Mi obsesión. Angy Skay

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Mi obsesión - Angy Skay Parte

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días, ¿quieres un café?

      Me enseñó la taza y no pude evitar arrugar el entrecejo cuando la levantó.

      —¿Café solo? ¿Desde cuándo tomas café solo? ¡Si lo odias! —me extrañé.

      —Ufff —bufó, y después comenzó a soplarlo.

      —Anoche estuviste de juerga —evidencié.

      —Sí. —Sonrió—. Kylian me invitó a cenar, y después nos dieron las mil y pico tomándonos una copa. —Movió su cucharilla con nerviosismo, observando su contenido. Me crucé de brazos en silencio, esperando a que alzase su rostro y me mirase. Al hacerlo, frunció el ceño al no saber el motivo de mi inspección—. ¿Qué pasa?

      —Susan… —Resoplé y tiré de la silla hacia atrás para sentarme frente a ella—. Sabes que estás jugando con fuego, ¿verdad?

      —¡Y dale! ¡Que yo no estoy jugando a nada!

      —No me vengas con tonterías. No me trago tus cuentos, y lo sabes. ¿Cuánto va a durarte el tonteo con Kylian? —La señalé.

      Desde que abrí la agencia y ella entró a trabajar, el trato que creamos fue increíble, dando paso a una amistad verdadera, y lo que menos quería era que sufriese por amor. De eso, yo sabía un poco.

      —Enma —dejó su café y extendió su mano en mi dirección para tocarme—, te juro que no nos hemos acostado. —Negó con la cabeza, intentando apartar ese pensamiento de su mente—. ¡Es que no nos hemos ni besado! Tenemos una buena relación: quedamos, nos contamos nuestras cosas y después cada uno se marcha a su casa —terminó con hastío.

      Asentí sin convencimiento, para después descruzar mis brazos y apuntarla con el dedo.

      —Muy bien. Pero que sepas que el problema no está en acostarse o no con alguien, sino en que sé que tus sentimientos hacia él son diferentes, aunque no lo admitas. Y recuerda —volví a señalarla con más énfasis y me levanté de la silla para marcharme a mi despacho— que lleva tu misma sangre.

      —No del todo… —murmuró, intentando que no la oyese cuando me giré.

      Me di la vuelta y la fulminé de un solo vistazo.

      —¡Es tu hermanastro! —Elevé los brazos al techo.

      Ella rio y negó con la cabeza a la vez.

      —Lo sé, por eso mismo no debes preocuparte. No ocurrirá nada.

      Asentí. Sin embargo, en el fondo sabía que el día menos pensado se buscaría un buen lío; o, mejor dicho, se buscarían. Porque cuando ella no lo llamaba, lo hacía él.

      —Aquí tienes todos los papeles del viaje. El recorrido es por Italia. Espero que lo pases bien. —Sonrió.

      Los ojeé de uno en uno.

      —¿Sabemos cuánta gente va? —me interesé.

      —Sí, sobre unas dos mil personas.

      —O sea, que va vacío relativamente.

      —Casi. Es una inspección, por así decirlo, con las agencias más relevantes y demás. Lo de siempre con esta compañía.

      —Perfecto.

      —Aquí detrás —me indicó la última hoja— vienen también los invitados de la competencia. Ya sabes que esto es un «A ver quién mea más qué yo». Irán bastantes cadenas. Es una oportunidad para que saludes a los directivos.

      El corazón se me paralizó como hacía mucho tiempo que no ocurría. Revisé la lista, desesperada, rezando para mis adentros por no encontrarme el nombre de la persona a la que juré que nunca más volvería a ver, y como si Susan hubiese leído mi pensamiento, dijo:

      —Waris Luk está en la lista.

      Por no decir: «Edgar Warren está en la lista».

      El día llegó, y a las dos de la tarde estaba con el gran maletón turquesa y la bolsa de mano —que más bien era otra maleta pero en pequeño— en el puerto de Barcelona. Dirigí mis pasos hacia los controles que había antes de entrar y llegué al final de la estancia, donde un gran photocall se alzaba para todas las personas del barco. Algunos venían con la familia al completo, y yo, como de costumbre, iba sola.

      Avancé por delante de los fotógrafos y de la gente que esperaba la cola y escuché que uno de ellos me llamaba:

      —Señorita, ¿no quiere un recuerdo?

      Me giré en dirección a la voz y negué con la cabeza, dándole las gracias en silencio. Cuando estuve a punto de continuar con mi paso, una mano firme me sujetó de la cintura, girándome.

      —¡Hola, hola! —me saludó con euforia.

      —¡¡Luke!!

      Nos fundimos en un gran abrazo lleno de risas. Antes de despegarnos, observé que estaba más fuerte de lo que recordaba. Verlo allí fue un soplo de aire fresco que necesitaba para afrontar aquel viaje. El apasionante Luke Evanks, amigo y confidente en algunos casos, había aparecido de la nada provocándome la mayor sorpresa que habría podido imaginar. Analicé su esculpido cuerpo durante unos segundos, dándole un repaso que el agradeció con media sonrisa en sus bonitos y finos labios mientras me atravesaba con aquellos ojos tan oscuros como la noche. Elevé mi rostro para poder mirarlo mejor, pues era bastante más alto que yo.

      —¡Vaya! Estás machacándote bien, ¿eh? —lo halagué, tocando su brazo.

      —En algo tendré que invertir las vacaciones.

      Alcé una ceja de forma interrogante, pero no le pregunté por el motivo en cuestión. Imaginé que ya me lo contaría con más tranquilidad.

      —Vamos, hagámonos una foto de recuerdo. Hace dos años que no te veo. —Me guiñó un ojo, sin borrar esa espectacular sonrisa que siempre poseía.

      Reí. Con su mano en mi cintura, nos dirigimos hacia el dichoso photocall, donde el fotógrafo sonrió por haberlo conseguido de una manera u otra. Segundos después accedimos al puerto, y no pude evitar soltar un murmuro de sorpresa:

      —Madre mía… No sé si habrá alguno que pueda superarlo.

      —Ejem… —carraspeó—, gracias. —Me miró mal.

      —No digo que los tuyos sean malos, pero esto… —musité anonadada.

      —Es una enorme máquina, las cosas como son.

      Luke también tenía una cadena de cruceros, llamada Evanks, que más o menos se creó a la misma vez que las del señor Lincón, el dueño del gran trasatlántico que teníamos delante. A Luke lo conocí cuando trabajaba para Waris Luk, con Edgar, quien en ciertas ocasiones programaba viajes a medias con su empresa.

      Sin palabras, admiré cada detalle del barco. Sus catorce plantas ocasionaron que una especie de vértigo se apoderase de mí, y tuve que bajar la vista para no marearme. Era de color blanco, con algunos adornos en las

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