Gramática pura. Juan Fernando Hincapié

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Gramática pura - Juan Fernando Hincapié Índice

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qué había que hacer para obtener un pitillo.

      Lo único que obtuve fue un agresivo «What?», hasta que una mano tocó mi hombro.

      —Qué querés.

      —Un pitillo, quiero un pitillo.

      —¿Un qué?

      —Un pitillo —aunque casi digo ¡un pitillo, güevón, un pitillo!

      Siguió sin entender, razón por la cual ejecuté la mueca internacional de quien bebe líquido por medio de un pitillo.

      —Ah, una pajita, querés una pajita. Vení a la estación.

      Fue así como aprendí esa palabra, que da toda la sensación de ser la correcta. Lo único que aprendí del argentino. Faustino, la vez que salimos a comer cuando los eliminaron del campeonato de fútbol, más adelante en el tiempo, no fue capaz de pasarme una pajita. «Popote, Emilia, se dice popote», declaró a la par que yo lanzaba un suspiro.

      Pajita, pitillo, popote. Un caso parecido al de los zapatos para jugar al fútbol y al del color café, con denominaciones distintas en cada país hispanohablante.

      —Straw! —intentó enseñarme.

      —Estró —repetí yo.

      Para cuando acabamos la hamburguesa y fuimos por un par de helados, me dio la impresión de que Agustín había dejado de lado la celada que dio origen a esta escaramuza. Lo digo porque se comportó como un joven decente. Me contó cosas sobre su vida y su familia, yo hice lo mismo, pero, en realidad, cuando recuerdo este episodio apenas nos veo hablando desde lejos, como si hiciéramos parte de una película y después de enseñar un par de escenas llegaran a ésta, agradable, limpia, bonita, en que la cámara abandona lentamente.

      Sé que significó algo para mí, porque en los recorridos romántico-letárgicos que suelo emprender cuando tengo problemas para conciliar el sueño, el argentino siempre ocupa su lugar. Olvido a otros (siempre se me pasa el idiota de Gabriel Gutiérrez de Piñeres, por ejemplo), pero nunca a Agustín.

      Ya con más confianza, lo siguiente sucedió cuando nos íbamos, mientras yo vertía el contenido de mi bandeja en la basura, y él, atrás de mí, sin duda chequeándome, aguardaba para hacer lo mismo. Quedaron más que confirmados sus diecisiete años cuando tocó mi hombro y yo, sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, me volteé.

      —Dame un beso —ordenó y, sin esperar respuesta, se abalanzó sonriendo.

      Como la presa que se ve cercada, retrocedí, me moví a la derecha, esquivé. Fue inevitable que la bandeja junto con su contenido cayera en el bote de basura. Sonó de manera estridente. Los empleados y los pocos comensales voltearon a mirarnos. Yo caminé en dirección a la puerta de salida mientras Agustín anunciaba:

      —Sorry! She is Colombian!

      En el trayecto hacia su casa posó su mano en mi pierna de manera permanente. No la retiré, pero le daba palmadas cuando subía más de lo permitido. Cuando el carro se detuvo estábamos tomados de la mano. Nos besamos antes de entrar. Un beso intenso, húmedo, que yo no olvidaría en mucho tiempo. A quien primero conocí fue a su madre, que iba de salida, y entonces Agustín propuso ingresar a su habitación a ver un filme, que en honor a la verdad intenté observar hasta que resultó imposible lidiar con su testosterona. Seguimos besándonos, pero besos eran sólo la cuota inicial de lo que el argentino tenía en mente. En algún momento hasta su cosa me estrujó el costado. Intentó encaramarse. Tuve que ponerme de mal genio, hasta que comprendió que yo no era fácil (lo que sea que eso signifique), y finalmente salimos y cenamos con su madre, que ya había regresado con su esposo y su hijo mayor, quien en algún momento fue por la cámara fotográfica.

      Un amor, la madre de Agustín. El padre me pareció algo presuntuoso. El hermano era extraño de una forma que no despertaba en mí ningún interés.

