Historia secreta mapuche 2. Pedro Cayuqueo

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Historia secreta mapuche 2 - Pedro Cayuqueo

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repliegue”, apunta Lobos, basaba su éxito en la capacidad de los mapuche para elegir cómo y dónde emboscar a las tropas. Y ello, con el establecimiento de una bien comunicada y artillada línea de fuertes, tenía sus días contados.

      La vieja y tradicional forma mapuche de combatir podía anotarse una victoria... pero no ganar la guerra.

      Lo mismo evidenciaron los weichafe de Puelmapu que tras la muerte del gran toqui Juan Calfucura asediaban sin mayor éxito columnas expedicionarias y fortines desparramados por la pampa cordobesa y bonaerense.

      Fue el caso de Pincen Catrinao, el gran jefe mapuche de la pampa, bautizado en 1877 como el “azote del oeste” por el ministro de Guerra, Adolfo Alsina, ello en su Informe ante el Congreso de la Nación. “Indio indómito, jamás se someterá a no ser que por un golpe de fortuna nuestras fuerzas militares se apoderen de su familia”, agregaba el creador de la famosa zanja.

      La prensa de la época, mucho más directa que Alsina, prefería llamarlo “el terror de los fortines”. Eran apodos que el otrora aliado de Calfucura se había ganado y con creces.

      El 27 de junio de 1872 Pincén y sus weichafe habían dado muerte en batalla a una de las promesas de la nueva oficialidad del ejército, el comandante Estanislao Heredia, jefe del Regimiento 5.º de Caballería, muerto a lanzazos junto a cincuenta de sus hombres.

      En 1877 caería ante Pincén otro alto oficial argentino: el veterano jefe de la frontera al sur de Santa Fe, teniente coronel Saturnino Undabarrena, quien le plantó batalla cuando el jefe mapuche regresaba de un malón al interior de la provincia. Diez lanzazos se encontraron en el pecho del alto oficial. Yacía muerto junto a decenas de sus mejores hombres.

      Ese mismo año, el 10 de junio, Pincén había derrotado al mismísimo coronel Conrado Villegas, jefe de la Frontera Sur y dos años más tarde uno de los responsables junto a Roca de la Campaña del Desierto. Villegas fue emboscado por los guerreros mapuche en las cercanías del fortín Trenque Lauquen y se cuenta que esquivaba bolazos y lanzazos como un verdadero toro, armado solo con su sable y un revólver que pronto quedó sin munición.

      También se cuenta que por su coraje y valor en batalla Pincén le perdonó la vida, huyendo Villegas del terreno con una docena de lanzazos en el cuerpo. En los años posteriores, las molestias por las heridas de aquella jornada obligarían a menudo al célebre oficial a viajar a Buenos Aires para hacerse tratar.

      El mismo año de su salvada providencial, Villegas volvería a tener humillantes noticias de Pincén y sus guerreros. Se trató del robo de cincuenta y tres caballos blancos, la crema y nata de la caballería de Frontera, desde sus propias narices, el 21 de octubre de 1877.

      La acción, que dejó en ridículo al ejército, fue comandada por el lonko Cayuqueo y el capitanejo Neculcheo, ambos hombres de Pincén, quienes junto a un puñado de weichafe burlaron por completo la vigilancia del cuartel de Trenque Lauquén, donde se hallaban los corrales.

      La osada acción, una de las más célebres de toda la guerra y que la historiografía argentina recuerda como “los blancos de Villegas”, tendría sin embargo duras consecuencias: todos los involucrados, incluido mi valiente ancestro trasandino, caerían en combate con las tropas enviadas a recuperar los caballos y, sobre todo, a vengar la afrenta.

      Los weichafe fueron emboscados por las tropas de Villegas en unos médanos que se encuentran en el hoy partido de Tres Lomas, cincuenta kilómetros al sur de Trenque Lauquén, provincia de Buenos Aires. Lo que allí se vivió fue una verdadera carnicería. “No dejaron indio ni toldo en pie”, relata el secretario del general Roca, Dionisio Schoo Lastra, en su libro La lanza rota (1951).

