Narrativa completa. H.P. Lovecraft
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Poco a poco equipamos nuestra fatídica guarida científica con equipos comprados en Boston o extraídos a escondidas de la facultad —herramientas cuidadosamente camufladas, a fin de hacerlas irreconocibles, salvo para ojos expertos— y nos equipamos con picos y palas para los abundantes enterramientos que tendríamos que realizar en el sótano. En la facultad había un crematorio, pero un aparato de ese tipo era demasiado oneroso para un laboratorio secreto como el nuestro. Los cuerpos eran siempre un problema… hasta los pequeños cadáveres de cobaya de los ensayos secretos que West efectuaba en el cuarto de la pensión donde vivía.
Como vampiros seguíamos las noticias necrológicas locales, ya que nuestros ejemplares demandaban determinadas condiciones. Lo que necesitábamos eran cadáveres enterrados muy poco después de morir y sin preservación artificial de ningún tipo, preferiblemente, libres de insanas malformaciones y, desde luego, con todos sus órganos. Nuestras mayores esperanzas residían en las víctimas de accidentes. Durante algunas semanas no tuvimos noticias de ningún caso adecuado, aunque conversábamos con las autoridades del depósito y del hospital, aparentando representar los intereses de la facultad. Quizá necesitaríamos permanecer en Arkham durante las vacaciones, en que solo se impartían las limitadas clases de los cursos de verano. Pero finalmente nos sonrió la suerte, pues un día supimos que iban a enterrar en la fosa común un caso prácticamente idóneo: un joven y fornido obrero que se había ahogado el día antes en Summer’s Pond y que había sido enterrado sin dilaciones ni embalsamamientos por cuenta de la ciudad. Esa misma tarde encontramos la nueva sepultura y decidimos comenzar a trabajar poco después de la medianoche.
Fue una labor asquerosa la que emprendimos en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada, aunque en aquella época no teníamos ese miedo particular a los cementerios que nuestras prácticas posteriores nos despertó. Llevamos palas y lámparas de petróleo porque, aunque ya entonces había linternas eléctricas, no eran tan cómodas como esos aparatos de tungsteno de hoy día. El trabajo de exhumación fue lento y miserable —podía haber sido terriblemente poético si en vez de científicos hubiéramos sido artistas— y sentimos consuelo cuando nuestras palas chocaron con la madera. Una vez que la caja de pino quedó totalmente descubierta, West bajó, quitó la tapa, sacó el cuerpo y lo dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de la fosa. A continuación trabajamos esforzadamente para dejar el lugar igual que antes. La tarea nos había puesto algo nerviosos. Sobre todo, el cuerpo rígido y la cara imperturbable de nuestro primer botín, pero nos las ingeniamos para borrar todas las marcas de nuestra visita. Cuando quedó plana la última paletada de tierra, guardamos el cuerpo en un saco de tela y comenzamos el regreso hacia la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.
En una improvisada mesa de disección situada en la vieja granja y bajo la luz de una potente lámpara de acetileno, el cuerpo no ofrecía un semblante demasiado espectral. Había sido un joven fuerte y poco imaginativo, al parecer un tipo vigoroso y popular —complexión ancha, ojos grises y cabello castaño—, un animal saludable, sin complicaciones sicológicas y, probablemente, con unos procesos vitales de lo más sencillos y sanos. Claro está, con los ojos cerrados parecía más dormido que muerto, sin embargo, la versada comprobación de mi amigo borró de inmediato toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que West siempre había deseado, un muerto verdaderamente ideal, idóneo para la solución que habíamos preparado con meticulosos cálculos y teorías a fin de utilizarla en el organismo humano. Nuestro nerviosismo era enorme. Sabíamos que las oportunidades de lograr un éxito definitivo eran muy lejanas y no podíamos contener un miedo espantoso a las terribles consecuencias de una viable animación parcial. Nos sentíamos especialmente recelosos con lo que estaba relacionado con la mente y a los impulsos de la criatura, ya que podía haber sufrido un daño en las sutiles células cerebrales con posterioridad a la muerte. En lo personal, yo aún poseía una acostumbrada noción del concepto del “alma” humana y sentía cierto temor frente a los secretos que podía descubrir alguien que retornaba del reino de los muertos. Me preguntaba qué miradas podía haber experimentado este apacible joven, si regresaba plenamente a la vida. Pero mi expectativa no era muy grande, ya que compartía —casi en su totalidad— el materialismo de mi amigo. Él se mostró más sereno que yo al inyectar una buena dosis de su reactivo en una vena del brazo del cadáver y cubrir de inmediato el pinchazo.
