El imperativo estético. Peter Sloterdijk
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![El imperativo estético - Peter Sloterdijk El imperativo estético - Peter Sloterdijk Los Caprichos](/cover_pre617866.jpg)
Soy consciente de haber introducido aquí un concepto de caja negra que contradice el concepto usual que el psicólogo behaviorista B. F. Skinner hizo popular. Como es sabido, Skinner se propuso desterrar los llamados conceptos mentalistas de la psicología introspectiva, como los de voluntad, espontaneidad, libertad, interioridad, inteligencia y otros, del campo de una psicología puramente empírica, orientada a la conducta manifiesta, exigiendo que el objeto o el complejo de formas de conducta que la tradición había llamado alma, se entendiera como una caja negra en la que todo examen directo era tan imposible como carente de sentido. Skinner dijo haber tomado el término caja negra de la jerga de los soldados, que así llamaba a los objetos abandonados por el enemigo porque, pudiendo ser minas, en ninguna circunstancia debían abrirse y examinarse. En contraste con este concepto de caja negra, me he servido de otro diferente que posee ciertas notas de subjetividad e interioridad constantes, desde luego no del tipo de la chispa mística, sino como elementos de un programa endógeno o una idea fija que se repite y se impone, ajena a todo contexto, contra entornos cambiantes. Ejemplos típicos son aquí las máquinas inteligentes como las registradoras de datos de vuelo que portan las aeronaves, y a las que ahora se llama también cajas negras; se conocen casos en los que, después de una catástrofe aérea, sólo se busca la caja negra, como si fuese la única alma superviviente de las que había a bordo capaz de proporcionar información sobre las causas del siniestro. Esto presupone que una caja negra está construida para funcionar a la vez como un escáner del entorno –algo así como un observador y memorizador de parámetros de vuelo– y una unidad independiente de todo contexto. Mientras que los seres humanos salen, al estrellarse el avión, de su continuum biológico, las cajas negras no son sensibles a los súbitos cambios de altitud, pues están diseñadas para registrar indolentes la diferencia entre aterrizar y estrellarse. Se puede sospechar que, en la actual revolución técnica, cada vez más personas sienten el deseo de convertirse ellas mismas en cajas negras inmortales; las religiones de caja blanca se desvanecen poco a poco porque tienen por condición un hombre demasiado vulnerable, demasiado pasivo, ontológicamente masoquista. Mientras poco a poco parece darse en la caja blanca una primacía de la percepción sobre la acción –esto es la normalidad fenomenológica–, en la caja negra adquiere absoluta primacía la propia operación sobre la relación con el mundo en torno; esta es la situación estándar de la tecnología o la función sistémica.
Los dos tipos de caja engranan constantemente en la experiencia cotidiana del mundo. Cuando se ve el mundo como caja blanca, domina el prejuicio de la apertura y la transparencia, en el caso ideal el mundo blanco es un espacio sin secretos; habrá en él sombras, pero nada inconsciente, ningún reverso que permanezca en la oscuridad. Se cree conocerlo, hay un sentimiento de seguridad en la claridad, y lo que actualmente no está en el campo de visión, es en principio visible, aunque no haya por el momento ningún observador. El mundo blanco da motivo para una serenidad epistemológica omniabarcadora, porque, en ella, ser y presencia convergen. Pero esta apertura de las cosas es en todo momento saboteada por la experiencia cotidiana. Pues también en el mundo contemplado con prejuicios blancos emergen cajas negras que contrastan cual perturbadoras manchas con el claro fondo. Con su existencia, o, más bien, con su prominencia –su destacarse y sobresalir–, nuestro sentimiento de caja blanca se enturbia, y, si contemplamos toda la esfera abierta, comprobamos que existen lugares críticos con algo esencial en lo que nuestra mirada no puede penetrar. La cotidianidad cognitiva del Homo sapiens es, en general, un entramado y una yuxtaposición de objetos abiertos y cerrados, y donde esta evidencia es reconocida como una realidad abierta y obvia, se asienta en la balanza el axioma fenomenológico de la primacía de lo familiar sobre lo no familiar –el mundo es todo con lo que en última instancia estamos familiarizados–. Sólo en épocas patológicas se impone lo no familiar, y esto puede llegar al extremo de que las cajas negras nublen el mundo en general y parezcan toto genere impenetrables. Los historiadores de las ideas saben de épocas marcadas de forma predominante por tales impresiones sobre el mundo; pensemos especialmente en la Antigüedad tardía, en la que las gentes percibían la máquina imperial como una estructura extraña, y en el mundo actual, donde grandes poblaciones tienen la sensación de vivir en un lugar de tránsito de innovaciones. Por algo son la Antigüedad tardía y la modernidad las dos grandes épocas dominadas por teorías gnósticas del exilio; tiempos en que las gentes hacen declaraciones sobre su desplazamiento en el mundo.
Pero la omnipresencia de cajas negras no es tanto cosa de sentimientos sobre la vida como de estrategias del conocimiento. Pues la caja negra fuerza a sus observadores y a sus semejantes a pasar de comprender a manipular exteriormente. Allí donde el mundo está saturado de cajas negras, el optimismo fenomenológico, que da por sentado que las cosas se explican sólo por su apariencia, se halla minado. Cuando la caja negra salta a la vista, el entendimiento se ve frente a un límite. Encontrar por doquier cajas negras supone el completo fracaso de nuestro entendimiento. Las cajas oscuras nos incomodan por tener que intuir que su interior es completamente diferente de su superficie. En ellas, el ser de lo aparente nos da la espalda.
Esta misma experiencia –la incomodidad del intelecto ante la caja negra exterior– tiene su propia historia. Es la historia del intelecto incapaz de entender, una historia que se bifurca en dos ramas: la historia de la resignación de la inteligencia a la vista de lo opaco y la historia de la invasión de los investigadores que reaccionan a la humillación que el límite inflige al entendimiento con un contraataque cognitivo. En lo que sigue intentaré fundamentar la tesis de que el proceso de la modernidad ya no puede interpretarse, por su resultado, como ilustración, es decir, crecimiento de la transparencia; más bien conduce a situaciones en las que el mundo circundante nos envuelve, más que en cualquier forma de cultura primitiva, en un agregado de cajas negras producidas fuera de él. Caracterizaré este proceso a grandes rasgos como historia cultural de lo opaco. Ella ilustra el proceso de la inteligencia en trato con elementos no transparentes en cinco figuras típicas: nombro la sepultura, el cuerpo, el libro, la burocracia y la máquina compleja. Si en esta serie se observa una progresiva aproximación al mundo de la vida, o, mejor, al mundo de las cajas de la modernidad, será un efecto accidental, aunque no indeseable.
1. Sin duda, sigue siendo la sepultura para los hombres de la modernidad un representante sugestivo, aunque anticuado, del principio de la caja negra. Además, los féretros modernos son ejemplo máximo de aquello en cuyo interior no miramos; no lo hacemos porque, por un lado, el motivo del descanso eterno infunde cierto respeto, y, por otro, estamos convencidos de que el féretro sepultado no contiene información alguna para nadie –excepto para unos pocos criminólogos o en el caso de las exhumaciones de motivación política–. La moderna caja mortuoria es una caja negra sin interés, como si estuviese vacía; en ella no hay un sujeto operativo cuya actividad pueda salir de la oscuridad e intervenir en nuestra esfera. Este convencimiento de que el féretro es una caja vacía hubo de adquirirse en un proceso cultural largo; pertenece al núcleo duro de lo que aún hoy se entiende,