Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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La noche que estoy narrando teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre robusto físicamente y al mismo tiempo de inteligencia tan elevada, que nos garantizaba un sistema nervioso sensible. Resultaba irónico, porque era el oficial que había contribuido a que se le otorgase a West su destino y que en este momento tenía que haber sido nuestro aliado. Es más, en el pasado había estudiado secretamente la teoría de la reanimación bajo la dirección de West. El comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y había sido asignado apresuradamente al sector de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias de la intensificación de la lucha. Hizo el viaje en un avión dirigido por el intrépido teniente Ronald Hill, solo para ser derribado justamente en el punto de su destino. La caída fue tremenda y catastrófica y Hill quedó irreconocible. En cuanto al gran cirujano, el accidente le fragmentó el cerebro casi por completo, aunque el resto de su cuerpo estaba intacto. West se adueño ansiosamente de aquel cadáver inerte que había sido su amigo y compañero de estudios. Me estremecí al observarlo terminar de separar la cabeza, ponerla en el diabólico recipiente de pulposo tejido de reptiles con el fin de conservarla para futuros experimentos, y seguir manejando el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió ciertas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza y cerró la espantosa abertura colocando piel de un ejemplar no identificado que había usado uniforme de oficial. Yo sabía lo que intentaba, comprobar si este cuerpo seriamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna muestra de la vida mental que había caracterizado a Eric Moreland Clapman-Lee, en otro tiempo estudioso de la reanimación. Su tronco mudo ahora era espantosamente utilizado para servir como ejemplo.
Aún puedo ver a Herbert West bajo la aterradora luz de la lámpara, inyectando la sustancia reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo detallar la escena, desfallecería si lo intentara, ya que era espeluznante aquella habitación abarrotada de horribles cuerpos clasificados, con el suelo viscoso por causa de la sangre y otros desechos —menos humanos— que constituían un barro cuyo grosor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas espantosas anormalidades de reptiles salpicando, burbujeando y cocinándose sobre la sombra azulada y vibrante del fuego ubicado en un rincón de oscuras sombras. West comentó repetidas veces que el ejemplar poseía un sistema nervioso estupendo. Esperaba mucho de él y cuando comenzó a mostrar ligeros movimientos de contracción, pude ver el inquieto interés reflejado en el rostro de West. Creo que estaba dispuesto a observar la prueba de su —cada vez más firme— creencia de que la conciencia, la razón y la personalidad pueden continuar independientemente del cerebro… de que el ser humano no ostenta un espíritu central conectivo, sino que es únicamente una máquina de masa nerviosa en la que cada unidad se halla más o menos completa en sí misma. En una gloriosa demostración, West estaba a punto de transformar el misterio de la vida a la categoría de mito. Ahora, el cuerpo convulsionaba más vigorosamente y bajo nuestros ávidos ojos, comenzó a jadear de forma espantosa. Movió los brazos con zozobra, levantó las piernas y contrajo varios músculos en una especie de convulsión desagradable. Luego, aquel tronco sin cabeza alzó los brazos en un gesto de indudable desesperación… de una desesperación inteligente, que era suficiente para reafirmar todas las teorías de Herbert West. Indudablemente, los nervios recordaban el último instante en vida del hombre, su intento por librarse del aparato que se iba a estrellar.
No recuerdo exactamente qué fue lo que siguió. Tal vez fue solo una alucinación causada por la sacudida que sufrí en ese instante al comenzar el ataque alemán que destruyó el edificio… ¿Quién sabe? West y yo fuimos los únicos supervivientes. West, antes de su reciente desaparición, quería pensar que así fue, pero había momentos en que no lo lograba, porque era anormal que ambos sufriéramos la misma alucinación. El espantoso incidente fue insignificante en sí mismo, pero excepcional por sus implicaciones.
