El oficio del sociólogo en Uruguay en tiempos de cambio. Miguel Serna

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El oficio del sociólogo en Uruguay en tiempos de cambio - Miguel Serna

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manera de pensar condujo a la reorganización de las políticas sociales. Antiguamente, cuando la figura que orientaba la acción social era la del trabajador, las políticas sociales determinaban muy precisamente el modo en que el Estado alcanzaba a las clases populares, que en esa época se llamaban clases trabajadoras o clase obrera. Los dos canales principales a través de los cuales el Estado actuaba eran la protección del trabajo y la de la familia. El corrimiento hacia la idea de la pobreza remplazó estos canales por un complejo panel de políticas específicas dentro del cual, tardíamente, entra íntegramente el Mides con sus programas y sus políticas. A las políticas que componían ese panel se las pensó a través de las ideas de descentralización y focalización. En lugar de generalistas, debían ser específicas (para tratar cada problema), y el territorio se convirtió en el canal privilegiado por el Estado para acceder a las clases populares. Lo que se procura desde entonces es estar cerca del pobre. La idea de pobreza que subyace a esta concepción del Estado social tiene una característica muy particular. La pobreza ya no es concebida como empobrecimiento, como un proceso, sino como un estado en el que se encuentran las personas; de ahí expresiones del tipo “situación de pobreza”. Para combatir la pobreza es necesario sacar a los pobres de la pobreza. Pero el triunfo político de la concepción neoliberal comienza cuando se separa la pobreza del empobrecimiento, cuando se observa la situación de pobreza más que los procesos que conducen a ella. Es entonces cuando la política social se concentra más sobre el pobre para sacarlo de la pobreza que sobre las dinámicas que conducen al empobrecimiento.

      Esto tiene consecuencias muy profundas y se expresa de muchos modos. Uno de los terrenos en los que se observan sus consecuencias es en la distinción que realizan los economistas, a partir de un criterio contable entre transferencias “contributivas” y “no contributivas”. Las primeras son aquellas en las que el beneficiario contribuye, por ejemplo, la jubilación. Quien se beneficia con ella ha contribuido ya al financiamiento del sistema pagando la jubilación de la generación que lo precede. En cambio las segundas, como un subsidio a un discapacitado, no lo son porque se supone que el beneficiario no contribuye o no contribuyó al sistema en cuestión. En las primeras, antes cotizo o contribuyo, luego me beneficio. En las segundas, el beneficiario recibe sin haber dado nada a cambio. Esta idea reposa en un razonamiento puramente contable. Porque si pensamos como pensábamos antes, que no era una mala manera de pensar, la protección de los riesgos sociales como la enfermedad, el accidente o la vejez era legitimada por el hecho de que la participación en la vida social conlleva riesgos y que la sociedad debe proteger a sus miembros de ellos. Por ejemplo, cuando una mujer queda embarazada corre una cantidad de riesgos provocados por su condición, y por ello la protegemos con una licencia que la dispensa de la obligación de trabajar y a esto le sumamos toda una serie de protecciones. Tales economistas dirían que eso no es contributivo porque no consideran el embarazo como una contribución a la vida social. Si no contribuye financieramente al sistema, no contribuye. Lógica de contador.

      Lo mismo ocurre con las transferencias destinadas a combatir la pobreza. Se piensa que los pobres no hacen nada para contribuir al bien público, al bienestar colectivo o a la vida en sociedad. Esto es más o menos lo mismo que decir que “se le da plata a unos vagos que la reciben de arriba”, solo que se lo dice con un vocabulario técnico: “No contribuyen”. Esta idea de que el pobre “no contribuye” es políticamente nefasta, pero el lenguaje técnico la vuelve aceptable. Porque despojamos al pensamiento social del pensamiento político, de la sensibilidad política. Lo convertimos en un procedimiento técnico de observación que como tal es exacto, es decir, los beneficiarios de esos programas no contribuyen monetariamente y directamente (porque sí contribuyen a través de los impuestos que pagan, como el IVA, por ejemplo) a financiar el programa. Desde el punto de vista contable, el economista tiene razón. Pero no podemos detener allí el razonamiento sobre el Estado social.

