Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo, que ese tesoro era claramente nuestro botín. Inclusive, en el caso que nos hubiera resultado totalmente desconocido lo hubiéramos querido, pero al observarlo más de cerca nos percatamos de que nos resultaba algo familiar. En realidad, era algo ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores sanos y equilibrados, pero nosotros logramos reconocer en el amuleto aquello que mencionaba el prohibido Necronomicón del árabe loco Abdul Alhazred: el terrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inalcanzable Leng en el Asia Central. No nos costó ningún esfuerzo encontrar los siniestros rasgos referidos por el antiguo demonólogo árabe, unos rasgos obtenidos de alguna tenebrosa manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron humillados y devorados después de muertos.
Apropiándonos del objeto de jade verde, dimos una última mirada al siniestro cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos hallado. Mientras nos largábamos rápidamente del terrible lugar con el amuleto robado en el bolsillo de St. John. Nos pareció observar que los murciélagos bajaban en tropel hacia la tumba que acabábamos de profanar, como si quisieran encontrar en ella algún asqueroso alimento, pero la luna de otoño brillaba muy lánguidamente y no logramos saberlo a ciencia cierta.
Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para volver a nuestra morada, nos pareció escuchar el leve y remoto aullido de algún gran sabueso. Pero el viento de otoño aullaba tristemente y no pudimos saberlo con seguridad.
Menos de una semana después, de nuestro regreso a Inglaterra, comenzaron a ocurrir cosas muy inusuales. St. John y yo vivíamos como cautivos, sin amigos, solos y en algunas habitaciones de una vieja mansión. Era una zona pantanosa y poco visitada, de modo que en nuestra puerta muy raramente sonaba la llamada de algún visitante.
Sin embargo, ahora estábamos preocupados por lo que parecía ser una constante fricción en medio de la noche, no solo alrededor de las puertas sino también alrededor de las ventanas, igual en las de la planta baja que en las de los pisos altos. En una oportunidad imaginamos que un cuerpo abultado y opaco ensombrecía la ventana de la biblioteca cuando la luna resplandecía contra ella, y en otra ocasión creímos escuchar un aleteo no muy lejos de la casa. Una meticulosa investigación no nos dejó descubrir nada y comenzamos a imputarle esos hechos a nuestra imaginación, aún turbada por el suave y lejano aullido que nos pareció haber escuchado en el cementerio holandés. El amuleto de jade ahora reposaba en una celdilla de nuestro museo y a veces prendíamos una vela inexplicablemente aromatizada frente a él. En el Necronomicón de Alhazred leímos mucho sobre sus propiedades y sobre las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos perturbados por lo que leímos.
Luego llegó el terror.
La noche del 24 de septiembre de 19… escuché una llamada en la puerta de mi habitación. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a pasar, pero solo me contestó una pavorosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le narré lo ocurrido, expresó una absoluta ignorancia del hecho y se tornó tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre los pantanos solitarios se convirtió en una aterradora realidad.
Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en nuestro museo, oímos un cuidadoso arañar en la única puerta que llevaba a la escalera oculta de la biblioteca. Nuestro sobresalto aumentó, ya que, además de nuestro miedo a lo desconocido, siempre nos había inquietado la posibilidad de que nuestra rara colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos aproximamos a la puerta y la abrimos repentinamente de par en par. Se produjo una inusual corriente de aire y escuchamos, como si se alejara atropelladamente, una rara mezcla de murmullos, risitas entre dientes y silabeos articulados. En ese momento no intentamos descubrir si estábamos locos, si soñábamos o si estábamos frente a una realidad. De lo único que sí nos percatamos, con la más oscura de las aprensiones, fue que los balbuceos figuradamente incorpóreos habían sido pronunciados en idioma holandés.
Después de aquello experimentamos un progresivo horror mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos aferrábamos a la teoría de que estábamos desvariando a causa de nuestra vida de exaltaciones anormales, pero a veces nos satisfacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y sentirnos víctimas de alguna oculta y abrumadora fatalidad. Las extrañas manifestaciones eran ahora demasiado frecuentes para ser narradas. Nuestra solitaria casa lucía pasmosamente viva con la presencia de algún ser siniestro cuya naturaleza no podíamos distinguir y cada noche aquel perverso aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más nítido y audible. El 29 de octubre hallamos debajo de la ventana de la biblioteca, en la tierra blanda, una serie de huellas de pisadas absolutamente imposibles de describir. Eran tan desconcertantes como las bandadas de grandes murciélagos que, en número creciente, volaban por las cercanías de la casa.
El horror alcanzó su cúspide el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al anochecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún horrendo animal y murió despedazado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado para alcanzar el terrible lugar. Solo llegué a tiempo de escuchar un raro aleteo y de observar una indefinida figura negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.
Mi amigo estaba muriendo cuando me aproximé a él y no pudo contestar mis preguntas de forma coherente. Lo único que hizo fue murmurar:
—El amuleto… el maldito amuleto…
Y exhaló su último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lastimada.
Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros abandonados jardines y murmuré sobre su cuerpo uno de los insólitos ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, escuché a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta y no me atreví a mirarla. Pero cuando observé sobre el terreno una gran y confusa sombra que volaba de cerro en cerro, cerré los ojos y me dejé caer al suelo boca abajo. No sé cuánto tiempo pasé en aquella posición, solo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me arrodillé delante del amuleto de jade verde.
Aterrado de vivir solo en la vieja mansión, me marché a Londres al día siguiente llevándome el amuleto y después de quemar y sepultar el resto de la sacrílega colección del museo. Pero pasados tres noches escuché de nuevo el aullido y antes de una semana comencé a observar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra ocultaba uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y en ese instante supe que lo que había agredido a St. John no tardaría en atacarme a mí.
Al día siguiente envolví cuidadosamente el amuleto de jade verde y embarqué hacia Holanda. Desconocía lo que podía ganar restituyendo el objeto a su mudo y durmiente propietario, pero me sentía obligado a probarlo todo con tal de disipar la amenaza que pesaba sobre mi cabeza. Lo que pudiera ser aquel sabueso y los motivos para que me hubiera acosado, eran preguntas todavía difusas, pero yo había escuchado el aullido por primera vez en aquel viejo cementerio y todos los acontecimientos sucesivos, incluido el agonizante susurro de St. John, habían servido para vincular la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en los pozos de la desesperación