Mi obsesión. Angy Skay
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Hizo una señal con dos de sus dedos y después los movió con chulería.
—¡No te debo una mierda! —Bufé con furia—. Sabías dónde estaba, y aun así ¡nunca viniste! —Irremediablemente, el despecho hizo acto de presencia.
—Tú sabías el camino a casa. No creo que tenga que recordártelo —añadió con una sonrisa exasperante.
«A casa… El camino a casa, dice», pensé con ironía.
Ante su forma irritante de hablarme, sus ojos vivaces llenos de deseo y todo su ostentoso cuerpo pidiéndome a gritos que lo tocase, decidí ser la Enma que tendría que haber sido antes de marcharme de aquella maldita oficina con el rabo entre las piernas. Porque una cosa tenía muy clara: a Edgar Warren no le gustaba el amor, no le gustaban los sentimientos y no le gustaba nada que no tuviera que ver con él mismo.
—¿No has encontrado a otra persona que quiera ser tu segundo plato cuando a ti te apetezca? ¿Es eso?
Me crucé de brazos otra vez y lo contemplé altanera, como si su simple mirada no me intimidara y me hiciera perder la cabeza. Negó, esa vez más serio de lo normal, y todo rastro del hombre gracioso —véase la ironía— y duro que minutos antes tenía desapareció. Volví al ataque con saña:
—¿Y por qué no se lo pides a tu mujer?
—No estamos hablando de ella. —Apretó los dientes y me señaló con un dedo, el cual aparté de un manotazo.
Me resquebrajé por dentro al ver que la defendía a capa y espada. ¿Y para qué? ¿Para engañarla después con miles de mujeres?
—¿Quieres saber por qué me fui? —le pregunté llena de odio; obviamente, por sus sentimientos no recíprocos. Asintió en un ademán casi imperceptible, sin romper la fina línea que juntaba sus labios. Sus insípidos gestos confirmaron mis pensamientos al respecto y supe que ese era mi momento. Si no lo soltaba todo de carrerilla, no sería capaz de hacerlo nunca—: Me fui porque me tiré cinco malditos años siendo tu amante —añadí con rabia—. Porque solo obtenía algo de ti cuando querías un puto revolcón o que te sometiera a mi antojo. —Su mirada se oscureció, confusa—. Y… —Alcé mi barbilla, arrogante, intentando que no me temblara la voz, aunque me fue imposible—: porque te amé.
Su gesto no cambió, incluso percibí que su respiración agitada aumentaba, pero ni una sola palabra separó sus labios. Y eso terminó por hundirme. Yo había cogido carrerilla y no pensaba parar hasta soltarlo todo, por mucho que don Edgar Warren no quisiese escucharlo. Él había preguntado. Él sabría la verdad. Así que continué:
—Te amé tanto que cada día se hacía eterno si no te tenía. Te amé tanto que me costaba respirar, y aunque te odiara más que a mí por no saber controlar esos malditos sentimientos, seguí amándote sin importarme una mierda que tú no fueras capaz de verme con otros ojos jamás en la vida. —Tragué el nudo que se creó en mi garganta al ver que no se pronunciaba—. Me fui porque necesitaba curarme —siseé, con los ojos llenos de lágrimas. Él no despegó la vista de mí ni por un instante. Tampoco se movió del sitio—. Porque necesitaba salvarme de ti.
Dos días habían transcurrido.
Dos días desde que expulsé de mi vida todo el rencor que sentía, sin un movimiento de cabeza siquiera por su parte cuando terminé mi monólogo.
Y no estaba mejor. No encontré esa maldita paz de la que siempre hablaba.
Dos días en los que nadie lo había visto por el barco, y sospeché que quizá había bajado en el puerto de Marsella cuando llegamos, ciudad a la que ni siquiera me atreví a ir por temor a encontrármelo.
En la soledad de mi habitación o mientras estuve vagando por el barco esos dos días intentando evitar a Luke por todos los medios, pensé en la de veces que había engañado a Katrina, mi mejor amiga, diciéndole que iba a dejar a su mujer, cuando todo eso no eran nada más que invenciones mías para conseguir convencerme de que algún día lo tendría solo para mí. Y me equivocaba. No sabía cuánto por aquel entonces.
Ese día llegaríamos a Roma. Aunque me hubiese perdido las maravillosas ciudades de Marsella y Génova, tenía claro que esa mañana, o salía de mi habitación, o moriría de asco dentro, por lo que me cambié de ropa a toda prisa. Al abrir la puerta, me encontré a Luke apoyado en la pared, mirándome con mala cara.
—Pensaba que te había comido la losa del cuarto de baño.
Tuve que reírme.
—No. Como ves, no lo ha hecho.
Pensativo, asintió. Después dijo:
—¿Vas a desayunar conmigo?, ¿o, por el contrario, también vas a evitarme como llevas haciendo dos días? He pensado que estabas cogiéndole gusto.
—Sí. —Sonreí—. Iré contigo a desayunar.
Movió su rostro en señal afirmativa, esbozando una leve sonrisa pícara. Pocos minutos después, al entrar en la cafetería, lo busqué con la mirada por todo el salón.
—No está.
Lo miré y le pregunté:
—¿Quién?
Alzó una ceja con ironía.
—Enma, ya vale —murmuró agotado.
Suspiré con fuerza, cogí mi plato y me senté de golpe. Luke hizo lo mismo y comenzó a comer, dando el tema por perdido. Mis ojos se quedaron fijos en el vaso que tenía frente a mí, hasta que, sin esperarlo, le solté a bocajarro:
—Fui la amante de Edgar durante cinco años, y me fui de Waris Luk porque me enamoré de él y supe que jamás me amaría de la misma forma. Fin de la historia, ¿te vale?
Dejó su tenedor en el aire, sin llegar a meterse la comida en la boca, y fijó sus ojos en mí de manera alarmante. Bajó el utensilio hasta su plato, se limpió con la servilleta y se pasó una mano por la barbilla.
—¿Cinco años? —me preguntó sin poder creérselo. Asentí; él suspiró—. ¿Qué viste en él para estar cinco años a su lado? Es… Es… —Las palabras no querían salir de su boca—. Es que no tendría peores calificativos para definirlo. A fin de cuentas, es una persona huraña, gruñona, está todo el día enfadado… No sé, Enma. Y si me equivoco, entonces es que no han servido para nada los veinte años que he estado con él, tanto en el trabajo como en la parte que me corresponde como amigo, si es que eso existe ya… —Añadió eso último taciturno.
—Él no es así. —Elevó sus ojos como si estuviera loca—. No siempre es así —rectifiqué.
Sentí ese escozor habitual. Escozor que me tragué con mucho sufrimiento, porque tenía ganas de llorar y llorar. De desahogarme con alguien que no fuese conmigo misma. De dejarme mimar mientras me consolaban.
—Ahora entiendo muchas cosas. —Lo observé sin entenderlo—. Su comportamiento cuando te fuiste fue desmesurado, algunas veces incluso aterrador. Fue… —pensó durante un momento—