      Nuestra investigación arranca al constatar que la vida es más compleja de lo que la simplificación operada sobre la cuestión social a través de la noción de pobreza deja parecer. Una observación, por cierto, que puede ser considerada tan simplista como boba. ¿Llegar hasta aquí para afirmar que aquello que simplificamos es menos complejo que lo que acabamos de simplificar? Sin embargo, no nos olvidaremos de aquella observación de Marx cuando decía que si el mundo fuese como aparenta ser, la ciencia no sería necesaria. La ciencia es necesaria porque el mundo no es lo que parece. En ese sentido, consideramos que la restitución de una parte de esa complejidad perdida es necesaria hoy porque, tal como fue operada, la simplificación de la línea de la pobreza nos deja en la encerrona de una coyuntura política ciertamente peligrosa. Nuestro propósito ha sido describir el mundo, narrar la vida, captar el acontecimiento, colocar lado a lado las temporalidades sociales, institucionales y políticas, recorrer las continuidades y saltar junto con el lector por encima de las discontinuidades, sean estas espaciales o temporales.

      La sociología que proponemos opera una triple exigencia metodológica, una triple contrainte hubiera dicho si me expresara en francés, para insistir sobre el límite, la obligación, el carácter material de la exigencia. Las tres patas de esa exigencia metodológica son la descripción de tipo etnográfica, la teorización crítica de lo observado antes, durante y después de la observación, y luego un importante esfuerzo de sociología narrativa, una atenta y vigilada escritura. Esa triple exigencia metodológica está destinada a proteger al sociólogo de dos riesgos que acechan a todo trabajo de tipo etnográfico. El primero de esos riesgos se advierte al recordar el mal que afecta a Funes, el memorioso de Jorge Luis Borges. Se recordará que Funes había perdido la capacidad de olvidar y que como no podía dejar de pensar ningún detalle de aquel mundo que lo rodeaba, porque lo percibía todo y lo pensaba todo, estaba inmóvil y postrado en una cama. Entonces, ¿cómo ir a la descripción etnográfica sin simplificar la vida social, sin dejar nada de lado? La sociología que proponemos en cierta medida juega con trampa, porque nosotros le pedimos restituir una complejidad sobre la que hemos ya operado una simplificación o una elección de aquellas aristas por las que transitaremos.

      El segundo riesgo es el del voyeur, que es la peor de las tentaciones que acechan al sociólogo que se aventura por el trabajo de campo, sobre todo cuando dedica su esfuerzo a describir el mundo de las clases populares. Ese peligro consiste en considerar la vida de las clases populares como si fuese un mundo alejado, exótico; como procedían los viejos antropólogos cuando salían de Europa para observar un mundo extraño, observar lo que allí pasaba y volver al centro del mundo para narrarlo a sus coterráneos y a sus contemporáneos. Un riesgo ya observado por Clifford Geertz cuando dice que el antropólogo escribe aquí, para sus pares universitarios, lo que fue a observar allá, lejos. El riesgo es que el sociólogo venga a conquistar galardones contándole a sus pares de clase media cómo viven los pobres. Hay que protegerse de ese voyeurisme. Y para ello hay que captar desde la observación y trabajar en la escritura aquello que conecta a las clases populares con el resto de la sociedad, lo que liga a unos grupos sociales con otros y que permite comprender que la vida de unos depende de la de los otros. Los ricos son ricos por su capacidad de mantener a los pobres viviendo con poco dinero. Más profundamente, es necesario conectar aquello que observamos en el taller y en la fábrica, en el barrio y en la casa de las personas, en la cancha de fútbol y en el bar, en las interacciones de la vida cotidiana, en los discursos, en esos momentos de la vida ordinarios o excepcionales, con las relaciones sociales que producen esa vida que estamos observando primero y describiendo luego al escribir. De lo contrario, corremos el riesgo de creer que ese mundo es independiente del resto, que es como una civilización independiente, como una cultura con sus propias leyes. Allí interviene de modo crucial la exigencia de una escritura vigilante.

      Es por ello que nuestro trabajo no admite síntesis, lo que se traduce en una cuarta exigencia que se dirige al lector. No se puede resumir a Balzac, hay que leer entera La comédie humaine. Hay que leer cada una de las novelas de la primera palabra hasta la última. Si alguien nos cuenta la historia, no podemos vivir la experiencia de la narración y acceder así a la inteligibilidad del mundo social que esta propone.

      Es por ello que voy a permitirme incluir aquí tres cortos pasajes de nuestro texto, buscando que se entienda por qué esta sociología necesita de un

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