Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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Ellas están estudiando todavía y voy a seguir trabajando allá [en Arica]. No quiero que me digan que por qué doy, por qué no doy. No me gusta que me controlen. Si aceptas esas condiciones, yo voy a estar contigo. Y él aceptó (Rafaela, diciembre 2012).

      Poco después, Rafaela se arrepentiría de esta decisión. Descubriría que su pareja era alcohólica como su papá. Además, había rumores de que él solo quería, en realidad, sacarle el dinero. Al parecer, la estabilidad económica que resultaba de su duro trabajo como migrante en Chile provocaba, simultáneamente, desbarajustes en las relaciones familiares y conyugales para los cuales Rafaela no estaba preparada. Intentando solucionar estos conflictos, llegó incluso a separarse y le exigió a su pareja que se fuera de su casa en Tacna (donde él se fue a vivir). Pero tuvo que claudicar en esta decisión al descubrirse embarazada. Para las fiestas de fin de año de 2003, Rafaela llevaba seis meses de gestación. Pasaría las Navidades en Arica (porque le tocaba trabajar), y el año nuevo en Tacna, con su marido:

      Cuando regresé para año nuevo allá, yo lo esperé con comida, con chocolatada, con todo, y él nunca apareció en la casa. Entonces yo estaba tan molesta, tan molesta, que me devolví, otra vez, bien temprano. A primera hora, agarré y me vine para acá [a Arica]. Mi jefa me preguntaba qué me pasaba. Le dije que me había aburrido allá. Fue un día jueves, que era primero [de enero]. El miércoles en la noche él supuestamente estaba tomando, por eso nunca llegó a la casa. Según su jefe, que había pasado [año nuevo] con los que estaban tomando, él pasó la medianoche con ellos y, como a la una, salió, diciendo que iba a encontrarse conmigo en la casa. Nunca llegó. Claro, nunca llegó, porque lo atropellaron. Nadie supo, ni sus hermanas. Nadie supo, porque él andaba sin documentos. Llegó vivo al hospital. Lo cocieron, le arreglaron todo. Estaba vivo hasta las seis de la mañana. Y, a esa hora, según el doctor, dijo dos palabras que había hablado. “¿Cuáles son las palabras?”, le pregunté al doctor. Había dicho: “Mi señora, mi hija”. Eso dijo y murió (Rafaela, diciembre 2012).

      El incidente trastocó a Rafaela, sumiéndola en una depresión profunda que le hizo enfermar gravemente en el período posparto. Siguió trabajando sola en Arica. De hecho, trabajó hasta la mañana del día en que entró en trabajo de parto y tuvo a su hijo en el hospital público de la ciudad chilena. Nadie la acompañó en el nacimiento de su hijo, que fue registrado como chileno. Su principal preocupación era sobre cómo seguir trabajando y cuidándolo sola (el bebé era un varón, al contrario de lo que pensó hasta el último momento el papá). Era imposible, pensaba.

      Mientras estaba en su licencia posnatal, se enfermó cada vez más y su mamá la llevó con el niño a Candarave, donde esperaba ofrecerle un espacio más tranquilo, con la cabeza lejos de las responsabilidades. Rafaela recuerda solo pequeños retazos de este período. Lo pasó muy mal, pero juntó sus fuerzas para emprender su viaje de vuelta a Arica. Se consiguió una casita en un campamento y decidió limpiar casas por día. Con algo más de flexibilidad horaria, podía organizarse mejor para los cuidados del pequeño e incluso llevarlo a la espalda al trabajo (en su aguayo, tal como hacía con sus hermanas y hermanos). Cuando el pequeño cumplió tres años, lo matriculó en una escuela municipal de educación inicial (en el “kínder”, como se dice en Chile). A los siete, el niño entró a un colegio, pero su experiencia entre los compañeros de clase chilenos era muy dura: le trataban de negro e indio. De “peruano ilegal”. Para las fiestas patrias chilenas, en septiembre, le apuntaban metralletas simuladas con los cuadernos y, pensando reproducir los refranes militares chilenos de la guerra del Pacífico (1879-1883), le gritaban “muerte a los peruanos”. Su hijo nos contó, cuando hablamos de esto con él, que siempre se adelantaba a mostrar su carné de identidad chileno, o decir que en Arica también hay muchos que, como él y su mamá, también tienen la piel morena.

      Rafaela decidió entonces mandarle a su casa en Tacna. Allá, cuidado durante la semana por la abuela, el niño va a un colegio católico particular. Le dan una beca porque es muy buen estudiante. Rafaela lo ve todos los fines de semana, cuando tiene su día libre. La semana pasa muy rápido en Arica, dice. Trabajando tres turnos para juntar los recursos para seguir construyendo su casa en Tacna y para los gastos de su hijo, de su mamá y de su hermano menor (el único que aún no se independizó económicamente), apenas le queda tiempo para nada más.

      La historia de vida de Rafaela ilustra y ejemplifica casi la totalidad de procesos socioeconómicos y culturales que observamos incidir en la constitución de las mujeres peruanas como sujetos transfronterizos. Estos procesos encarnados, observados reiteradamente en la historia de tantas mujeres, inspiraron los interrogantes que dieron origen a este libro.

      Todo este proceso se enmarca en un contexto social transversalmente impactado por las violencias de género; además de sufrir esta realidad de la mano de sus progenitores y madrinas, Rafaela la sufrió de desconocidos. Su experiencia del “ser mujer” está fuertemente impactada por la violación sufrida cuando niña, y también por las violencias machistas que se repiten en diferentes momentos de su historia migratoria. Estas violencias de género también se manifiestan en la sobrecarga de la madre de Rafaela; en la persistencia de una responsabilidad femenina de hacerse cargo de todo el núcleo familiar, en términos económicos y de cuidados. Rafaela reproduce esta especie de prisión femenina en la que vive su madre, porque se hace cargo de sus hermanas y hermano menor.

      Sin embargo, con todo lo anterior, ella ha logrado adueñarse, en alguna medida, de esta cadena de movilidad circulatoria a la que le obligó su padre cuando la donó al trabajo esclavo. Ya a los trece años, se hizo cargo de controlar su destino migratorio y decidió irse sola a Tacna. Desde entonces, es Rafaela quien decide a dónde ir y por cuánto tiempo: se lo advirtió a su fallecido marido que no estaba dispuesta a aceptar un pedido de matrimonio de un hombre que no aceptara esto. Es más, le comunicó que no aceptaría intromisiones en el uso que diera al recurso económico que resultaba de su trabajo del lado chileno de la frontera. Al hacerlo, Rafaela cruzó una frontera importante: ha logrado una autonomía económica y de movilidades impensable para la generación de mujeres de la que es parte su mamá.

      Pero, simultáneamente, ella no logra romper con otras relaciones de subordinación y elige casarse con un hombre que, al igual que su papá, es alcohólico y no comparte con ella las obligaciones económicas del hogar. Cuando, sorprendida una vez más por los imponderables de la vida, Rafaela se ve viuda y embarazada, se enferma de miedo. Miedo a perder, a través de esta responsabilidad que la maternidad imputa a las mujeres como ella, sus dos principales conquistas: la libertad económica y la libertad migratoria.

      Observando la historia de Rafaela detenidamente, uno se da cuenta de que la frontera chileno-peruana que cruzó por primera vez en 1997 es solo una entre tantas otras que ha debido cruzar a lo largo de su vida. Rafaela

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