Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Al decir que el temor de West a sus ejemplares era nebuloso pensaba, sobre todo, en el complicado carácter de ese sentimiento. En parte, se debía solo al hecho de percatarse que aún seguían viviendo esos abominables seres, y en parte, a su recelo al daño físico que podían causarle en determinadas circunstancias. La desaparición de estos monstruos aumentaba el espanto de la situación. West conocía el paradero de solo uno de ellos, la desdichada criatura del Manicomio. Pero, igualmente, había un miedo más etéreo, una sensación realmente ilusoria, producto de un raro experimento que efectuó en el ejército canadiense, en 1915. En medio de una ensañada batalla, West había vivificado al comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., colega nuestro que estaba al tanto de sus experimentos y quien podía haberlos reproducido. Le había cortado la cabeza a fin de poder experimentar las posibilidades de vida cuasi inteligente del tronco. El experimento tuvo resultado en el preciso instante en que el edificio era derribado por una bomba alemana. El tronco se movió de manera inteligente y por increíble que parezca, tuvimos la certeza de que surgieron palabras articuladas de la cabeza seccionada que se encontraba en el rincón oscuro del laboratorio. En cierta forma, la bomba fue misericordiosa. Pero West jamás pudo estar seguro como habría sido su ambición, de que él y yo fuéramos los únicos supervivientes. Después solía inventar impresionantes conjeturas sobre lo que sería capaz de realizar un médico decapitado con capacidad para resucitar a los muertos.
La última residencia de West fue una respetable casa, muy elegante, que dominaba uno de los más viejos cementerios de Boston. Había seleccionado el lugar por razones meramente figuradas y simbólicas, ya que la mayoría de las sepulturas databan del periodo colonial y, por tanto, era de muy poca utilidad para un científico que precisaba cadáveres frescos. Había montado el laboratorio en un subsótano construido en secreto por obreros traídos de otra localidad, y en este había un gran incinerador para la absoluta y prudente eliminación de los cadáveres, fragmentos y reproducciones simplificadas de cuerpos que restaban de los patológicos experimentos e irreverentes diversiones del dueño. Durante la excavación del sótano, los trabajadores habían encontrado cierta albañilería excepcionalmente antigua que sin duda se unía con el viejo cementerio, aunque era exageradamente profunda para que finalizara en ningún sepulcro conocido. West concluyó después de muchos cálculos, que debía existir una cámara secreta debajo de la tumba de los Averill, en la que la última sepultura se había efectuado en 1768. Yo estaba con él cuando investigó las paredes goteantes y nitrosas que habían descubierto las palas y los picos de los obreros y me hallaba preparado para el aterrador escalofrío que nos esperaba en el momento de descubrir los secretos profundos y profanos. Pero, por primera vez, la nueva compostura de West se antepuso a su curiosidad natural y traicionó su depravada fibra, haciendo que dejasen intacta la albañilería y la cubriesen con yeso. Y así se mantuvo, como parte de los muros del laboratorio secreto hasta la noche demoniaca. He mencionado el debilitamiento de West, pero debo agregar que era puramente mental e imperceptible. Exteriormente, fue siempre el mismo, sereno, imperturbable, delgado, con el pelo amarillo, ojos azules y con gafas, y un aspecto general de joven que los años y los horrores no lograron cambiar. Parecía tranquilo incluso cuando recordaba aquella sepultura arañada y miraba por encima del hombro, o cuando recordaba a aquel ser carnívoro que mordía y agitaba los barrotes de Sefton.
