Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina. Pablo González Casanova

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Explotación, colonialismo y lucha por la democracia en América Latina - Pablo González Casanova Inter Pares

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concepto de desarrollo económico —en cualquiera de sus definiciones liberales y empiristas— está íntimamente vinculado a la idea de un movimiento que va en “una dirección deseada”, a la de un cambio continuado “hacia algo mejor”. Y ésta es también la característica de un concepto más antiguo, el de progreso, que si bien tiene antecedentes en Luciano —como progreso técnico— o en San Agustín —como progreso de la industria humana, que permite mejorar en formas acumulativas “la casa y el vestido”—, encuentra su verdadero origen en el siglo ilustrado y en la sociedad capitalista.[15]

      Es bien conocida la noción cíclica de la historia que caracterizaba el pensamiento griego —todos vivimos antes y también después de Troya—, y que niega la de progreso; o la falta de “esperanza” de los pueblos bárbaros a que se refiere san Pablo, que piensan que la vida no les depara sino lo mismo que siempre les ha deparado y que no hay nada más —y que no es progreso—, o la esperanza en una salvación en el más allá del cristianismo, que no es progreso terreno, o las ideas judaicas de la “Nueva Jerusalén” y el Reino de Dios en la Tierra, que implican la noción de lucha y apocalipsis, de “destrucción del orden”, y están más emparentadas con el concepto revolución que con el de un movimiento o cambio continuado y pacífico hacia algo mejor, característico del concepto progreso.

      La idea de progreso en la sociedad capitalista es distinta de la visión histórica de los griegos —cíclica—, de la cristiana-israelí —revolucionaria y apocalíptica—, o de la cristiana medieval, escatológica y ultraterrena. La idea de progreso del liberalismo se refiere, por el contrario, a una mejoría acumulativa, inevitable, que “sólo una catástrofe puede impedir” (Condorcet); “que es un perpetuo ir más allá y que al mismo tiempo es una perpetua conservación” —como dice Croce refiriéndose al romanticismo alemán—, y que corresponde a una etapa de la historia humana, que se inicia con el nacimiento del mundo burgués y se dirige hacia una mayor riqueza y una mayor igualdad.

      La idea de progreso en la Edad moderna corresponde a “la línea ascendente del desarrollo científico y tecnológico” (Mannheim) que se extrapola al resto de la sociedad y a los valores económicos, políticos y culturales. La aplicación a los fenómenos sociales de la ecuación del tipo Y = a + bX —en la que X es la variable independiente, Y el valor de la tendencia de la variable dependiente; a y b las constantes que no cambian una vez que se determinan sus valores matemáticos— es inconcebible sin el sustrato de los valores morales del progreso. Otro tanto ocurre con el análisis dinámico de las medidas de desigualdad, desde la desviación media hasta el índice de Gini, que, aplicadas al subconjunto de los países metropolitanos, registran un creciente progreso en la distribución, de donde se pasa a inferir —en formas carentes de todo rigor matemático—, que el proceso distributivo será semejante en el conjunto universal. En fin, la medición de la movilidad y la movilización mediante los más distintos índices y escalas constituye la expresión matemática de una idea que supone la combinación de valores tales como la libertad, la igualdad y el progreso, considerados como fenómenos característicos del individuo que progresa, participa, se iguala, es más libre.

      Sin duda el concepto de desarrollo destaca un fenómeno distinto del concepto de disimetría y desigualdad, al enmarcar a éstos en un tiempo semidinámico, en que las constantes no cambian una vez que se determinan sus valores; en que se postula que b es superior a cero, en que se piensa que las desigualdades tienden a disminuir y las disimetrías a desaparecer. Todos estos análisis encierran en su base el extraordinario desarrollo científico y tecnológico que ocurre en algunas regiones del mundo durante el periodo capitalista; pero tanto los análisis válidos como las extrapolaciones ilegítimas se fundan en valores morales y políticos.

