Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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“al por menor” del Terminal Agropecuario de Arica (conocido popularmente como “el Agromercado” o el “Agro”), donde ellas trabajan para los propietarios (casi siempre chilenos) en la venta de frutas, hierbas, verduras, legumbres, comestibles industrializados (de Perú, Chile y Bolivia), electrónicos, muebles, utensilios para el hogar, productos de limpieza, ropas y una variedad interminable de productos. También en el Agro estuvimos con las mujeres que trabajan picando verduras y legumbres para su venta, y con las que se desempeñan en el control y carga de camiones que hacen la distribución nacional de los productos agrícolas (tanto los producidos en Arica como los que allí llegan desde los países vecinos).

      Pasamos tardes y mañanas con las mujeres que atienden en restaurantes, en el comercio; con las famosas peluqueras peruanas que, en Arica, conquistaron una clientela extensa y fiel (que incluía algunos de los miembros de nuestro equipo de investigación). Acompañamos y visitamos, además, a las mujeres que trabajaban en las casas particulares cocinando, limpiando y cuidando a niñas(os) y ancianos. Fuimos con las mujeres a los puestos públicos de salud y al hospital público acompañándolas cuando iban a atenderse. Estuvimos desde la madrugada en las filas de la Gobernación de Arica, esperando con ellas mientras intentaban conseguir turnos para los trámites de visa y otros documentos en Chile. Cruzamos con ellas la frontera, y fuimos a comer a Tacna los fines de semana, a conocer a sus familias y hogares, a ver con sus ojos cómo sentían y pensaban aquel pedacito del Perú al que regresaban cada semana.

      Desde entonces la narrativa de estas mujeres, el tiempo y las escenas que ellas compartieron con nosotros, han sembrado y alimentado una persistente imaginación sobre el tema central de este libro: la relación entre violencia de género, constitución de la agencia y el “ser femenino” en mujeres migrantes que enfrentan (no siempre con éxito) las imposiciones del patriarcado en las fronteras del Estado-nación. Pero lo nuestro es un estudio de caso particular: no hablamos de todas las mujeres fronterizas (incluso cuando mucho de lo que decimos se pueda extrapolar a otros lares del mundo). Hablamos de mujeres concretas. Mujeres “de carne y hueso”, como una de ellas nos aclaró; con trayectorias cruzadas por aciertos y desaciertos, por violencias a escalas variadas, por desafíos apremiantes. Sus historias son un ejemplo contundente de fuerza y coraje. Ellas despertaron en nosotros una admiración y una gratitud que difícilmente podríamos resumir en las páginas de este libro.

      Más allá de los clichés etnográficos –y no faltan aquellos que acusan a los investigadores sociales de desarrollar una excesiva simpatía por aquellos que estudian–, nuestra admiración reconoce en estas mujeres una encarnación particular de la experiencia fronteriza. Una forma de relacionarse con los espacios y situaciones sociales que, pese a constituirse con rasgos potentes de resistencia política, se articula desde la dialéctica entre el “entrar y salir” de las condiciones de violencia, subordinación y dominio patriarcal a las que nuestras protagonistas están expuestas en estos territorios chileno-peruanos. Es por esto que la relación entre la frontera y los investigadores (que interpela tanto a las situacionalidades políticas como a las condiciones de género de estos últimos), gana una consistencia epistémica central, constituyendo un eje importante del libro.

      La presente obra está enteramente estructurada a partir de las narraciones de estas mujeres y tiene, por lo mismo, una deuda trascendente con sus protagonistas. Sus historias nos guiaron en la solución de intrincadas encrucijadas teóricas. Nos ofrecieron caminos para entender la continuidad contemporánea de procesos históricos de larga duración. Nos permitieron materializar, en la epifanía vital de la experiencia concreta, la relación entre patriarcado, nación, frontera y violencia de género. En otras palabras, sus historias nos permitieron “extender la etnografía”, conectándola con procesos de escalas (temporales, espaciales, coyunturales, individuales y sociales) muy variados.

      Rafaela nació en 1979, en la villa de Candarave, el asentamiento más importante del distrito peruano homónimo y lugar donde se ubica uno de los pocos centros médicos públicos de la región (el mismo al que acudió su mamá llegada la hora de tener a cada uno de sus nueve bebés). El distrito de Candarave pertenece al departamento peruano de Tacna, en el que desde 1929 se asienta la frontera chileno-peruana; y en cuyas montañas se encuentra, además, el “hito tripartito” que señaliza la Triple-frontera Andina (punto de confluencia entre Perú, Chile y Bolivia). Pero el distrito de Candarave se sitúa también en aquellas imponentes montañas altiplánicas entre las cuales se dividen los tres departamentos peruanos más sureños: Moquegua, Puno y Tacna, territorios que concentran la mayor parte de la población del país que, como Rafaela y sus familiares, pertenecen o descienden de grupos indígenas aymara. El padre de Rafaela nació en las montañas altiplánicas, en un asentamiento de pastores situado a unas cuatro horas por carretera de la villa de Candarave. Su mamá nació a unas tres horas de dicha villa, en Calientes, un caserío a las “espalditas” del volcán Yucamani, como Rafaela dice con cariño.

      La situación económica de la familia en la pequeña villa fue empeorando. Ante esto, su padre empezó a enviar a las hijas a las casas de terceros –a quienes las menores debían tratar como “padrinos” y “madrinas”–, estableciendo intercambios de favores con estas familias. En estas casas trabajaban a cambio de comida y hospedaje. A los ocho años, Rafaela empezó a trabajar para otras familias en Candarave mismo, pero seguía asistiendo a las clases en el colegio. También con ocho años viajó por primera vez a la ciudad de Tacna, la capital del departamento homólogo, y asentamiento urbano más importante del extremo sur peruano. Lo hizo con su profesora y estuvo con ella, acompañándola como empleada personal, todas las vacaciones de verano. Esta fue su primera experiencia en Tacna: sola, menor y de la mano de una maestra mujer para quien trabajaba a cambio de comida.

      A los diez años fue mandada por su padre al interior de Candarave, bien lejos en las montañas, a la propiedad de una “madrina”, quien le prometió a la mamá de Rafaela ponerla en el colegio. Nunca lo hizo. Cierta vez, Rafaela huyó de las tareas matinales, escondiendo en el aguayo los cuadernos y lápices que su madre le compró. Al llegar al colegio, se enteró que ni siquiera la habían matriculado. Su madrina la descubrió y, en represalia, le quemó los cuadernos, todos sus documentos escolares y la partida de nacimiento. Decía que Rafaela no tenía tiempo para tonterías. De hecho, le habían asignado más labores de las que lograba realizar: debía cuidar al bebé de la hija de su madrina, recoger la alfalfa, alimentar y ordeñar las vacas, cocinar y limpiar. Se acuerda haber pasado hambre en este período, alimentándose solamente de los restos de comidas que ella preparaba para esta familia que la recibió.

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