Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi
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(Becker, 1998: 2. Traducción propia).
Desde los años 90, el estudio antropológico de las zonas de frontera viene reflexionando sobre la dimensión política de la investigación en estas áreas, relacionándola con la historia de conformación de estos espacios, con la trayectoria de los sujetos y, al mismo tiempo, con el papel que ocupan los investigadores en este intricado escenario. Sería asimétrico, cuando no epistemológicamente disléxico, pensar que la historia de los sujetos y procesos en la frontera es central, menospreciando, paralelamente, la historia particular que enmarca la presencia de los investigadores en el territorio y que condiciona sus perspectivas e indagaciones sobre él. Así las cosas, debemos partir por explicitar cómo hemos construido el proyecto de investigación que nos llevó a la frontera chileno-peruana; y, asimismo, aludiendo a la definición sagaz de Becker (1998), debemos abordar también los “trucos” empleados en él.
A este ejercicio nos dedicaremos en el presente capítulo. Lo haremos situando nuestra propuesta de investigación con relación a debates previos sobre la migración latinoamericana “en Chile” y a discusiones antropológicas sobre las movilidades y organización social indígena en el norte del país. Esto nos permitirá explicitar los puntos críticos a partir de los cuales formulamos una apuesta metodológica propia.
Por lo general, los debates metodológicos suelen constituirse de relatos descriptivos que atentan en contra de la resiliencia incluso del más voluntarioso de los lectores. Nuestra intención no es enveredarnos en una descripción de este tipo. Si insistimos en explicitar la metodología que sedimenta el libro, lo hacemos porque esta aclaración es necesaria para dar a entender nuestro enfoque y porque se trata de una formulación novedosa, en cierto sentido. La propuesta deriva de la yuxtaposición de herramientas antropológicas de por lo menos dos orígenes diferentes. Este carácter tentativo del diseño metodológico dotó el proceso de investigación de una dimensión experimental, también en relación con las prácticas de la “etnografía fronteriza”, lo que, a su vez, influenció profundamente en los resultados obtenidos2.
Sin más retrasos, deslindemos entonces la historia de cómo surgió el proyecto que da origen al libro, y sobre cómo su puesta en marcha demandó de nosotros la invención de nuestros propios “trucos” de investigación.
Santiaguismos metodológicos
Desde los años 90, la preocupación con la migración en Chile tomó dimensiones importantes, acaparando discursos comunicacionales y políticos, e inspirando una ingente producción académica (Martínez, 2003: 1; Navarrete, 2007: 179; Núñez y Hoper, 2005: 291; Núñez y Torres, 2007: 7; Schiappacasse, 2008: 23; Stefoni, 2005: 283-284). Entre los autores del presente libro, Guizardi fue la primera en adentrarse en estos temas en el país, integrándose, ya en el segundo semestre de 2011, al equipo técnico de un proyecto que investigaba las migraciones masculinas peruanas y bolivianas en las regiones mineras del territorio chileno del desierto de Atacama3.
Entre 2011 y 2012, Guizardi realizó una revisión de estado del arte de las publicaciones sobre las migraciones internacionales en Chile desde la última década del siglo XX. Recopiló setenta y seis trabajos (entre artículos, libros, tesis y capítulos) y, al revisarlos, constató que la gran mayoría de los estudios socio-antropológicos sobre el tema se había publicado solamente a partir de los años 2000. Observó también otras curiosidades sobre estos trabajos. Por ejemplo, en ellos se repetía muy frecuentemente que no habría existido migración latinoamericana relevante en Chile hasta fines de los 90, y que fue la democratización del país, junto con el ciclo de crecimiento económico que ella detonó, lo que supuestamente lo habría convertido en un destino prioritario de la migración regional4 (Araujo et al., 2002: 8; Erazo, 2009: s/n; Jensen, 2009: 106; Martínez, 2005: 109; Poblete, 2006: 184; Santander, 2006: 2).