El cuerpo de la mesa se alzó con un movimiento ciego, indeterminado y terrible, y escuchamos un sonido gutural. No me aventuro a decir que se trataba de una voz, porque fue extremadamente espantoso. Sin embargo, lo más terrible no fue su cavernosidad, ni tampoco lo que dijo, ya que exclamó tan solo:
—¡Salta, Ronald, por Dios! ¡Salta!
Lo terrible fue su origen, porque ese grito brotó del gran recipiente cubierto en aquel rincón sombrío de sombras oscuras.
Reanimador 6: Las legiones de la tumba
Hace un año, cuando desapareció el doctor Herbert West, la policía de Boston me sometió a un escrupuloso interrogatorio. Presumían que me callaba cosas, o algo peor, pero no podía narrarles la verdad porque no me habrían creído. Estaban al tanto, evidentemente, de que West había estado implicado en trabajos que iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres normales, ya que sus horrendos experimentos sobre la reanimación de cadáveres habían sido excesivos como para poder mantener un absoluto secreto alrededor a ellos, pero el espantoso desastre final adquirió formas de diabólica fantasía que, inclusive, me hacen dudar de los hechos que observé.
Yo era el amigo más cercano de West y su único y confidencial ayudante. Nos habíamos conocido años atrás en la Facultad de Medicina, y desde el inicio yo había formado parte en sus espantosas investigaciones. Él había intentado mejorar lentamente una sustancia que, inyectada en las venas de un recién fallecido, podría restituirle la vida. Este trabajo necesitaba exuberancia de cadáveres frescos y comportaba, por consiguiente, las actividades más pavorosas. Más espantosos aún, fueron los resultados de alguno de sus experimentos: masas espeluznantes de carne que había estado muerta, pero que West despertaba, proporcionándole una ciega, demente y asquerosa animación. Estos eran los resultados usuales, ya que para que volviera a despertar el cerebro era necesario que los ejemplares fuesen definitivamente frescos y que las sensibles células cerebrales no hubiesen sido expuestas a la más mínima descomposición.
Esta necesidad de cadáveres muy frescos trajo la ruina moral de West. Eran dificultosos de conseguir y un terrible día llegó a apropiarse de un ejemplar cuando aún estaba vivo y en toda su fuerza. Un forcejeo, una aguja y un poderoso elixir lo convirtieron en cadáver fresquísimo, y el ensayo fue positivo durante un corto y memorable instante, pero West permaneció con el alma seca y endurecida, y con una gélida mirada que parecía observar con calculadora y espantosa apreciación a los hombres de cerebro substancialmente sensible y un físico saludable. Hacia el final, sentí hacia West un intenso pánico, ya que empezaba a observarme de esa misma forma. La gente no parecía notar esas miradas aunque me advertían atemorizado, y después de su desaparición, se valieron de eso para divulgar unas irrazonables sospechas.
En realidad West tenía más miedo que yo. Sus aborrecibles trabajos le hacían tener una vida oculta y llena de sobresaltos. En parte, quien le daba miedo era la policía, pero a veces su temor era más íntimo y nebuloso, y estaba conectado con aberraciones inconfesables a las que había inyectado una vida malsana y en las que no había observado apagarse dicha vida. Por lo general finalizaba sus experimentos con el revólver, pero a veces no era convenientemente rápido. Fue lo que sucedió con aquel primer ejemplar en cuyo saqueado sarcófago se descubrieron más tarde señales de arañazos. Y lo que también sucedió con el cuerpo de aquel profesor de Arkham que perpetró actos de canibalismo antes de ser atrapado y encerrado sin identificar en un calabozo del sanatorio de Sefton, donde estuvo seis años golpeándose la cabeza contra las paredes. Casi todos los demás resultados que seguramente subsistían eran resultado de lo que parece más difícil hablar, dado que en los últimos años la diligencia científica de West había declinado en un capricho insano y fantástico, y había dedicado su prodigiosa habilidad a vivificar no solo cuerpos completamente humanos, sino trozos aislados de cuerpos o partes pegadas a una materia orgánica no humana. En el momento