Estafar un banco... ¡Qué placer!. Augusto "Chacho" Andrés

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Estafar un banco... ¡Qué placer! - Augusto

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la miseria. Los banqueros eran ministros y robar un banco no era un delito

      —En 1969 hubo una explosión en la casa de su hermano Juan Carlos, que quedó clandestino. Inmediatamente la policía mandó presos a todos los Mechoso, por «medidas de seguridad», al cuartel de San Ramón. Luego lo trasladaron a Lavalleja.

      —Llego a la visita en un cuartel de Minas. En el medio de los dos se instala un oficial, aduciendo la suma peligrosidad del detenido. Aquél no lo acepta, se levanta y se va. Enseguida se declara en huelga de hambre total.

      A los 20 días lo internan en el Hospital Militar. Como no querían un muerto, deciden liberarlo. A la mañana siguiente, 17 de noviembre, nace el «Lolo», con su padre presente.

      La vida se hace de más en más complicada para la familia. Las responsabilidades son dramáticas y de sus decisiones dependen la vida y la libertad de sus compañeros.

      «El Abuelo» como le llaman sus amigos del boliche, es figura clave en la construcción del aparato armado de la FAU en medio de una situación de violencia creciente.

      —Aparecía a las 11 de la noche, con su sonrisa burlona.

      —¿Te preparo un mate? le preguntaba yo.

      —No. Yo lo preparo. Estee... Negrita ¿no te harías unos tallarincitos? Agua, harina, huevos y el palo de amasar. Luego cortarlos parejitos.

      —Llegaba el nuevo día y nosotros comiendo y charlando.

      —Se veía preocupado y cada vez fumaba más.

      —«Negrita, preso no caigo de nuevo», decía.

      En agosto de 1972 es detenido en un operativo de las Fuerzas Armadas y se fuga en noviembre.

      Descansa unos días en un local de la organización y una compañera enfermera, con mucho trabajo, logra recuperarlo físicamente.

      Una Fuga más que difícil

      Cuando en octubre de 1972 es liberado León Duarte busca inmediatamente a Gerardo y le dice: «El Pocho se fuga». Este le responde «No tengo dudas. Lo va a hacer».

      Analizada fríamente parecía una misión imposible. Poca ayuda interna y sin apoyo exterior, no habría un auto que lo esperara.

      En noviembre y con distintos vehículos se hicieron varias pasadas por el frente del cuartel y hubo un trabajo de reconocimiento en los fondos del mismo. Se había formado una especie de «cantegril», una decena de ranchos de mala muerte habitado por compañeras e hijos de milicos. Un rancho más grande oficiaba de prostíbulo y «expendio de bebidas» y atendía las urgencias de la tropa. En horas de la noche había soldados que bajaban por un muro, con la complicidad de la guardia y utilizaban una contraseña especial para ese uso. Cruzando la calle aparecía el alto muro del Cementerio del Norte.

      Casi enseguida de la prisión de Duarte y Pérez, los obreros de Funsa contactaron soldados y cabos vecinos o conocidos. Varios de ellos sirvieron de correos entre los presos y el exterior. Duarte con su habilidad para relacionarse y con la confianza que inspiraba a soldados y presos su actitud de desafío frente a la tortura, estableció un cierto poder paralelo. Parecido hizo Ivonne Trías que encontró la forma de comunicarse con el Pocho y más tarde enviar buenos informes de lo que pasaba, a la organización política en el exterior del cuartel. Entonces, a pesar de su aislamiento, Mechoso conocía al detalle el interior y sus alrededores. Inclusive la contraseña para ir al prostíbulo.

      El coronel Washington Varela, el mandamás, fue claro «Yo soy el responsable de la tortura y te aseguro que vas a recorrer todos los cuarteles del país hasta que empieces a cantar». Los discursos del Comandante eran alucinantes. Patrióticos, con objetivos confusos y amenazas a los judíos y al gran capital, defendía la tortura en nombre del «bien superior» y del triunfo que estaban logrando. Esas arengas las terminaba casi a los gritos. Mechoso no tenía otra alternativa que irse por la suya lo más rápido posible, antes que aparecieran nuevas acusaciones en su contra.

