Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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la defensa de las heterogeneidades socioculturales en estos territorios.

      En segundo lugar, para producir esta interpretación “contextualmente coherente”, los antropólogos nortinos siguieron las rutas comerciales y trashumantes de los grupos aymara (Gundermman, 1998: 293), sus circuitos de viaje entre los pueblos y las ciudades portuarias chilenas y su “proceso de urbanización” (González 1996a, 1996b). Estudiaron críticamente los impactos de las políticas que fomentaron el éxodo rural en el norte de Chile (entre 1960 y 1990) (González 1997a, 1997b). Etnografiaron las nuevas formas de organización política indígena articuladas tras la migración campo-ciudad (Gunderman y González, 2008: 86; Gunderman y Vergara, 2009: 122). Analizaron con gran precisión la re-etnificación y los cambios culturales entre estos grupos (Gundermman et al., 2007), especialmente después de la adopción de la ley de reconocimiento étnico en Chile (en 1993) (Gundermann, 2003: 64-68). Abordaron la lucha por territorios y recursos naturales llevadas a cabo por los indígenas para enfrentar a la expansión de las empresas mineras sobre sus tierras (Gundermann, 2001). Finalmente, también examinaron cuidadosamente los cambios en los patrones de género y parentesco (Carrasco, 1998; Carrasco y Gavilán, 2009; Gavilán, 2002). En síntesis, estas obras plantean perspectivas no esencialistas sobre la conformación de los grupos culturales. Suponen que los colectivos indígenas del norte de Chile son comunidades translocales (en lugar de dar por sentado que están vinculados estáticamente a un territorio), que construyen activamente su etnicidad y que su vida social conlleva conflictos de género y generacionales.

      En tercer lugar, estos trabajos establecen una increíble observación crítica sobre cómo los aspectos macroestructurales (nacionales y regionales) configuran la vida social de los grupos indígenas y su relación con el Estado chileno y las industrias mineras (Gundermann, 2001; Gunderman y González, 2008; Gunderman y Vergara, 2009). Debido al foco en la producción contemporánea sobre factores macroestructurales que inciden en lo cotidiano, estas obras establecieron un diálogo con los procesos históricos (aunque solamente en su corte más contemporáneo), produciendo así una tensión diacrónica en la praxis antropológica que debe ser reconocida como vanguardista en su contexto disciplinario (de entre comienzos de los 90 y mediados de los 2000).

      Después de revisar estos estudios, no podemos sino preguntarnos por qué una antropología tan impresionantemente crítica había evitado discutir las migraciones internacionales y fronteras nacionales: ¿Por qué se estudiaban a las comunidades étnicas solamente adentro de los territorios nacionales chilenos? ¿Por qué no fue objeto de interés la intensa vida migratoria y transfronteriza entre espacios peruanos, bolivianos y chilenos?

      Por un lado, la respuesta a estas preguntas nos demanda contextualizar los procesos políticos que impactaron el norte de Chile entre los años 70 y 90. Es imperioso recordar que las carreras vinculadas a las ciencias sociales, historia y geografía fueron cerradas por la dictadura, que no había financiación para la investigación antropológica o sociológica y que la mayor parte de las y los antropólogos que se desempeñaron en este territorio en el periodo lo hicieron con recursos alternativos, y exponiéndose a la persecución y represión política. Los alcaldes de ciudades y pueblos eran militares o carabineros designados por el gobierno dictatorial y la Doctrina de Seguridad Nacional se aplicaba con violencia en el control sobre los tránsitos entre localidades del desierto. Cualquier alusión a los temas fronterizos era considerada subversiva. En los 80, las investigaciones antropológicas se retoman, poniendo en la agenda la violencia modernizadora hacia los indígenas (ver Van Kessel, 1980). En los 90, antropólogos y antropólogas del norte grande desarrollan amplios estudios amparados por recursos del tercer sector, vinculándose así a las Organizaciones No Gubernamentales (ver Guerrero, 2018); lo que expresa la dificultad de volver a incorporar estos temas críticos antropológicos en la agenda institucional de las universidades en el proceso de transición democrática. Asimismo, varios de los estudios llevados a cabo en los cuales se retratan cuestiones que, a vistas de los militares, no eran “políticas” (como la religiosidad, las fiestas y los bailes), constituían, en realidad, formas de tratar las fronteras y de criticar los límites de su vigencia en los territorios nortinos de Chile (ver Chiappe, 2015).

