archipiélago de las cosas. Tener esta visión general supone no advertir muchas cosas; y supone también estar conforme con todo tal como es. Aquí, el mundo es una

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