Mi obsesión. Angy Skay

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Mi obsesión - Angy Skay Parte

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de deporte, y verlo de esa forma hizo que temblase de pies a cabeza. Era tan… condenadamente sexy. Tragué el nudo de la garganta y, con toda la decisión que encontré, le contesté:

      —No hace falta que vengas tú a recordármelo. Tengo memoria.

      Me escrutó con la mirada de una forma temeraria, y eso ocasionó que las piernas me cimbrearan como una hoja. Intenté mantenerme firme, aunque supe que no lo aguantaría si seguía así durante más tiempo cerca de él. Fui a darme la vuelta para irme, pero lo escuché decir:

      —Y también te recuerdo que tienes una conversación conmigo, y no te bajarás de este barco hasta que me lo expliques.

      Sin mirarlo, moví mi rostro un poco hacia la derecha.

      —No creo que deba darte explicaciones sobre por qué hago las cosas.

      Cuando tuve la intención de dar un paso para marcharme, se colocó delante de mí y me detuvo.

      —¡Sí que me las debes! —bufó furioso sin llegar a gritar, aunque, en el fondo, sabía que estaba deseándolo.

      Lo observé altiva. Sin añadir nada más, pasé por su lado, dejándolo como una estatua en medio del salón. Me senté en la mesa para dos en la que Luke estaba desayunando y dejé mi plato con un fuerte golpe que resonó en toda la cafetería.

      —Si quieres pasar desapercibida, lo has conseguido —se mofó.

      —Ja, ja, qué gracioso eres —me enfadé.

      —No aguantas una broma. Estas más arisca de lo que te recordaba.

      Suspiré y tomé asiento.

      —Lo siento, es que… —Al darme cuenta del gran error que estaba a punto de cometer, paré de hablar. Me pasé las manos por la cara para intentar despejarme—. No he dormido bien. Solo es eso —me excusé.

      —Ya. —No se lo creía—. Pues yo, ayer por la noche, estuve de copas con Warren en la cubierta. —Alcé mis ojos hacia él cuando pronunció su apellido, y pude apreciar que estaba sonriendo como un bellaco—. ¡Tranquila! No pregunté nada que no debiera, por supuesto. Y mucho menos le hablé de ti.

      —No estoy preguntándote ni recriminándote nada.

      Alzó una ceja con ironía.

      —Se te nota en la mirada. No te digo más.

      Negué con la cabeza y me dispuse a desayunar, por lo menos. Al terminar, dejé la taza de mi café solo encima del plato y noté que alguien posaba su mano en el respaldo de mi silla.

      —¿Nos vamos?

      La ronca y varonil voz de Edgar me hizo revolverme incómoda en mi asiento. No miré hacia atrás, sabiendo que estaba a mi espalda, y Luke en ningún momento cometió la impertinencia de observarme para ponerme más nerviosa. Luke tenía que encajar pocas piezas: el comportamiento de Edgar, el mío al verlo, los comentarios… Por mucho que siguiera ocultándolo, tarde o temprano lo descubriría.

      —Sí, claro. Si me das unos segundos, voy a por una botella de agua.

      Edgar no contestó, pero supe que había asentido cuando Luke le lanzó el pulgar hacia arriba en señal de aprobación. Cuando se marchó, no fui capaz de levantarme de la silla, hasta que, en mi oído, escuché un leve susurro seguido del tacto de sus labios, muy muy pegados a mi piel:

      —La última vez que te follé hasta volverme loco fue en una silla muy parecida a esta.

      Noté mis mejillas arder. Como movida por un resorte, me levanté de mi asiento, dispuesta a desaparecer. ¿Por qué demonios me hacía aquello? Tenía ganas de gritar y los ojos me escocían por las lágrimas acumuladas, ya no sabía si gracias a la rabia o al anhelo, ¡o por las dos cosas! Desbocada, llegué a la cubierta, me sujeté a la barandilla y contemplé el mar, quizá buscando esa paz que no conseguía encontrar.

      —¿Todo bien?

      Miré a Luke con un enfado considerable. Y eso que él no tenía la culpa.

      —No. No vuelvas a dejarme sola.

      Sonrió.

      —¿Y puedo saber por qué motivo? —Le dio un trago a su botella de agua, mirándome de reojo.

      —Porque… —Resoplé—. Luke, deja de hacerte el tonto, ¡por favor!

      Lo contemplé molesta en el instante en el que Edgar y Lincón salían de la cafetería, este último con un pantalón corto y una camiseta hawaiana.

      —Bueno, ha llegado la hora de hacerle una visita integral a este barco. —Lincón sonrió y dio dos palmadas en el aire.

      Pero mis labios solo se curvaron un poco, y con esfuerzo.

      Durante el recorrido, que duró más de una hora y media, sentí los ojos de Edgar clavarse en mi espalda de manera intimidante. No fui capaz de darme la vuelta para mirarlo ni una sola vez, y Luke, que se dio cuenta de ese detalle, intentó quedarse de vez en cuando detrás con él, dejándome a mí con Lincón, que hablaba y hablaba sin parar de todos los maravillosos espacios de los que disponía. Parecía querer vendérmelo.

      —Tiene usted un barco muy bonito, señor Lincón.

      —Sí, querida. Mi trabajo me ha costado, pero por fin lo he conseguido. Lo hemos conseguido —recalcó, volviendo la vista hacia atrás para mirar a Edgar—. Luke me ha dicho que tiene una agencia de viajes. Discúlpeme, pero no llevo aquí toda la información de los pasajeros. —Sonrió mientras se tocaba una de las sienes—. Quizá le interesaría trabajar con nuestra cadena. Sería todo un honor para nosotros contar con su presencia, Enma.

      —Sí, claro. Cuando llegue, le diré a Susan que se ponga en contacto con usted.

      —Aunque me gustaría, siento decirle que los temas de las promociones y las ofertas seguirá llevándolos el señor Warren, pero él estará encantado de atenderla, ¿verdad, Warren? —Se giró para mirarlo, y al no escucharlo contestar, supe de sobra que lo único que había hecho era asentir. En ese momento, tuve claro que jamás lo llamaría, y menos teniendo que cerrar los acuerdos con él—. Es un poco serio, pero en el fondo es buena persona —murmuró Lincón para que no lo oyesen.

      Asentí justo en el momento en el que Luke nos alcanzaba, dejándome entre ellos dos y Edgar. Porque por nada del mundo pensaba ponerme a su lado, o habría sido capaz de morirme.

      —En diez minutos te espero en mi habitación. Planta cinco, número seis, al fondo del pasillo.

      El aire dejó de entrar en mis pulmones cuando su aliento rozó mi oído. ¿De verdad pensaba que iría?

      —Ni lo sueñes, Edgar —le contesté sin mirarlo.

      —Más te vale aparecer.

      Cuando fui a responderle de la misma forma, se había marchado.

      —¡Visita terminada! —anunció Lincón—. Ya podéis volver a disfrutar de estas instalaciones. Mañana llegaremos a Marsella, y os tengo preparada una excursión que os encantará. —Frotó sus manos con ansias.

      —¡Bien!

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