Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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West y yo, habíamos comenzado la terrible investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, intensamente convencidos desde el principio del carácter totalmente mecanicista de la vida. Eso fue hace siete años, sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio, de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces, efecto de sus espantosas investigaciones, mostraba algún resplandor en sus fríos ojos azules que descubría el rígido y creciente fanatismo de su carácter. Frecuentemente, nuestras experiencias habían sido espantosas en extremo, a causa de alguna reanimación defectuosa al revestir aquellos trozos de barro de cementerio en un movimiento nocivo, insano y anormal, consecuencia de las diversas variaciones de la solución vital.
Uno de los ejemplares había articulado un alarido escalofriante, otro, se había levantado bruscamente, nos había empujado dejándonos sin consciencia y había huido enloquecido antes de que lograran atraparlo y encerrarlo tras las barras del manicomio, y un tercero, una aberración nauseabunda y africana, había emergido de su poco profunda sepultura y había cometido una barbaridad… West había tenido que asesinarlo a tiros. No lográbamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que mostrasen algún rasgo de inteligencia al ser reanimados, de manera que inevitablemente creábamos monstruos innombrables. Era terrible pensar que uno de esos monstruos, o tal vez dos, aun vivían… tal pensamiento nos estuvo inquietando vagamente, hasta que finalmente West desapareció en pavorosas circunstancias.
Pero en el momento del alarido en el laboratorio del sótano de la solitaria casa de Bolton, nuestros temores estaban sometidos al ansia de conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ansioso que yo, de manera que casi me parecía que miraba con avidez el cuerpo de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando comenzó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo había viajado a Illinois para hacer una visita larga a mis padres y a mi regreso encontré a West en un estado de particular euforia. Me dijo emocionado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los cadáveres planteándolo desde un ángulo enteramente distinto, el de la conservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un nuevo compuesto sumamente original, así que no me asombró que hubiera obtenido resultados, pero me tuvo un poco desorientado sobre cómo podía ayudarnos la nueva mezcla en nuestro trabajo hasta que me relató los detalles, ya que el terrible deterioro de los ejemplares era consecuencia, ante todo, del tiempo transcurrido hasta que llegaban a nuestras manos. Según me daba cuenta ahora, West había visto esto claramente cuando creó un reactivo embalsamador para uso futuro —más que inmediato—, por si la suerte le suministraba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido con el negro aquel de Bolton tras el combate de boxeo, unos años antes. Al final, el destino se nos mostró favorable, de forma que en esta oportunidad alcanzamos a tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya descomposición no había tenido posibilidad de comenzar aún. West no se atrevía a pronosticar qué ocurriría en el momento de la reanimación, tampoco si podíamos esperar una revivificación del cerebro y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestras carreras, por lo que él había conservado este cuerpo nuevo hasta mi regreso con la finalidad de que ambos compartiésemos el resultado de la manera acostumbrada.
West me relató cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre fuerte, un extranjero bien vestido que se acababa de bajar del tren y que se dirigía a las Fábricas Textiles de Bolton a solucionar unos asuntos. Había dado un extenso paseo por el pueblo y al pararse en nuestra casa para preguntar el camino hacia las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un trago y repentinamente cayó muerto un instante más tarde. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como caído del cielo. En su breve conversación el forastero le había dicho que no conocía a nadie en Bolton y después de registrarle los bolsillos, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familiares que pudiera hacer indagaciones sobre su desaparición. Si no lograba devolverlo a la vida, nadie sabría de nuestro experimento. Solíamos sepultar los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio de sepulturas anónimas. En cambio, si teníamos éxito nuestra gloria quedaría radiante y perpetuamente establecida. De forma que West había inyectado sin retraso, en la muñeca del cadáver, la sustancia que lo mantendría fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi parecer haría peligrar el triunfo de nuestro experimento, no parecía inquietar demasiado a West. Esperaba conseguir finalmente lo que no había logrado hasta ahora, reanimar la chispa de la razón y, quizá, devolverle la vida a un ser normal. De manera que Herbert West y yo, nos encontrábamos la noche del 18 de julio de 1910 en el laboratorio del sótano, observando la figura blanca e inmóvil bajo la perturbadora luz de la lámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado asombrosamente positivo, pues al verificar —fascinado— el robusto cuerpo que tenía dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, le pedí a West que me diese pruebas de que estaba realmente muerto. Me las dio de inmediato, recordándome que nunca administrábamos la solución reanimadora sin una serie de escrupulosas pruebas para verificar que no había vida, ya que en caso de subsistir el menor rasgo de vitalidad original, esta no tendría ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé sorprendido ante la gran complejidad del nuevo experimento, era tanta, que no quiso dejar el trabajo en otras manos que no fueran las suyas. Tras impedirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una sustancia en la muñeca, cerca del lugar donde había pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Esta, dijo, contrarrestaría el compuesto y liberaría los sistemas sumiéndolos en una relajación natural, de manera que la solución reanimadora pudiese intervenir libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se notó un cambio y un ligero temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre el rostro espasmódico una especie de almohada, la apretó fuertemente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó definitivamente inmóvil y listo para nuestro experimento de reanimación. Él se dedicó ahora a realizar unas cuantas pruebas finales y definitivas para comprobar la absoluta carencia de vida, pálido y entusiasta se apartó satisfecho y finalmente, inyectó en el brazo izquierdo una dosis concienzudamente medida del elixir vital, preparado en horas de la tarde con más exactitud que nunca desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras aventuras eran nuevas e inseguras. No me es posible relatar la tremenda y aguda incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar verdaderamente fresco, el primero del que, razonablemente, podíamos esperar que abriese los labios y nos hablara quizá, con voz inteligente, lo que había observado al otro lado del insondable abismo.
West era materialista, no creía en el alma y atribuía toda función de la razón a funciones corporales, por consiguiente, no esperaba ninguna declaración sobre aterradores secretos de abismos y cavernas más allá del umbral de la muerte. Yo no discrepaba completamente de su teoría, aunque mantenía vagos e instintivos rastros de la primitiva fe de mis familiares, de manera que no podía dejar de observar el cadáver con cierto recelo y terrible expectación. Además, no lograba borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que escuchamos la noche en que probamos nuestro primer experimento en la solitaria granja de Arkham.
Había pasado muy poco tiempo cuando me di cuenta de que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habían tomado un levísimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, llamativamente amplia y arenosa. West, que tenía su mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, de pronto asintió elocuentemente y casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo colocado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares temblorosos y a continuación una respiración perceptible y un movimiento evidente del pecho. Observé los ojos cerrados y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque aún sin inteligencia y ni siquiera curiosidad. Impulsado por una fantástica ocurrencia, murmuré unas preguntas en la oreja cada vez más colorada, unas preguntas sobre otros planos cuyo recuerdo aún podía estar presente. Era el pánico lo que las extraía de mi cabeza, y creo que la última que repetí fue: “¿Dónde has estado?”. Aún no sé si me contestó o no, ya que no