Dásele licencia y privilegio. Fernando Bouza

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Dásele licencia y privilegio - Fernando Bouza Los Caprichos

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demasiados escrúpulos a la hora de presentar los memoriales de licencia y privilegio de obras que iban a ser impresas a su costa. Ahora se puede asegurar que el texto del presentado en 1604 para ese «libro llamado El yngenioso hidalgo de la mancha compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra» no es un autógrafo de su autor, sino que fue escrito por Francisco de Robles, conclusión a la que llegaron en su día tanto Francisco Rico como Ian Michael.

      Tras haberlo considerado de mano de Cervantes al dar la primera noticia de su hallazgo, ahora me encuentro en disposición de corroborar, también gracias a los expedientes de las escribanías de cámara, que fue compuesto por la misma mano que escribió otros dos memoriales firmados, éstos sí, por Francisco de Robles. De un lado, el memorial cervantino de 1604 ha de compararse con un segundo, de 1606, en el que el librero pide al Consejo que se le paguen las cantidades que se le deben por «quinientas instrucciones para los pósitos de pan de registro que se avía de traer a esta corte» y por la impresión de la «cédula de la moneda de bellón»[23]. La semejanza entre ambos memoriales, de 1604 y 1606, permite conjeturar que el texto del primero no es autógrafo de Miguel de Cervantes. De otro lado, la comparación con un tercer memorial, ahora de 1612, por el que Robles suplica que se le abonen los gastos de im-presión y papel de «dos autos del consejo, el uno de los reales sençillos, el otro de los roperos»[24] revela una casi completa similitud gráfica, con lo que se puede concluir que los tres memoriales son de mano de Francisco de Robles[25] [véanse imágenes 1, 7 y 8].

      Los expedientes de cámara manifiestan de manera harto elocuente las particulares circunstancias en las que se enmarcaba la autoría personal altomoderna, reflejando la importancia capital que en el proceso editorial tuvieron los cesionarios y costeadores que habían comprado o tenían en su poder libros y que, así, actuaban ante el Consejo de Castilla como verdaderos propietarios de los textos.

      Por ello, los nombres de impresores y mercaderes de libros menudean en los expedientes de escribanías de cámara del Consejo, como ya hemos visto y no dejaremos de ver a lo largo de todo este volumen. Los ejemplos son numerosos. En 1612, Andrés Sánchez de Ezpeleta actuaba ante el Consejo de Castilla porque «tengo en mi poder unos romances de la muerte de la sereníssima reyna doña Margarita de Austria compuestos por el Padre fray Alonso Méndez Sotomayor predicador en esta corte» y, en consecuencia, era él quien pedía la licencia para imprimirlos y no el padre agustino[26]. Siete años más tarde, Cristiano Bernabé elevaba un memorial indicando que había comprado la licencia y el privilegio que tenía Juan Dorado, de Murcia, para imprimir y vender las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita[27]. Y, en 1652, el mercader de libros Juan de Valdés pedía la preceptiva licencia para un libro de varios romances y poesías que le había vendido Álvaro Cubillo de Aragón y que publicaría a su costa dos años después como El enano de las musas[28].

      Esto por no entrar en el papel que mercaderes de libros e impresores tuvieron en la solicitud de licencias para obras ya publicadas con anterioridad o, en términos generales, en el negocio editorial, hasta convertirse, como se sabe, en agentes primordiales del comercio literario impreso en el Siglo de Oro. Así, la licencia para Castilla de las Consideraciones devotas del jesuita Fulvio Androzzi fue pedida en 1614 por Luis Sánchez, quien declara que la obra, aparecida primero en Bruselas, había venido «a mi poder», terminando por imprimirse en su imprenta madrileña en traducción de Pedro Martínez[29]. Es el mercader de libros Alonso Pérez y no su autor quien solicita la tasa de una Arcadia de Lope en 1620[30]. Y, en suma, son libreros quienes se ocupan de renovar la oferta editorial castellana, proponiendo, por ejemplo, la entrada de las comedias de los cuatro poetas valencianos, como hace Antonio García en 1613[31], o la publicación de sólo «algunas partes» del «Romancero general donde tiene las catorce partes» que pretendió Bartolomé Gómez en 1621[32].