      Schoo Lastra, autor también del clásico Los indios del desierto (1977), accedió al testimonio directo del propio Pincén, quien años más tarde —ya en libertad de su cautiverio en la isla-prisión Martín García— relató al capitán Pablo Vargas cómo sus guerreros habían planificado y ejecutado el audaz robo de los caballos. Y también el fatal destino de los involucrados.

      Ya lo he dicho: la guerra estaba cambiando.

      Hacia 1875, una partida de soldados argentinos bien armados y montados podía aniquilar a toda una toldería sin mayores sobresaltos. Ya no bastaba con el arrojo capaz de hazañas como aquella propinada al ego de Villegas. Pero en lo estratégico: ¿qué podía hacer la vieja lanza o la caballería mapuche frente al uso ya generalizado de modernas armas de fuego?

      Es lo que también se pregunta el historiador argentino Juan José Estévez, autor de Pincén, vida y leyenda (2011), la más completa biografía del lonko de la pampa. Comenta al respecto:

      Salvo raras excepciones, los aborígenes no tuvieron acceso a las armas de fuego como en Estados Unidos, donde existió el tráfico de los “comancheros”. Aquí no hubo grandes traficantes de armas. En nuestras pampas un rémington era muy valorado y todo aquel que se presentara en las tolderías con un fusil y balas podía quedarse, canjear el arma por ganado y formar una familia [...] En la comandancia de frontera norte al mando de Villegas se contaba con más de ochocientos fusiles, entre carabinas y rémington, y aproximadamente cien mil proyectiles [...] Los rémington no cesaban de vomitar muerte y los bravos lanceros llegaban acribillados a balazos hasta los mismos pechos de los milicos (Estévez, 2011:202).

      “De haber tenido los mapuche algunos rémington, Conrado Villegas de seguro habría muerto en manos de Pincén”, reflexiona en su obra el historiador trasandino. Pero sabemos que no los tuvo. Y tampoco los tuvieron aquellos lonkos que más tarde enfrentaron las expediciones de Roca y Urrutia, al menos no en grandes cantidades.

      Fue otra debilidad de las jefaturas mapuche: no contaban con el debido suministro de municiones para las escasas armas de fuego que lograban caer en su poder tras las batallas o bien para aquellas que obtenían en manos de soldados desertores. Ello pudo haber equilibrado la balanza.

      Así al menos lo demostraron los doscientos guerreros que el 19 de enero de 1881, liderados por el lonko Kewpü y armados con tralkas (fusiles), atacaron el fortín Guanacos, ubicado cerca de la margen derecha del río Neuquén y a doce leguas de Chos Malal. Allí perdieron la vida el alférez Eliseo Boerr —quien ejercía el mando de manera provisoria—, quince soldados argentinos y diecisiete civiles, siendo el fortín reducido a cenizas y todos sus caballos arreados.

      “Todo era escombros carbonizados... A juzgar por algunas vainas servidas que se encontraron, que no eran de Remington, se comprendía que los indios asaltantes llevaron armas de cierta precisión”, escribió al respecto el cadete Guillermo Pechmann, por entonces un “soldadito” de apenas diecisiete años destinado en Chos Malal y testigo de aquel suceso.

      Cuatro décadas más tarde, al final de su carrera y con el grado de teniente coronel, Pechmann publicaría el popular libro El campamento 1878. Allí narra con atractiva pluma los sucesos que vivió como oficial durante la invasión del territorio mapuche.

      Pero no sería fortín Guanacos el enfrentamiento más celebre donde los mapuche hicieron notar un inédito poder de fuego.

      Historiadores argentinos señalan que ello está reservado para el combate de Apële (o Apeleg), librado el 22 de febrero de 1883 entre las tropas de Conrado Villegas —bajo el mando del capitán Adolfo Drury— y los guerreros de los lonkos Inakayal, Foyel y Chagallo, al norte del río Senguer, en la precordillera de la actual provincia de Chubut.

      Según la versión oficial, aquel día el capitán Drury, al mando de cuarenta efectivos del Regimiento 7.º de Caballería, se trabó en combate contra “cientos” de mapuche-tehuelche sorprendidos

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