Mi obsesión. Angy Skay
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—¡No voy a soltarte! —la advertí tajante.
No podía llegar a comprender cómo siendo tan pequeña era tan lista y loca. El teléfono sonó y, sin soltarla de mis brazos, me dirigí a la encimera de la cocina.
—¿Sí? —pregunté con brusquedad una vez que descolgué.
—Menudo humor. —Se rieron al otro lado de la línea.
—Mira, Susan, como te rías otra vez, te mando a tu sobrina en un paquete con un lazo —le espeté, mirando a la pequeña lagartija.
Ella puso morritos de esos que te dan ganas de comértelos a bocados y tuve que sonreír.
—¡Oh, vamos! No seas tan exagerada. Si es un amor de niña… —se recochineó su verdadera tía.
—¡Y una porra! —Se carcajeó a mi costa—. ¿Para qué me llamas, bonita?
—Tienes un genio que es imposible decir que no eres española.
—Y tú tienes un pavo que es imposible decir que no eres inglesa —la piqué.
Pero ella, como hacía siempre, volvió a reírse. Nunca imaginé que una persona como Susan —por lo menos cuando la conocí junto con toda la historia de Katrina, Joan y Kylian1— fuese a ser tan risueña en comparación con cómo se mostraba por aquel entonces.
—Te llamaba porque mañana tenemos una reunión con uno de los directivos de la cadena Lincón. ¿Sabes de quién te hablo?
—Sí, claro. ¿De qué se trata?
—Han concertado un viaje para varias agencias y entre ellas estamos nosotras. Lo típico: ver los nuevos trasatlánticos y sus instalaciones. Ya sabes, unas minivacaciones de una semana.
Hacía dos años que mi vida cambió de manera radical. Me compré un diminuto apartamento en un pueblo de Mánchester, nada que ver con el piso que tenía antes en el centro de la ciudad, supergrande y con una orientación que muchos envidiaban. Había pasado del lujo a algo mucho más discreto y, sobre todo, pequeño. Me fui del trabajo sin firmar siquiera el finiquito, y dejé una carta sobre la mesa del despacho de mi jefe, Edgar Warren, donde me despedía de la empresa por voluntad propia. Ese mismo día me trasladé a la casa de Katrina, donde guardaba la mudanza esperando a que me dieran las llaves de mi nuevo hogar, y a las dos semanas me mudé. Cambié mi número de teléfono y no volví a saber nada ni de mis compañeros de trabajo. Si alguien se enteraba de mi paradero, estaba segura de que Edgar vendría en mi búsqueda, y eso era lo que intentaba evitar a toda costa.
—¿Iremos las dos? —le pregunté sin apartar los ojos de Jane, que intentaba escapar de mis brazos.
—No creo. Recuerda que tenemos pendientes varios viajes y vendrán a por los papeles dentro de tres días.
—¿Y cuándo se supone que debo marcharme? —me interesé.
—Pasado mañana.
—¡¿Pasado mañana?! ¿Y avisan con tan poco tiempo? —me extrañé.
—Sí, hija, ha sido todo deprisa y corriendo. Quieren lanzar las ofertas para noviembre, y si no terminan de cerrar los trámites, es imposible que lleguen para las campañas navideñas.
—Bien, entonces, mañana pasaré para que me des los datos y volveré a casa a preparar la maleta.
—¡Genial! Pues nos vemos mañana, jefa.
Un año y medio más tarde, decidí montar mi propia agencia de viajes, llamada Garlys. No era de las más reconocidas en Mánchester, pero a mí me bastaba para poder sobrevivir y pagarle a Susan, la hermana de Joan, que comenzó a trabajar conmigo el mismo día de la inauguración.
Enfoqué toda mi atención en la niña, quien, curiosamente, se había calmado en mis brazos.
—Bueno, Jane, ¿quieres que juguemos a algo? ¿O vemos una peli en el sofá con un cubo de palomitas de colores?
Alzó una ceja con picardía y moví las mías con énfasis al ver el brillo en sus ojos. La niña aplaudió, y yo me volví loca de contenta al saber que ¡por fin! podría sentarme en el sofá durante un rato.
No supe cuánto tiempo pasó hasta que escuché el timbre de casa. Abrí los ojos, pegados por el sueño, y miré a Jane, que descansaba tranquilamente apoyada en mi pecho. La separé un poco, la dejé tumbada y me levanté. Observé mi reloj: la una de la mañana. Debía ser Katrina.
En efecto, no me equivoqué cuando abrí y me encontré a un radiante matrimonio que, con el paso de los días, evolucionaba y se profesaba el amor que sentían el uno por el otro.
—¡Hombre, la parejita del año! —susurré, en broma, para no despertar a Jane.
Joan se rio y Katrina depositó un beso en mi mejilla. Entraron. Su fabuloso padre se acercó a ella sin hacer ruido, la estrechó entre sus enormes brazos y, por último, le dio un pequeño beso en su cabecita.
—¿Cómo se ha portado? —me preguntó Katrina.
—¡Bien! —le contesté con mucha euforia—. Ya sabes cómo es. —Le guiñé un ojo.
—No sabes cómo te lo agradezco, Enma.
—No tienes que hacerlo, para eso están las amigas. Además, lo más seguro es que me quede como la tía de los gatos. Mejor que por lo menos mis sobrinos vengan a verme. —Hice una mueca graciosa.
—No creo que termines quedándote como tal. El problema es que tampoco lo buscas. —Joan rio.
—Agh. —Hice un movimiento con la mano, dándole a entender que no me importaba, y ambos sonrieron.
—Buenas noches —se despidió Katrina.
Sonreí y les dije adiós. Di la vuelta sobre mis talones para dirigirme a mi dormitorio. Tras quitarme el reloj, lo metí en el joyero que tenía en la cómoda. En ese momento, un fino collar llamó mi atención al asomar por él. Dejé que se escurriera entre mis dedos, y allí estaba.
—Debería haberme deshecho de ti hace mucho tiempo… —murmuré, mirándolo.
El collar que Edgar me regaló con su inicial apareció para llevarse otra noche de sufrimiento; una en las que me era imposible conciliar el sueño, pensando en todas las veces que lo había echado de menos durante tantísimo tiempo, y ahora que por fin había conseguido pasar página de verdad, aparecía como si nada. Siempre dije que la inicial que llevaba era por mi nombre, sin embargo, aunque él nunca me lo dijo, sabía de sobra que esa E significaba la posesión que tenía sobre mí. No era por Enma, sino por Edgar.
—Mañana te irás de mi vida para siempre —musité perdida.
Estaba claro, al día siguiente lo tiraría, aunque le hubiese costado una pequeña fortuna.
Me levanté a la misma hora de todos los días para ir a abrir la agencia. Cuando terminé de vestirme, cogí mi bolso junto con la agenda que siempre me acompañaba y salí disparada hacia mi pequeño coche. No era mucha cosa. Además, siempre había sido una persona de bienes materiales