      La mayor dificultad era su estado físico. Era una ruina. Una delgadez que asustaba. No podía respirar bien pues tenía tres costillas averiadas y las piernas y pies estaban muy hinchados por los plantones. En noviembre lo pasan provisoriamente a un pabellón con otros presos y detienen la tortura. Es la oportunidad y aprovecha la flacura para pasar por una pequeña ventana.

      Pero escuchemos al Pocho que le relata lo sucedido a Eduardo Galeano, unos días después de recuperar la libertad.

      Galeano —Hablemos de la fuga

      Mechoso —Yo estaba flaquísimo. Pude doblar dos barrotes largos para que mi cuerpo pudiera pasar y corté el tejido metálico (empapelado para impedir la visual) que había detrás. Entonces quedó abierto un angosto agujero. Me deslicé y pasé por una pequeña ventana de balancín que daba al exterior del barracón. A un metro tenía los reflectores y a diez metros estaba la custodia bien armada. Tenía que trepar a los árboles que se alinean a lo largo de la pared del barracón para ganar la cornisa. Me jugué el todo por el todo y tuve suerte. Me trepé a la copa del árbol con el sentimiento angustioso de que en cualquier momento la guardia podía descargar sus ráfagas de metralleta. Y me pasé de una de las ramas a la cornisa que era muy angosta. Sobre ella me fui arrastrando poco a poco, temiendo que un ruido pudiera sobresaltar a los guardias. Así me aproximé al linde con la calle. La cornisa era demasiado alta para saltar desde ella al suelo. Pasé a un paredón de bloques, guarnecido arriba con vidrios de botellas rotas. Desde allí me descolgué, desde unos cuatro metros y los vidrios rotos me desgarraron las manos. Caí al suelo a unos tres metros de los guardias. Me salvó la sorpresa. Sentí que gritaban «¡Alto!» varias veces y escuché el cerrojo de los fusiles en los segundos que me llevó trepar el último tejido y saltar a la calle. No se si tiraron. Fueron segundos de agonía y no escuché ningún tiro. Solo se que de golpe me encontré en la calle corriendo enloquecidamente hacia el Cementerio. Salté el muro, corrí tropezando con cosas que no veía y me caí en una tumba abierta, donde me quedé un rato recobrando el aliento. Escuchaba las alarmas, los gritos y veía los haces de luz que empezaba a barrer la zona.

      —La violencia de la carrera me dejó ahogado y perdía mucha sangre, sobre todo de la mano derecha, pero un instinto animal de conservación me empujaba a continuar. Seguí hasta el arroyo Miguelete y me introduje en sus aguas llenas de basura. Tragué mucha agua podrida y caminé como cinco cuadras dentro del agua. Salí a un campo. Ahí sentí que me había salvado. Todo mojado, sangrando y dolorido, quedé un rato largo acostado boca arriba sobre el pasto. La vida me volvía al cuerpo…

      Esa noche el Quinto de Artillería estaba bajo el mando del entonces capitán Manuel Cordero, que oficiaba de mano derecha del Comandante Varela. Hubo un sumario que afectó su foja de servicios.

      Pocho tenía decidido donde refugiarse. La casa de un viejo compañero de trabajo del frigorífico Swift, que había sido anarquista de acción directa, pero jubilado hacía tiempo, no tenía actividades políticas. Al otro día y en la casa del amigo vio su foto en la TV «requerido por estar vinculado con la sedición.» Varios días después comenzó el trabajo de reacondicionamiento físico. La encargada fue Asilú Maceiro, licenciada en enfermería y funcionaria del Hospital de Clínicas. Su trabajo «full-time» fue complejo, especialmente la recuperación de la mano derecha.

      Se grabaron dos casetes con las declaraciones de Pocho, pero para que el dialogo tuviera otra fuerza se decidió invitar a Eduardo Galeano para entrevistarlo. Eduardo aceptó sin dudar y el largo reportaje fue publicado en España con un seudónimo. En su novela «La Canción

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