Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina. Pablo González Casanova
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Tomar así como “punto de partida la explotación”[19], analizar la sociedad en clases que guardan relaciones de explotación —la burguesía y el proletariado—; considerar el Estado como un instrumento de estas relaciones y como “un órgano de dominio de la burguesía”; abandonar la idea de “condenar” las desigualdades para explicarlas por la explotación, para explicar la explotación; descubrir las luchas concretas de valores concretos —como luchas de clases— y determinar “su programa: que consiste en la adhesión en esta lucha del proletariado contra la burguesía”[20], hace de la relación de explotación simultáneamente la realidad constitutiva epistemológica e histórica, natural y política más profunda de una sociología científica que asume concretamente los valores de la Edad moderna y que identifica los antivalores, la realidad, en la sociedad de mercado, en el materialismo de las relaciones humanas, y en el egoísmo histórico de las relaciones del hombre que tienen como base la propiedad privada de los medios de producción.
De todos estos conceptos, en ocasiones difíciles de captar por la cortina que interponen los esquemas o los prejuicios, el más difícil realmente es el primero, el que hace que el hombre no pueda ser concebido independientemente de una determinada relación social, que no sólo es cotidiana, diaria, sino fundamental y que es el tipo de relación que guarda en el trabajo y en la producción. Cuando se entiende este punto y no se deja cabida a otros conceptos —en que aparecen los hombres ligados antes que entre sí a cualquier otra entidad— surge una línea de razonamiento que constituye un trastorno en el terreno del conocimiento y de los valores.
El análisis de la relación social determinada o de la relación de explotación apunta también a una serie de valores, y de hecho con ella se vinculan los valores de la igualdad, la libertad y el progreso; pero de un modo sui generis y demasiado próximo o cotidiano como para que sea comprendido con facilidad.
Ni la igualdad ni la libertad ni el progreso son valores que estén más allá de la explotación, sino características o propiedades de ésta.[21] En efecto, junto con la desigualdad, el poder y el desarrollo son parte de la unidad que forma la relación de explotación. En esas condiciones, el análisis de la desigualdad aparece indisolublemente vinculado a la relación social determinada de los explotadores y los explotados, a la relación entre los propietarios y los proletarios; y todas las características con que se mide la desigualdad —que caen bajo la categoría primitiva de riqueza— quedan ligadas a la relación: el capital-dinero, la técnica, la industria, los ingresos, el consumo, los servicios. Del mismo modo están ligadas con la relación de explotación las características que quedan bajo la categoría primitiva del poder; los soberanos y súbditos, los gobernantes y gobernados, las élites y las masas, los países independientes y dependientes. Otro tanto ocurre con las nociones del progreso, el desarrollo, el desenvolvimiento. Cualquiera de estas características o conceptos se entiende sólo cuando se vincula a la relación de explotación, y cualquier problema sobre ellos, cualquier pregunta que intente ser respondida en forma concreta y comprehensiva se tiene que vincular a la relación. El porqué de la desigualdad se explica por la relación entre los propietarios y no propietarios, el para qué del poder, el desarrollo para quién. Pero entonces la desigualdad no aparece como un fenómeno natural o individual o metafísico, sino como un fenómeno ligado a la explotación, y concretamente a la relación social determinada entre los propietarios de los medios de producción y los no propietarios. Las relaciones de fuerza y poder —la libertad y falta de libertad— no aparecen tampoco como fenómenos naturales o individuales o metafísicos, sino como fenómenos históricos ligados a la relación social de explotación entre propietarios y desposeídos; el progreso tampoco aparece como fenómeno natural o individual o metafísico, sino como un fenómeno vinculado a la relación de explotación, a las clases que a lo largo de la historia se benefician de él, se lo arrebatan.
Entonces un valor que está en la base de los anteriores, que es el de la justicia, ya no aparece tampoco como natural, individual o metafísico, ni como un problema de redistribución de la riqueza o el poder, sino ligado a un fenómeno diario y cotidiano: la imposibilidad de que existiendo la relación de explotación y la propiedad privada de los medios de producción haya justicia, libertad o igualdad, o desarrollo que no estén limitados por la relación, por la explotación, siempre presente y recurrente como la petite phrase de Swann.
El descubrimiento de la relación humana de la explotación por el marxismo causa tal desagrado e incertidumbre en el hombre burgués —que no existe ni es sin el proletario— como el descubrimiento del Ego y la Mónada, la Voluntad general y el Interés general, le causaron placer y fueron fuente de su seguridad intelectual y política, a partir de Descartes, Leibniz, Rousseau, Helvétius o Smith.
El descubrimiento de la relación social determinada es algo así como la caída del Ego, y es rechazada por la conciencia de uno de los términos de la relación —el propietario, con toda su cultura y tradición filosófica y científica— como lo cotidiano desagradable, como la parte sobre la que el Ego no quiere pensar y que el burgués hace, indisolublemente, en forma diaria, con el proletario. Esta reacción de rechazo, particularmente dramática, genera una racionalización en el pensamiento y la ciencia del propietario que construye enormes y complejos edificios intelectuales, recogiendo, cultivando o revisando los de otras culturas, y añadiendo cuanto descubrimiento técnico y científico surge en el desarrollo de la sociedad capitalista. Pero lo que es drama para la conciencia burguesa corresponde a un júbilo equivalente en el pensamiento revolucionario, que escoge la relación social determinada y la asume, la aprehende como entidad constitutiva de la realidad histórica y social, y de las ciencias humanas.
Nacen entonces una serie de problemas que dificultan la nueva investigación científica. Desde luego estos problemas no provienen de una vinculación con “valores” que distinga la investigación de la explotación por anticientífica, respecto de la investigación positivista y empirista. Tan ligada está a valores una como la otra. Pero el tipo de valores que encierra la investigación de la explotación, la forma en que concibe a la humanidad y a la sociedad actuales e ideales, no sólo son radicalmente distintos de la conceptualización burguesa —por más profundos que sean en su explicación de lo cotidiano— sino distintos de una copiosa cultura metafísica.
De un lado, en su oposición a los intereses creados, el nuevo pensamiento encuentra una resistencia que sólo podrá romper mediante la lucha; pero no es ése su obstáculo más característico, ni el que más lo distingue de otros movimientos intelectuales, incluidos los de la burguesía en su época revolucionaria. El problema principal es que sus categorías no tienen la tradición, y sus investigadores suelen perderlas para volver a la sólida y recurrente cultura metafísica, mientras encuentran un vacío de datos y técnicas, que hacen particularmente ardua la tarea. En fin, los datos necesarios para el análisis de la explotación no están publicados, o están registrados en forma incompleta, o agrupados y agregados a modo que desaparezca el valor científico de los mismos para los propósitos de la nueva investigación; en ello hay un trasfondo no sólo político, sino también metafísico, que se encuentra en las técnicas tradicionales de investigación de la historia, de la economía, de la sociología y hasta de la matemática y la estadística social, con sustratos ontológicos