Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Sin embargo, una noche de marzo logramos, inesperadamente, un ejemplar que no venía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton tenía denegada la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener sus lógicas consecuencias. Las peleas torpemente dirigidas entre los obreros eran cosa ordinaria, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de poca categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este género, evidentemente, con funestas consecuencias ya que vinieron a buscarnos dos polacos aterrados, rogándonos en un lenguaje casi incomprensible que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Los acompañamos hasta un establo abandonado, donde todavía permanecía un grupo de espectadores extranjeros mirando asustados un cuerpo negro que yacía desmayado en el suelo. En el combate se habían enfrentado Kid O’Brien, un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa, y Buck Robinson, “El betún de Harlem”. El negro había sido noqueado y después de un corto examen, nos dimos cuenta de que no se recobraría. Era un ser asqueroso, con apariencia de gorila, unos brazos irregularmente largos que me parecían de forma inevitable patas anteriores y una cara que hacía pensar, irremediablemente, en los indescifrables secretos del Congo y en llamadas de tambor bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió tener peor aspecto en vida, pero el mundo aguanta muchas fealdades. Aquella despreciable gente estaba aterrorizada, ya que no sabían qué podía exigirles la ley si llegaba a conocerse el caso y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis inconscientes temblores —puesto que sabía muy bien sus intenciones— se ofreció a librarlos del cuerpo en secreto….
Había una radiante luna sobre el paisaje sin nieve. Vestimos el cadáver y lo llevamos a casa entre los dos por el campo y las desiertas calles, de la misma forma que transportamos un muerto parecido una terrible noche en Arkham. Nos fuimos a casa por el campo de atrás, metimos el cadáver por la puerta trasera, lo llevamos al sótano y lo preparamos para nuestro experimento habitual. Nuestro miedo a la policía era irracionalmente considerable, aunque habíamos calculado nuestro recorrido de manera que no nos encontramos con el guardia que hacía vigilancia por aquel distrito.
El resultado fue terriblemente decepcionante. Con su horrenda apariencia, nuestra presa fue totalmente insensible a todas las sustancias que inyectamos en su negro brazo. De manera que, como se acercaba peligrosamente la hora del amanecer, repetimos lo mismo que con los otros: lo trasladamos a rastras por el campo hasta la franja de bosque cercana al cementerio de enterramientos anónimos y lo enterramos allí en la mejor sepultura que la tierra helada nos permitió. La fosa no era demasiado profunda, pero era tan buena como la del ejemplar anterior, aquel que se había erguido y había lanzado un grito. A la luz de nuestras oscuras linternas, lo cubrimos diligentemente con hojas y ramas secas, seguros de que la policía jamás lo descubriría en un bosque tan sombrío y cerrado. Al día siguiente me sentí inquieto, ya que un paciente me dio la noticia de que se presumía que habían celebrado una pelea y de que había muerto alguien. West, tenía otro motivo de preocupación, por la tarde lo habían convocado para que atendiese un caso que terminó de manera amenazadora. Una italiana se había puesto histérica porque se le había perdido su hijo, un niño de apenas cinco años, que había desaparecido por la mañana y no había regresado para comer y la mujer presentaba síntomas alarmantes ya que sufría del corazón. Era un histerismo necio, ya que el chico se había ausentado más de una vez, pero los campesinos italianos son asombrosamente crédulos y esta mujer parecía tan afligida por los presentimientos como por los hechos. Hacia las siete de la noche la mujer murió y su delirante marido armó un espantoso escándalo, obstinado en matar a West, a quien culpaba enérgicamente por no haberle salvado la vida. Los amigos lo sujetaron cuando lo vieron sacar un cuchillo, pero West se fue en medio de brutales gritos, maldiciones y amenazas de venganza. En su último dolor, el hombre parecía haberse olvidado del niño, que ya entrada la noche, aún no había regresado. Se habló de buscarlo en el bosque, pero la mayor parte de los amigos de la familia se ocuparon de la difunta y del vociferante marido. Al final, la tensión nerviosa a que se vio sujeto West fue espantosa sin duda. Lo agobiaba inmensamente pensar en la policía y en el loco italiano.
Alrededor de las once nos retiramos a descansar, pero yo no dormí bien. Bolton contaba con un cuerpo de policías pasmosamente eficaz pese a ser un pequeño pueblo, y yo no dejaba de pensar en el escándalo que provocaría si se alcanzaba a descubrir lo sucedido la noche anterior. Podía significar el fin de nuestra labor en la zona… y tal vez, la cárcel para ambos. Me angustiaban los rumores que circulaban acerca del combate de boxeo. Ya pasadas las tres, el brillo de la luna me dio en los ojos, pero me giré sin levantarme para cerrar la persiana. Luego se escucharon unos enérgicos golpes en la puerta de atrás. Permanecí inmóvil, un poco distraído y poco después escuché a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapatillas y tenía en sus manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el revólver advertí que pensaba más en el trastornado italiano que en la policía.
—Será mejor que bajemos los dos —susurró—. No estaría bien no contestar, tal vez sea un paciente… sería muy típico de uno de esos tontos llamar por la puerta de atrás.
Así que bajamos los dos silenciosamente, con un temor por una parte justificado y por otra debido solo al misterio de las primeras horas de la madrugada. Volvieron a llamar un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, cautelosamente corrí el cerrojo y abrí de par en par. Al mostrarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante, West hizo algo muy raro. A pesar del indiscutible peligro de atraer sobre nuestras cabezas una temida investigación policial (cosa que afortunadamente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, repentina, agitada e innecesariamente, disparó las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante, porque no se trataba del italiano ni del policía. Dibujándose horriblemente contra la luna espectral había un ser gigantesco y deforme, inimaginable salvo en las pesadillas. Era una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro, y sucia de sangre coagulada, la cual exhibía entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una pequeña mano.
Reanimador 4: El grito del muerto
Lo que me hizo concebir aquel intenso terror hacia el doctor Herbert West fue el alarido de un muerto, terror que empañó los últimos años de nuestra vida en común. Es normal que algo como el grito de un muerto produzca pánico, ya que evidentemente, no se trata de un hecho agradable ni normal. Pero yo estaba habituado a este tipo de experiencias, por lo que, en esta ocasión, me afectó una cierta situación en particular. Es decir, lo que me asustó no fue el muerto.
Yo era el compañero y ayudante de Herbert West, quien tenía intereses científicos muy alejados de la rutina tradicional de un médico de pueblo. Esa era la causa por la que, al establecer su consulta en Bolton, habíamos escogido una casa cercana al cementerio. Dicho brevemente y sin atenuantes, el único estudio fascinante para West residía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, y estaban orientados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución vivificante. Para realizar estos macabros experimentos era preciso estar permanentemente provistos de cadáveres humanos muy frescos, porque la más minúscula descomposición inutiliza la estructura del cerebro humano. Y descubrimos que la sustancia necesitaba una composición específica, de acuerdo a los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para experimentar, pero estas pruebas no nos llevaron a ninguna parte. West nunca había conseguido su objetivo completamente porque nunca había podido obtener un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vida hubiera cesado muy poco tiempo antes, cuerpos con todas sus células intactas, capaces de recibir de nuevo el impulso hacia esa forma de agitación llamada vida. Mediante repetidas inyecciones, surgían esperanzas de hacer eterna esta segunda vida artificial, pero