      Pero, por otro lado, estas indagaciones ganan una especial centralidad para nuestra perspectiva antropológica, porque el intento de contestarlas también nos remite a la construcción de los campos del conocimiento académico: a las debilidades disciplinarias de la antropología cuando es enfrentada al imperativo de comprender los fenómenos sociales que ganan vida en territorios fronterizos.

      En comparación con los antropólogos, los historiadores del norte de Chile habían dedicado mucho más interés al impacto del establecimiento de las fronteras nacionales sobre la vida social de los pueblos indígenas y no indígenas. El resultado de su interés es una prolija producción historiográfica dedicada a la relación entre proyectos nacionales, campañas militares, políticas fronterizas y la conformación de la nacionalidad, etnicidad y conflictos sociales en los territorios chilenos adyacentes a las fronteras con Bolivia y Perú (Díaz, 2006; Díaz et al., 2010; González, 1994, 2002, 2004, 2006, 2008, 2009a, 2009b). A su vez, también se dedicaron a comprender el proceso de “chilenización” de estos territorios (sobre el cual hablaremos en el Capítulo III); generaron así una investigación documental y etnohistórica que constituye un recurso importante para comprender la presencia boliviana y peruana en las tierras chilenas del desierto de Atacama.

      Los arqueólogos también estaban más atentos a las perturbaciones que las fronteras nacionales causaban en los patrones históricos de vida en los territorios situados entre los tres países. Centrándose en las escalas temporales de larga duración –prospectando sitios de los primeros grupos humanos que vivieron en estas áreas (que datan de 10.000 a 13.000 años) e investigado el establecimiento de los Imperios Tiwanaku (500-1000 DC) e Inca (1450-1532 DC)–, los arqueólogos pusieron en prensa su consideración crítica de que las fronteras nacionales no podían darse por sentadas. Ni tampoco debieran ser suprimidas como elemento de análisis en la movilidad de los grupos sociales en el desierto (Dillehay y Núñez, 1988; Núñez y Nielsen, 2011; Pimentel et al., 2011).

      La pregunta sobre por qué los antropólogos prestaban poca atención al establecimiento de fronteras nacionales y a la movilidad humana que las cruza en comparación con los historiadores y arqueólogos, tiene desde este prisma una respuesta epistemológica: se relaciona con la diferencia de perspectivas producida por el enfoque en los procesos de larga duración adoptados por los últimos. Aunque los estudios antropológicos del norte de Chile articularon las prácticas locales con los macroprocesos –derivando, como decíamos antes, en una perspectiva que historiza parcialmente lo cotidiano–, sus análisis estaban generalmente relacionados con el período comprendido entre 1980 y 2000 (décadas después que las fronteras nacionales se impusieran en estos territorios).

      Este recorte temporal produjo un efecto secundario indeseado: les impidió a los antropólogos relativizar adecuadamente las formas hegemónicas a partir de las cuales las sociedades locales y nacionales construyen las categorías “nosotros” y “los otros”. Esta discusión nos devuelve a las inferencias de Fabian (2002: x): definir cómo estas categorías se producen en un momento histórico determinado (y en una localidad particular) debe ser el punto de partida para un abordaje antropológico crítico. Este ejercicio previne que los etnógrafos reproduzcan por lo menos algunas de las mitologías del Estado-nación con respecto a la supuesta homogeneidad de la comunidad nacional imaginada. Les previne, también, de asumir inadvertidamente su propia imaginación con respecto a los sujetos que estudian.

      A su vez, la imaginación antropológica sobre los sujetos de estudio está profundamente influenciada por los objetos de investigación arquetípicos institucionalizados por la disciplina (Clifford, 1997; Gupta y Ferguson, 1997; Passaro, 1997). La antropología social clásica hegemonizó la comprensión de la interrelación entre las nociones de espacio, comunidad y cultura como isomórficas (Gupta y Ferguson, 1992), naturalizando la existencia de fronteras que supuestamente enmarcarían a cada grupo social en un “espacio cultural” específico (Hannerz, 1986). Esta conceptualización

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