      Sobre las diez de la noche, media hora más allá de mi toque de queda personal, Agustín me llevó a casa. Yo ya había tenido suficiente pero él seguía duro y dale con los besos y los toqueteos. Tuve que bajarme de mala manera, muerta de la vergüenza con Sharon y Wayne, quienes al parecer no lo notaron. En realidad, como una buena niña bogotana, nunca les di motivos de disgusto o preocupación.

      Verdaderamente me encanta la solemne traducción al español del vocablo curfew.

      Agustín, Agustín Facundo Casares, ¿qué será de ti, qué será de vos ahora, más de una década después? Te imagino todavía en Oklahoma, el rey de Oklahoma, el dandy de Oklahoma, una vida probablemente sin ninguna carencia, te ejercitarás un par de noches a la semana porque tienes unos kilos de más, no demasiados, sólo algunos; tendrás una mujer aria, agria y guapa, en forma y de pronto hasta instruida… No sé. Es casi seguro que tienes un par de niños lingüísticamente perdidos pero adorables. Tendrás un negocio de algo, me figuro, visitarás a tu madre los fines de semana y a tu hermano en la cárcel una vez al mes… Habrás ido un par de veces a la Argentina de vacaciones... Buenos Aires, Rosario, fotografías en los lugares paradigmáticos que ahora adornan con muy mal gusto la sala de tu casa: un campo de fútbol, el Obelisco, la Casa Rosada; no se si tengas dólares en abundancia, ni amigos en abundancia. ¿Te habrás topado con otra colombiana? ¿Seguirás frecuentándote con Faustino?

      En fin, Agustín, que no sé si te desee lo mejor, pero también sé que no lo necesitas.

      No mucho después de mi aventura en casa de los Casares, un sábado en la mañana, Agustín pasó por mí en su carro. Empotrada en el puesto del copiloto cual si fuera parte del asiento, la gringa Kirsten vestía una indecente minifalda que para nada correspondía con el clima. Para mi estupor, esa no fue la sorpresa principal que me aguardaba, pues cuando Kirsten inclinó su silla hacia adelante para que yo pudiera pasar (era un cupé), en el asiento de atrás, microscópico y sonriente, vistiendo los mismos jeans gastados y la misma camiseta blanca con las que seguramente había corrido por la frontera, estaba Faustino.

      —¡Emilia! —exclamó feliz.

      Cada tanto, en nuestro camino hacia el parque de diversiones, por el espejo retrovisor mi mirada se cruzaba con la de Agustín. Kirsten charlaba sobre cualquier cosa, Faustino miraba por la ventana. Al cabo de unos kilómetros nos detuvimos en una bomba de gasolina. Yo fui por un café; coincidí con Agustín cuando éste entró a pagar.

      —Mirá, linda…

      —No me tiene que explicar nada.

      El lugar se llamaba Frontier City. Yo ya había ido con otros estudiantes de intercambio a los pocos días de llegar a la ciudad. En esta ocasión, por tanto, sentía que tenía todas las potestades para liderar el grupo. Para cuando llegó el mediodía habíamos montado en casi todas las atracciones. A la mayoría nos subimos respetando la formación que se estableció en el carro: el argentino y la gringa adelante, Colombia y México en la silla de atrás. Sin embargo, en un par de rides (vocablo con el que se alude a cada una de las atracciones) se quebró lo establecido: niñas versus niños en unas, cambio de pareja en otras, incluso todos en el mismo vagón. Con todo, el lugar en donde yo me encontraba siempre daba la impresión de ser el menos divertido. Agustín y Kirsten: alboroto, coqueteo, risas; Agustín y Faustino: patanería, bullicio, testosterona; Faustino y Kirsten: risas, diversión, ¡coqueteo!

      Emilia y Faustino: al principio, nada, respetuoso distanciamiento. Poco a poco me comenzó a divertir su gesto de ¿qué-hago-acá-jugando-con-mi-vida? A partir del almuerzo, cuando todo comenzó a importarme poco, antes de ponerme triste, ya le hablaba con naturalidad.

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