La espera fue enloquecedora, pero West no perdió la serenidad en ningún momento. De cuando en cuando, colocaba su estetoscopio sobre el ejemplar y aguantaba filosóficamente los resultados negativos. Al cabo de unos tres cuartos de hora, notando que no se producía el menor signo de vida, expresó decepcionado que la sustancia era inapropiada, sin embargo, decidió aprovechar al máximo esta oportunidad y probó una modificación de la formula, antes de deshacerse de su lúgubre presa. Esa tarde habíamos hecho una sepultura en el sótano y tendríamos que llenarla al amanecer, pues aunque habíamos puesto cerraduras en la casa, no queríamos correr el más pequeño riesgo de que se produjera un brusco descubrimiento. Además, el cuerpo no estaría ni moderadamente fresco la noche siguiente. De modo que transportamos la solitaria lámpara de acetileno al laboratorio contiguo —dejando a nuestro silencioso huésped a oscuras sobre la losa— y nos pusimos a trabajar en la elaboración de una nueva solución, después de que West comprobara el peso y las mediciones con vehemente cuidado.
El aterrador suceso fue repentino y absolutamente inesperado. Yo estaba agregando algo de un tubo de ensayo a otro y West se hallaba ocupado con la lámpara de alcohol —que hacía las veces de mechero Bunsen en esta construcción sin instalación de gas— cuando del espacio que habíamos dejado a oscuras surgió la más espantosa y demoníaca sucesión de gritos jamás escuchada por ninguno de los dos. No habría sido más espeluznante el caos de alaridos si el infierno se hubiese abierto para dejar escapar la angustia de los condenados, ya que en aquella pasmosa disonancia se concentraba el máximo terror y desesperación de la presa animada. No podían ser humanos —un hombre no puede emitir gritos como esos— y sin pensar en la labor que estábamos realizando, ni en el riesgo de que lo descubrieran, los dos saltamos por la ventana más cercana como animales horrorizados, derribando tubos, lámparas y matraces y escapando alocadamente en la estrellada negrura de la noche rural. Creo que gritamos mientras corríamos arrebatadamente hacia la ciudad, aunque al alcanzar las afueras adoptamos una postura más contenida… la suficiente como para transitar como un par de juerguistas trasnochadores que vuelven a casa después de un festín.
No nos separamos, sino que nos protegimos en la habitación de West y allí estuvimos conversando, con la luz de gas encendida, hasta que se hizo de día. A esa hora nos habíamos tranquilizado un poco discutiendo teorías probables y proponiendo ideas prácticas para nuestra investigación, de modo tal que logramos dormir todo el día en lugar de asistir a clase. Pero esa tarde publicaron dos artículos en el periódico, sin relación alguna entre sí, que nos quitaron el sueño. La vieja casa deshabitada de Chapman se había incendiado inexplicablemente, quedando reducida a un simple montón de cenizas —eso lo entendíamos ya que habíamos volcado la lámpara—. El otro informaba que habían intentado abrir la reciente sepultura de la fosa común, como removiendo la tierra inútilmente y sin herramientas —esto nos resultaba incomprensible, ya que habíamos aplanado muy cuidadosamente la tierra húmeda—.
Y durante diecisiete años, West estuvo mirando sobre su hombro quejándose de que le parecía escuchar pasos detrás de él. Ahora él ha desaparecido.
Reanimador 2: El demonio de la peste
Jamás olvidaré aquel horrible verano hace dieciséis años, en que, como un demonio perverso de las moradas de Eblis, se generalizó, disimuladamente, el tifus por toda Arkham. Muchos recapitulan ese año por dicho flagelo mortal, ya que un auténtico terror se derramó, con membranosas alas, sobre los ataúdes acumulados en el cementerio de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, hay un horror aún mayor que viene de esa época, un horror que solo yo conozco, ahora que Herbert West no habita