Esta última afirmación, no obstante, parecía algo incierta y desacertada cuando los datos empíricos sobre la migración en Chile eran contrastados con informaciones de otra escala, referentes a los flujos migrantes en el contexto latinoamericano más amplio o, incluso, comparados a las estadísticas migratorias de los países vecinos. Al hacer estos ejercicios comparativos, uno daba cuenta de que Chile no se había configurado como un destino migratorio prioritario: ni en América Latina, ni tampoco en Sudamérica. En 2015, Chile ocupaba el quinto lugar entre los países sudamericanos en proporción de migrantes, detrás de Guyana Francesa, Surinam, Argentina y Venezuela (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 10-11). Contabilizando la migración en números absolutos, el cuadro era semejante. Chile era el cuarto país en cantidad de migrantes en Sudamérica (con 469.000 personas) (UN, 2015b). El primer lugar lo ocupaba Argentina (con 2.086.000 migrantes), seguida de Venezuela (1.404.000 personas) y Brasil (713.000) (UN, 2015b). Según datos del último censo, Chile cuenta con 746.465 migrantes, lo que equivale a un 4,35 % de su población (INE, 2018) y sigue sin ser el principal destino en Sudamérica (posición aún ocupada por Argentina).
Si bien los migrantes aumentaron significativamente en Chile en números absolutos entre 1990 y 2016, diversificándose también sus orígenes nacionales, la migración sigue siendo proporcionalmente modesta en el país. Chile presentó un porcentaje de migrantes internacional del 2,3 % sobre el total poblacional en 2014 (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 10), por debajo de la media internacional del 3,3 % en aquel año (UN, 2015a: 1), y por debajo de la media en los países autoproclamados “desarrollados” (que giraba alrededor del 11,5 %) (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 10). Es solo en 2017 que el país supera la media internacional de migrantes en el mundo.
Según el Ministerio de Relaciones Exteriores, a través de la Dirección para la Comunidad de Chilenos en el Exterior y del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), en 2004 había 857.781 chilenos emigrados (Dicoex, 2005: 11). Estos mismos organismos proyectaban que este número bordearía los 900.000 en 2016. Contrastando los datos numéricos sobre la entrada de extranjeros con los de salida de chilenos, llegamos a un cálculo matemático bastante clarificador: para cada migrante internacional en Chile, había aproximadamente dos chilenos afuera. Actualmente, esta proporción es de uno para uno.
Estos datos no permiten corroborar la idea de una invasión migratoria. El discurso de “invasión” responde más bien a imaginarios sobre la supuesta superioridad de desarrollo chileno en el contexto sudamericano, remitiendo, por ende, a las mitologías constitutivas del Estado-nación (Grimson y Guizardi, 2015: 17). Estas mitologías se reflejan, en el caso chileno, en la noción generalizada de que el país es excepcionalmente ordenado, que le constituyen instituciones nacionales serias y respetuosas, que el desarrollo económico y social chileno contrasta con el cuadro presentado por los países vecinos. Por lo tanto, que el país “sea invadido por migrantes latinoamericanos”, sería una “prueba fehaciente” de la superioridad de los valores y proyecto nacional chileno en el contexto sudamericano5.
En los trabajos revisados, se afirmaba reiteradamente, además, que esta nueva migración (notoria en Chile de los 90 en adelante) sería transfronteriza y andina (principalmente peruana), que estaba feminizada y que se dirigiría casi exclusivamente al centro del país (a la capital, Santiago). Las dos primeras de estas afirmaciones son efectivamente respaldadas por datos contrastables. En Chile, los peruanos aparecen en los censos como el colectivo nacional predominante desde 2002, correspondiendo en 2016 al 31,7 % de la migración registrada (Rojas-Pedemonte y Silva-Dittborn, 2016: 14). Por otro lado, de acuerdo con la Encuesta de Caracterización Socioeconómica Nacional de Chile [Casen] (2013: 7), entre 2009 y 2013, la composición de la población migrante internacional femenina pasó del 51,5 % al 55,1 %.
Pero la tercera afirmación, aquella que retrata a la migración como un fenómeno capitalino, parecía bastante cuestionable por dos razones. La primera de ellas, debido a su incoherencia con la experiencia de Guizardi y otros