Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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madrina volvió a la casa, no le creyó a Rafaela. Tampoco quiso mirarla y ver las evidencias. Rafaela tomó a escondidas una bicicleta, huyó pedaleando, con mucho dolor, toda la noche hasta llegar al pueblo más cercano. Ahí cambió la bicicleta por comida y fue caminando, por dos días, a la casa de sus padres.

      Cuando encontró finalmente a su mamá, fue un alivio que duró poco. Le contó lo que había pasado, pero su madre no le quiso creer. Le dijo que era una floja, que no podía ser verdad, que estaba inventando para no trabajar. Su papá, a la vez, le dijo que, si realmente le hubieran hecho lo que relataba, no estaría allí para contarlo, hubiera muerto. Ambos le pegaron. Así, Rafaela se encontraba con una paradójica sentencia: haber sobrevivido la convertía en una mentirosa, lo que, para sus padres, les autorizaba moralmente a proferirle una paliza más. La mandaron de vuelta donde su madrina al día siguiente. Frente a las reiteradas violencias, Rafaela huyó buscando, una vez más, la ayuda de su madre que, esta vez sí le creyó (la niña llegó de vuelta a Candarave con la cara, brazos y tronco marcados por las golpizas).

      Su madre consigue, entonces, enviarle a trabajar cuidando a una señora mayor (la madre del médico que trabajaba en el puesto de salud de Candarave) en Ilo, histórica ciudad portuaria de la costa del Pacífico, en el departamento peruano de Moquegua. Rafaela recuerda el período con dulzura: la trataban bien, la matricularon en la escuela nocturna (la llevaban y buscaban todos los días). La señora le quería y le decía “hija”. Pero la bonanza duró poco: enferma, su benefactora murió y Rafaela debió volver a Candarave para trabajar en el matadero de vacas (donde la remuneraban con cebo animal) y en la panadería de su tío (donde recibía el pan para ella y sus hermanos). Tenía doce años y nunca más volvió a estudiar. Pero lo tomó como una misión de vida: se propuso hacer lo posible para impedir que sus padres mandaran a sus hermanas menores a trabajar en otras partes.

      Así, con trece años se fue sola a Tacna, la capital departamental, donde habría más posibilidades de trabajo, laborando como empleada doméstica, residiendo en la casa de sus empleadores y recibiendo sueldo en dinero. Pero en la ciudad las cosas tampoco serían fáciles para una niña como ella, venida de los sectores rurales:

      Me levantaba a las seis de la mañana y terminaba acostándome como a las diez, once de la noche. Tenía que lavar la ropa a mano. Estando en Tacna, tuve malas experiencias en todas las casas que fui. Igual me pegaban, me tiraban con la comida. Como yo nunca había cocinado otras comidas, siempre cocinaba cosas del interior, yo no sabía cocinar comida de la ciudad. Me tiraban con la comida, me golpeaban con las llaves si ponía mal las cucharas. Yo no entendía nada de eso (Rafaela, diciembre 2012).

      Una vez por mes se devolvía a Candarave y entregaba todo el sueldo a su madre. A esta altura, su padre estaba bastante deteriorado debido al alcoholismo y su mamá se encargaba de mantener a la familia como podía: pastoreaba, plantaba, cocinaba, tejía y cocía para terceros. También vendía e intercambiaba mercancías.

      Cuando Rafaela tenía diecisiete años, una de sus dos hermanas mayores migró con una prima a la primera ciudad chilena del otro lado de la frontera: Arica. Entonces corría el año 1996, Chile llevaba seis años en democracia tras el final de la dictadura de Augusto Pinochet y experimentaba un momento de fuerte crecimiento económico, potenciado por la explosión de la industria minera en los territorios desérticos del norte del país. Los pesos chilenos presentaban ya una notable diferencia de rentabilidad con relación a los soles peruanos, factor que se sumaba a la inestabilidad económica vivida en Perú como resultado de la implementación de las políticas neoliberales en la presidencia de Alberto Fujimori. Esto incentivó la migración de muchos peruanos del departamento de Tacna hacia la ciudad chilena de Arica, invirtiendo así el flujo migratorio en esta frontera que, durante toda la dictadura chilena, corrió hacia Perú. Desde que supo lo de su hermana, Rafaela no pensó en otra cosa sino en irse a Chile. Alrededor suyo, la gente le intentaba persuadir, sin éxito, de lo contrario:

      Es que decían que allá en… Pensé que eran otras personas, otra gente, con otra sangre diferente. Como en mi pueblito decían que los gringos… Porque allá llegaban gringos, que los gringos tenían sangre… No eran de sangre roja, tenían otra sangre. Los gringos eran del diablo, tenían los pies de gallina, decían. Entonces eso era mi curiosidad de llegar acá. Claro, también como hablaban, decían que allá en Arica… Que en Chile no se podía salir a la calle… Me imagino que, en tiempos de Pinochet, podían llegar hasta cierta hora, no podían hacer fiestas, que mataban a gente inocente, me imagino que de eso hablaban. Decían también que, si ven un peruano, te matan en la calle. Claro, hasta que cumplí dieciocho y me vine para acá, con esa intención de ganar más, de conocer cómo es la gente, de ver cómo era Chile, si era otro mundo (Rafaela, diciembre 2012).

      La prima de Rafaela le consiguió su primer trabajo en Arica como empleada doméstica en la casa de una familia chilena. Le pagaban mucho menos que lo establecido legalmente en Chile y, aun así, le parecía mucho dinero. Además, pagaban también su transporte para ir una vez a la semana a Tacna: ella podía renovar así su permiso de siete días y descansar en el lado peruano el domingo, su “día libre”. De ahí pasó a la casa de otra familia chilena, donde trabajó por siete años. Fueron ellos quienes le “ayudaron” a regularizar su situación documental:

      Lo que pasa, es que como ella [su empleadora] necesitaba una persona que tenía que estar los feriados y domingos, tenía yo que quedarme con papeles. Claro, entonces para regularizarlos, tenía que tener pasaporte. Así que me mandé a hacer el pasaporte. Saqué el pasaporte, pero, cuando yo me vine para acá, no pude pasar. La PDI [Policía de Investigación de Chile en el control fronterizo de Chacalluta], salieron y empezaron a elegir, como diciendo: “Tú pasas, y tú no”. Nos eligieron así. Y en una de esas me tocó a mí: me dijo que no podía pasar. Después me pidió el documento y tenía pasaporte. Me preguntaba de qué iba. Yo le dije la verdad: que iba a trabajar, tenía un contrato de trabajo y tenía que hacer los papeles. Me dijo que no podía pasar, que estaba expulsada del país. Asustada, me fui para Tacna otra vez, llamé a mi jefa. Le dije que no podía pasar con el pasaporte y que no podía entrar otra vez. Ellos también estaban preocupados, me dijeron que volviera a pasar a las ocho de la noche, porque ahí se cambian de turno [los policías en el control chileno]. Entonces yo volví otra vez con salvoconducto y pasé. Entonces mi jefe tuvo un contacto ahí en la PDI. Claro, coima [soborno]. Y así ellos llamaban a mi jefe. De repente llega mi jefe a la casa, me dice que apague la cocina, porque vamos a timbrar mi pasaporte. Nos fuimos. Fuimos a la ventanilla donde estaba el detective y él me timbró el pasaporte (Rafaela, diciembre 2012).

      Trabajando en Arica, Rafaela logró reunir los recursos para arrendar una casita en Tacna y traer a la ciudad a sus hermanas menores (que tenían entonces doce, once y nueve años), y su hermanito pequeño (de seis años). Después de la muerte de su papá, trajo también a su mamá y fue, por mucho tiempo, la principal fuente de recursos de su núcleo familiar en Tacna. Muchas veces pensó en migrar más lejos, irse a Santiago. Pero la responsabilidad familiar la frenó. Gracias a Rafaela, sus hermanas y hermano pudieron estudiar.

      Cuando cumplió veintitrés años, su madre empezó a insistirle en que hiciera su propia vida, constituyera una familia porque sus hermanas estarían “abusando de su buena voluntad”. Y como los caminos de la vida son impredecibles, Rafaela volvió a encontrarse con un compañero de su infancia en Candarave, de quien estuvo enamorada en la adolescencia; y quien se presentó en su casa

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