Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi
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Estas opciones conformaron y limitaron nuestra comparación en varios aspectos. Santiago es la principal metrópolis de Chile: esto nos hizo suponer que, para dotar nuestra comparación de una regularidad fiable, las demás áreas de investigación debieran ser ciudades. Esta decisión tenía cierta lógica, pero no dejaba de basarse en una categorización que, más que curiosa, puede incluso ser ficticia: la noción de que diferentes espacios urbanos pueden ser comparables por el hecho de que constituyen (o que nos gustaría definirlos como) una ciudad. Solo nos percatamos de cuán poco fiable es esta regularidad analítica cuando, en terreno, dimos cuenta que una de las ciudades de muestra –Arica, conforme aclararemos en el Capítulo IV– constituía una continuidad rural-urbana; y que la migración, y la vida entera en ella, era incomprensible si descartábamos de nuestro mapa cognitivo su faceta rural12. Pensamos, sobre las diferencias entre ciudades, que lo mejor sería elegir aquellas que son capitales regionales, porque el dotarse de esta condición las hacía compartir una regularidad comparativa más: concentrar los servicios públicos e inversiones estatales de la región en la que se localizan13.
Ahora bien, tendríamos entonces que definir cuántas ciudades estudiar. Nos parecía más factible abarcar una ciudad del “norte” y una del “centro” del país. La etnografía es una herramienta de investigación que requiere la presencia del investigador por períodos importantes, y esto limita la escala de lo que se puede investigar en los tres años máximos que dura un proyecto financiable14. Al mismo tiempo, había un dilema sobre la representatividad que nos preocupaba: ¿puede una sola ciudad ser aclaradora de lo que pasa en el norte o en el centro del país? Nos parecía que responder a esta pregunta con un “sí” nos haría incurrir en distorsiones metodológicas análogas al “santiaguismo”. La comparación entre norte y centro demandaba que realizáramos trabajo de campo en por lo menos dos ciudades de cada una de estas áreas, pensamos.
Seleccionamos, entonces, cuatro ciudades de muestra: Arica e Iquique, capitales de dos regiones nortinas (Arica y Parinacota y Tarapacá, respectivamente); y Santiago y Valparaíso, capitales de dos regiones céntricas chilenas (Región Metropolitana y de Valparaíso). Nuestra hipótesis inicial conjeturaba que las ciudades del norte configurarían escenarios de la migración femenina similares entre sí, influenciados por la condición fronteriza (con Perú y Bolivia) de las regiones donde se localizan. Las ciudades del centro del país presentarían, a su vez, otra realidad, condicionada por el papel de Santiago y Valparaíso en el centralismo político nacional.
Profundizando en nuestro “sinceramiento”, habría que reconocer que este recorte espacial nos produjo “vértigo antropológico”. Nos preocupaba, por un lado, su megalomanía en términos de distancia y las consecuencias logísticas que de ello derivaban. Arica, la ciudad más al norte, y Valparaíso, la que está más al sur en nuestro recorte, están separadas por unos 2.100 kilómetros por carretera y por el desierto de Atacama (que no por casualidad, pudimos comprobar, es considerado el más seco del planeta). Por otro lado, debido a nuestra revisión sobre estudios precedentes, éramos conscientes de la necesidad de historizar la comprensión de estas ciudades en cuanto contextos receptores de la migración; y también de jugar con las dimensiones macro y micro sociales de los fenómenos que moldean y que derivan de la migración femenina peruana. Esto demandaba recabar conocimientos históricos, demográficos y jurídicos para cada una de estas localidades: nos estábamos proponiendo un trabajo demasiado abarcador y no estábamos muy seguros sobre cómo hacerlo desde la etnografía. Empezamos, entonces, nuestras búsquedas por inspiraciones metodológicas que nos permitieran hacer que todos estos puntos de tensión convergieran.