Una tarde, en nuestro despacho común, comenzó el final de Herbert West cuando alternaba su extraña mirada entre el periódico y yo. Un extraño titular había llamado su atención desde las arrugadas páginas y una fabulosa garra pareció engancharlo hacía dieciséis años. En el manicomio de Sefton, a cincuenta kilómetros de distancia, había ocurrido algo terrible e insólito que había dejado estupefactos a la comunidad y desconcertada a la policía. A primeras horas de la madrugada un silencioso grupo de hombres había entrado en el terreno de la institución y su jefe había despertado a los cuidadores. Era una desafiante figura militar que hablaba sin mover los labios, y su voz parecía enlazada como la de un ventrílocuo a un gran envoltorio negro que transportaba. Su impasible rostro tenía facciones muy bien parecidas, dando la impresión de una belleza resplandeciente, aunque el director se había llevado una terrible sorpresa cuando la luz del vestíbulo lo iluminó, ya que era un rostro de cera y los ojos de cristal pintado. Debió ocurrirle algún atroz accidente a este hombre. Otro más alto, guiaba sus pasos, un sujeto desagradable cuya cara azulosa lucía medio devorada por algún padecimiento desconocido. El que hablaba solicitó que le entregaran la custodia del ser caníbal traído de Arkham hacía dieciséis años, y cuando le fue negada dio una señal que causó un espantoso alboroto. Aquellos demonios apalearon, agredieron y mordieron a todos los cuidadores que no lograron escapar, mataron a cuatro y finalmente lograron liberar al monstruo. Estas víctimas, que lograban recordar el suceso sin agitaciones, juraban que esos seres se habían comportado menos como hombres que como unos autómatas gobernados por el jefe con la cabeza de cera. Cuando llegó la ayuda, aquellos hombres y el monstruo caníbal habían huido sin dejar ningún rastro.
Desde el instante en que leyó el artículo, hasta la medianoche, West permaneció casi inmovilizado. A las doce sonó el timbre de la puerta y se atemorizó terriblemente. Toda la servidumbre se hallaba durmiendo en el ático, de modo que yo fui a abrir. Como he narrado a la policía, no había ningún vehículo en la calle, solamente observé un grupo de personas de apariencia extraña, que dejaron en la entrada un gran paquete cuadrado después que uno de ellos gritó, con voz terriblemente inhumana:
—Correo urgente. Pagado.
Se alejaron de la casa con paso irregular y, al verlos alejarse, tuve la extraña seguridad de que se dirigían al viejo cementerio con el que limitaba la parte trasera de la casa. Al escucharme cerrar la puerta de golpe, West bajó y observó la caja. Tenía unos 50 centímetros cuadrados y llevaba el nombre completo de West y la actual dirección. También traía un remitente: “Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes”. Seis años atrás en Flandes, a causa de una bomba, el hospital había sido derribado sobre el tronco decapitado y reavivado del doctor Clapman-Lee y sobre su cabeza separada, la cual —tal vez— había llegado a emitir sonidos articulados. Ahora, West ni siquiera se inquietó. Su estado era más aterrador. Dijo rápidamente:
—Es el fin… pero incineremos… esto.
Llevamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de lo ocurrido —ya pueden imaginar mi estado mental—, pero es una mentira malintencionada decir que lo que lancé en el incinerador fue el cuerpo de Herbert West. Entre ambos introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta y conectamos la corriente. Y no salió sonido alguno de aquella caja.
Quien notó primero que se caía el yeso de una parte de la pared fue West, justo donde había sido revestida la antigua albañilería de la tumba. Yo iba a echar a correr, pero él me inmovilizó. Entonces observé una pequeña rendija negra, sentí una bocanada de viento frío y fétido y distinguí el olor de las repugnantes entrañas de una tierra descompuesta. No escuchamos ningún sonido, pero en ese preciso momento se apagaron las luces y vi dibujarse contra cierta luminiscencia del mundo inferior una banda de seres silenciosos que avanzaban difícilmente, resultado de la locura… o de algo peor. Sus formas eran humanas... semihumanas y se trataba de una horda terriblemente diversa. Quitaban las piedras en silencio, una a una, del antiguo muro. Luego, cuando la brecha fue lo bastante grande, entraron al laboratorio en línea uno a uno, orientados por el ser de paso sentencioso y cabeza de cera. Una especie de monstruo con los ojos desorbitados que avanzaba detrás del jefe agarró a Herbert West. Él no se opuso ni profirió grito alguno. Luego todos se arrojaron sobre él y lo desmembraron ante mis ojos, llevándose sus fragmentos a la cripta subterránea de terribles abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba trajeado con su uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus ojos azules detrás de las gafas, resplandecían espantosamente, mostrando por primera vez una delirante y perceptible emoción.
Los criados me hallaron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. El incinerador contenía únicamente ceniza inidentificable. Los detectives me han investigado,