      En los expedientes de cámara se pueden ir rastreando las estrategias comerciales de estos costeadores de libros, quienes parecen haber estado siempre al acecho para, por ejemplo, solicitar licencia nueva para obras demandadas cuyo privilegio hubiera pasado, es decir, se hubiera cumplido[33]. Por ejemplo, en 1616, el mercader de libros Pedro Lozano se apresuró a pedir licencia para las «Notas de escribanos» de Diego de Ribera, cuyo privilegio, que poseía Francisco de Robles, «se ha pasado»[34]. Años más tarde, en 1642, ese formidable agente del mercado editorial que fue Pedro Coello pretendía hacer lo mismo con el Examen y práctica de escribanos recopilados por Diego González de Villarroel cuyo privilegio de 1631 había terminado[35].

      Este célebre escribano de cámara estuvo metido, a su manera, en el negocio de los libros al menos desde ese año, cuando obtuvo licencia para imprimir esta utilísima recopilación de modelos documentales que los escribanos deberían emplear en el ejercicio cotidiano de su oficio y que, además, les permitiría superar el examen preceptivo al que les sometía el Consejo antes de su nombramiento. Villarroel no imprimía el Examen a su costa, sino que la impresión corría por cuenta de terceros y, así, la edición madrileña de 1641 salida de las prensas de María de Quiñones fue costeada por Francisco de Robles[36].

      Sería necesario, por cierto, analizar con mayor profundidad cuál fue el papel desempeñado en el negocio editorial por el Consejo de Castilla y, en general, por la administración regia, responsables de la emisión de un número formidable de textos de naturaleza legal[37]. En este sentido, merece la pena destacar que el único ejemplo de corrección de pruebas que hemos localizado en las series de escribanías de cámara corresponda, precisamente, a una Instrucción sobre el impuesto que se ha de cobrar a los franceses (Madrid, 9 de diciembre de 1638). La corrección afectaba tanto al texto como al título, debiendo enmendarse un fácil «Señarío» y un más conspicuo «assistir», éste por residir[38].

      Ya tuvimos ocasión de ver como el Francisco de Robles cervantino reclamaba al Consejo lo que se le debía por varias impresiones de instrucciones, cédulas y autos en 1606 y 1612, pero el librero parece haber estado relacionado con la publicación de disposiciones regias desde, al menos, 1593, cuando sucede a su padre Blas de Robles en cometidos semejantes[39]. Según los registros de Faustino Gil Ayuso, el año en el que se tramitaba la licencia y privilegio del Quijote, en su casa se vendían los Capítulos generales de las cortes de Madrid de 1592-1598, publicados en 1604, y varias pragmáticas dadas ese año, cuya licencia había sido, precisamente, para Juan Gallo de Andrada[40].

      El escribano de cámara que participó en la tramitación del Quijote en 1604 ya había sido beneficiado, entre otros, con el privilegio de los capítulos de las Cortes de Madrid que se imprimieron por Francisco Sánchez en 1584. Compartió entonces el privilegio, dado por ocho años, con Juan de Henestrosa y Juan Díaz de Mercado, que habían actuado como escribanos de cortes, vendiéndose los capítulos impresos en casa de Blas de Robles y Francisco López. Su segunda edición, a la que se añadieron los capítulos de las cortes de 1583-1585, salieron de las prensas de Querino Gerardo en 1588 y, una vez más, se vendían por los mismos libreros, habiendo concedido el Consejo su licencia precisamente a Blas de Robles[41]. La existencia de estos privilegios de impresión y otros similares nos recuerda que en el oficio de Juan Gallo de Andrada entraba pregonar las disposiciones reales para su definitiva publicación,

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