En esto nos ayudó –bueno, quizás ayudar no sea la palabra exacta– la experiencia previa y obsesión de Guizardi por la yuxtaposición de dos formas de hacer etnografía: el Extended Case Method (ECM) y la Etnografía Multisituada (EM). Guizardi había trabajado en la interacción entre ellos en proyectos anteriores15, atestando el potencial de su combinación en el sentido de provocar la historización del argumento antropológico y la tensión entre macro y micro contextos.
El Extended Case Method, también conocido como Situational Analysis, fue desarrollado por Max Gluckman y sus discípulos en el marco de la Escuela de Manchester (Evens y Handelman, 2006; Frankenberg, 2006), apoyándose en los estudios etnográficos sobre procesos de colonización, migración, urbanización y conflictos raciales (y étnicos) en contextos sudafricanos (Burawoy, 1998; Frankenberg, 2006; Kempny, 2006). De inspiración marxista, enuncia al trabajo etnográfico en cuanto una praxis, destituyendo así la idea de separación entre práctica y teoría. Aboga por la realización de la etnografía en equipo y propone reorientar la metodología antropológica clásica (Burawoy, 1998: 6). En términos metodológicos, el ECM implica cuatro aspectos que lo diferencian de abordajes precedentes:
1. Supone una forma particular para el tratamiento del material empírico derivado del trabajo de campo. En vez de recortar de forma descontextualizada los ejemplos etnográficos usándolos para reforzar concepciones generales preestablecidas, se propone invertir esta relación: llegar a lo general desde las particularidades del caso (Burawoy, 1998: 5; Evans y Handelman, 2006: 5)16.
2. Se desarrolla a partir del estudio de caso de interacciones sociales conflictivas, pero la etnografía enfoca un tipo específico de casos, al que se denomina situaciones sociales (Gluckman, 2006: 17): incidentes serios y dramáticos, conflictos vividos en el marco de relaciones sociales tensas e inestables. En ellas, el etnógrafo puede observar la conexión entre coerción social y acción individual, puesto que derivan de un momento límite en el que los marcos normativos de la estructura social parecen no ser capaces de asegurar la existencia pacífica de relaciones (Evens, 2006: 53)17.
3. Con el objetivo de comprender diacrónicamente las situaciones sociales observadas, la estrategia analítica presupone establecer un diálogo interdisciplinario con los estudios históricos (Gluckman, 2006), reconstruyendo la historia social de los espacios e identificando procesos de larga duración que inciden en la experiencia cotidiana (Glaeser, 2006: 78-79; Mitchell, 2006: 29).
4. Una vez realizados los estudios de caso, el proceso analítico debe tensionar la particularidad de las situaciones etnografiadas “extendiendo” su interpretación. Esto implica contrastar los datos empíricos con la reconstrucción de la conformación económica, social y política del contexto, con la finalidad de establecer relaciones entre los factores macro y micro estructurales (Burawoy, 2009). Así, la centralización analítica de la situación social, como herramienta etnográfica de campo, requiere asumir la importancia de los contextos como cruces de fuerzas de diversas escalas que constituyen, a la vez, una historicidad propia (Burawoy, 1998: 7; Mitchell, 2006: 37-39)18.
Por todos estos aspectos, el ECM constituyó, para nosotros, la base de una perspectiva etnográfica dialéctica, fundamentalmente coherente al debate propuesto por Comaroff (1985) en sus estudios sobre contextos sudafricanos. Pero nos parecía que, para dar cuenta de la movilidad de las migrantes (en especial en las ciudades del norte chileno, dado su carácter fronterizo), sería necesario que los investigadores adoptaran formas flexibles de desplazamiento en terrero. Esto fue lo que nos llevó a adherir a las técnicas de investigación de la etnografía multisituada, fundiéndolas con el ECM.
La etnografía multisituada parte de algunas “ansiedades metodológicas” (Marcus 1995: 99) de investigadores dedicados a fenómenos de intensa movilidad –translocal y transnacional–19. Emerge de la necesidad de generar estrategias de movilidad en terreno que subviertan la operación del supuesto isomorfismo espacio-cultura que sedimenta la práctica de la observación participante (Clifford 1997; Gupta y Ferguson 1997). Marcus (1995: 106-112) apunta siete tipos de estrategias etnográficas