Narrativa completa. H.P. Lovecraft
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Narrativa completa - H.P. Lovecraft страница 71
Al anochecer, me dirigí una vez más al cementerio, donde una leve luna invernal dibujaba espantosas sombras y los árboles sin hojas inclinaban desconsoladamente sus ramas hacia la marchita hierba y las arruinadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo con su dedo sombrío y la brisa nocturna gemía de un modo monótono oriunda de helados pantanos y frígidos mares. El aullido ahora era muy débil y se extinguió por completo mientras más me acercaba a la tumba —que unos meses atrás había profanado— ahuyentando a los murciélagos que habían estado revoloteando extrañamente alrededor del sepulcro.
No sé por qué había ido hasta allí, a menos que fuera para orar o para murmurar enajenadas explicaciones y disculpas al sereno y blanco esqueleto que descansaba en su interior, pero cualesquiera que fueran mis motivos, embestí el suelo medio helado con una agitación en parte mía y en parte de una voluntad imperiosa extraña a mí mismo. La excavación fue mucho más fácil de lo que había esperado, aunque en un instante determinado me encontré con una extraña interrupción: un escuálido buitre bajó del frío cielo y picoteó furiosamente en la tierra de la tumba hasta que lo decapité con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja alargada y quité la enmohecida tapa.
Aquel fue el último acto lógico que ejecuté.
Ya que en dentro del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se hallaba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba nítido y sereno como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de harapos de carne y de pelo, observándome fijamente con sus cuencas resplandecientes. Sus colmillos ensangrentados resplandecían en su boca entreabierta en un rictus sarcástico, como si se burlara de mi ineludible ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un mordaz aullido, parecido al de un gigantesco sabueso, y noté que en sus asquerosas garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr, gritando ridículamente hasta que mis gritos se convirtieron en ataques de histérica risa.
La locura viaja a lomos del viento…, las garras y los colmillos afilados en siglos de cadáveres…, la muerte en una bacanal de murciélagos originarios de las ruinas de los templos sepultados de Belial…
Ahora, a medida que escucho mejor el aullido de la infame monstruosidad y el maldito aleteo zumba cada vez más cercano, yo me pierdo con mi revólver en el olvido, mi único resguardo contra lo desconocido.
The Hound: escrito en 1922 y publicado en 1924.
Herbert West: Reanimador39
Reanimador 1: De la oscuridad
De Herbert West, mi amigo durante el tiempo universitario, y también después, no puedo conversar sino con terror extremo. Terror que no se debe a la extraña manera en que desapareció recientemente, sino que se originó en la naturaleza general del trabajo de su vida, y que alcanzó importancia por primera vez hace más de diecisiete años, cuando estudiábamos el tercer año de nuestra carrera en la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic de Arkham.
Mientras estuvo conmigo, fui su más cercano compañero y lo maravilloso y perverso de sus experimentos me mantuvieron totalmente fascinado. Ahora que ha desaparecido y se ha roto el encanto, mi miedo es mayor. Los recuerdos y las posibilidades son siempre más aterradores que la realidad.
El primer pavoroso acontecimiento durante nuestra amistad fue la mayor impresión que yo había sufrido hasta entonces y me cuesta tener que repetirlo. Ocurrió, como ya mencioné, cuando estábamos en la Facultad de Medicina, donde West ya se había hecho célebre con sus descabelladas teorías sobre la propiedad de la muerte y la posibilidad de conquistarla artificialmente. Sus opiniones, seriamente ridiculizadas por el profesorado y los compañeros, se movían en torno a la naturaleza esencialmente mecanicista de la vida y se referían a la manera de poner a funcionar la maquinaria orgánica del ser humano por medio de una acción química calculada después de fallar los mecanismos naturales.
Con el fin de experimentar diversas sustancias reanimadoras, había matado y sometido a tratamiento a infinidad de conejos, cobayas, gatos, perros y monos, hasta transformarse en la persona más irritante de la Facultad. En varias oportunidades había logrado obtener signos de vida en animales teóricamente muertos. En muchos casos, signos violentos de vida. Pero se dio cuenta pronto de que, de ser efectivamente posible, la perfección lo obligaría, necesariamente, a toda una vida dedicada a la investigación. Igualmente vio con claridad que, como la misma solución no obraba del mismo modo en diferentes especies orgánicas, precisaba disponer de seres humanos si quería obtener nuevos y más especializados progresos. Aquí es donde se enfrentó con las autoridades universitarias y le fue retirado el permiso para realizar experimentos, nada menos que por el propio decano de la Facultad de Medicina, el culto y compasivo doctor Allan Hales, cuyo trabajo a favor de los enfermos es recordada por todos los viejos vecinos de Arkham.
Yo siempre había sido extraordinariamente tolerante con las investigaciones de West, y con frecuencia hablábamos de sus teorías, cuyas desviaciones y consecuencias eran casi infinitas. Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico y físico y que la supuesta “alma” es un mito, mi amigo pensaba que la reanimación artificial de los muertos podía depender solo de la condición de los tejidos y que, a menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cuerpo totalmente dotado de órganos era apto para recibir mediante un tratamiento adecuado, esa particular condición que conocemos como vida. West comprendía perfectamente que el más leve deterioro de las células cerebrales causado por un instante letal, incluso fugaz, podía perjudicar la vida intelectual y psíquica.
Al comienzo, tenía esperanzas de encontrar un químico capaz de devolver la vitalidad antes de la definitiva aparición de la muerte y solo los infinitos fracasos en animales le habían mostrado que eran incompatibles los movimientos vitales naturales y los artificiales. Entonces adquirió ejemplares extremadamente frescos y les inyectó sus reactivos en la sangre —inmediatamente después de la extinción de la vida—. Este hecho volvió considerablemente más incrédulos a los profesores, ya que dedujeron que en ningún caso se había producido una muerte verdadera. No se detuvieron a considerar el asunto detenida y razonablemente.
Poco después de que el profesorado le impidiese continuar con sus trabajos, West me confió su intención de conseguir ejemplares frescos de una u otra manera y de retomar en secreto los experimentos que no podía efectuar abiertamente. Era terrible escucharle hablar sobre el medio y la forma de conseguirlos. En la Facultad, nosotros nunca habíamos tenido que ocuparnos de reunir ejemplares para las prácticas de anatomía. Cada vez que disminuía el depósito, dos negros de la zona se encargaban de corregir esta deficiencia sin que se les interrogase jamás su origen. West era por entonces joven, delgado y con gafas, de fisionomía delicada, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave, y era extraño escucharlo explicar cómo la fosa común era comparativamente más interesante que el cementerio perteneciente a la Iglesia de Cristo, ya que casi todos los cuerpos de la Iglesia de Cristo estaban momificados, lo cual evidentemente, hacía improbables las investigaciones de West.
Para entonces yo era su vehemente y hechizado auxiliar, y lo ayudé en todas sus disposiciones. No solo en las que concernían a la fuente de provisión de cadáveres, sino también en las referentes al lugar más idóneo para nuestro repugnante trabajo. Fui yo quien sugirió la granja deshabitada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill. Allí, equipamos una habitación de la planta baja como sala de operaciones y otra como laboratorio, cubriéndolas