      Los límites en la validez del análisis se perciben cuando la ecuación no logra ajustar una realidad más compleja, cuando se estratifica el universo —social o histórico— y aparecen otras curvas, cuando se repara en el hecho de que las generalizaciones sobre el progreso, la igualdad y la libertad crecientes, se basan en muestras sesgadas o predispuestas, no representativas del universo al que se refieren, y en que no se toman ni las precauciones probabilísticas utilizadas para este tipo de inferencias, ni siquiera la precaución mínima de las técnicas de réplica. Pero incluso en el supuesto de que se tomaran todas las precauciones que aconseja el desarrollo de las ciencias sociales, el estudio más riguroso y “sofisticado” de cualquier “hipótesis de generalización” sobre las distribuciones, asimetrías y tendencias lineales de los fenómenos sociales supone la existencia histórica y gnoseológica de los valores de igualdad, libertad y progreso y es siempre la expresión técnica y matemática de los mismos.

      Lo que es más, el empirismo social no es menos científico porque esté relacionado con valores morales, o porque haga hincapié en la medición de valores matemáticos, ni porque la medición de los valores sea precisamente una expresión o manipulación, con símbolos matemáticos, de los valores morales que postula, sino porque recubre un ámbito superficial del disgusto, frente a una realidad —el sistema social— que se acepta como totalmente dada, que no se postula como histórica, sino sólo como susceptible de perfeccionamiento, de cambios destinados a atenuar, disminuir e incluso acabar con las desigualdades y las disimetrías que lo caracterizan, manteniendo siempre el sistema social como sistema natural, sin alternativa moral ni término histórico.

      La falta de rigor científico del empirismo proviene de renunciar al estudio de sus valores y, paradójicamente, consiste en afirmar que el sistema social es natural y que los valores que niegan al sistema no son naturales. El empirismo es así menos científico y más ideológico en tanto más renuncia al estudio científico de sus propios valores, en tanto más los relega a un orden extracientífico, asumiéndolos sólo en parte, sólo en tanto sus análisis no afectan al sistema mismo. No deja de usarlos, como hemos visto; los usa y los analiza, pero con límites, y su racionalización o ideología no consiste en que los use, sino en que no los analiza cabalmente como fenómenos históricos y sociales, como categorías y símbolos cualitativos o cuantitativos insertos en un sistema social igualmente susceptible de un análisis científico, en que lo natural es que el sistema sea histórico, esto es, en que lo natural es que el sistema genere valores y fuerzas que lo rechazan como sistema y como entidad metafísica o metahistórica, o metaempírica.

      La superficialidad del empirismo consiste en no ir más al fondo de las cosas; en tener por “constante” al sistema, en detenerse ante los patronos y la propiedad. Esta superficialidad le provoca una frustración científica y moral que resuelve renunciando a asumir los valores morales como el trasfondo natural, histórico, de la ciencia social, y renunciando a registrar la realidad científica del sistema como el trasfondo de la moral y la política.

      Así, el empirismo, por muy científico y técnico que sea su lenguaje, se detiene al borde de la realidad histórica y de la interpretación de lo cotidiano, no resuelve los supuestos sociales de sus propios valores morales, analiza la realidad de las desigualdades, la falta de libertad, las injusticias, en formas parciales, que se sostienen sólo en algunos momentos, con modas científicas que pasan y reniegan de sí mismas, en un despliegue formidable de frivolidad intelectual, hasta que, en las crisis, muchos de sus autores rechazan el racionalismo y los valores libertarios e igualitarios para acogerse abiertamente a la injusticia y a la ideología fascista-tecnocrática.

      En ese momento se da la máxima renuncia moral del empirismo y, también, la máxima renuncia científica.

      En cualquier caso, con los conceptos de desigualdad, asimetría, progreso, se ha hecho sociología en un ambiente científico, inconcebible sin los “dogmas” de la igualdad y la libertad crecientes. Desde este punto de vista es evidente así, que no se puede negar la posibilidad de una sociología de la explotación con el supuesto de que ésta quedaría automáticamente en la órbita de los valores, impropios de la ciencia positiva. El problema, pues, que queda por esbozar, consiste en precisar en qué forma una sociología de la explotación

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