Antología. José Carlos Mariátegui
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El fiumanismo se resistía a descender del mundo astral y olímpico de su utopía al mundo contingente, precario y prosaico de la realidad. Se sentía por encima de la lucha de clases, por encima del conflicto entre la idea individualista y la idea socialista, por encima de la economía y de sus problemas. Aislado de la tierra, perdido en el éter, el fiumanismo estaba condenado a la evaporación y a la muerte. El fascismo, en cambio, tomó posición en la lucha de clases. Y, explotando la ojeriza de la clase media contra el proletariado, la encuadró en sus filas y la llevó a la batalla contra la revolución y contra el socialismo. Todos los elementos reaccionarios, todos los elementos conservadores, más ansiosos de un capitán resuelto a combatir contra la revolución que de un político inclinado a pactar con ella, se enrolaron y concentraron en los rangos del fascismo. Exteriormente, el fascismo conservó sus aires dannunzianos; pero interiormente su nuevo contenido social, su nueva estructura social desalojaron y sofocaron la gaseosa ideología dannunziana. El fascismo ha crecido y ha vencido no como movimiento dannunziano, sino como movimiento reaccionario; no como interés superior a la lucha de clases, sino como interés de una de las clases beligerantes. El fiumanismo era un fenómeno literario más que un fenómeno político. El fascismo, en cambio, es un fenómeno eminentemente político. El condottiere del fascismo tenía que ser, por consiguiente, un político, un caudillo tumultuario, plebiscitario, demagógico. Y el fascismo encontró por esto su duce, su animador, en Benito Mussolini, y no en Gabriele D’Annunzio. El fascismo necesitaba un líder listo para usar, contra el proletariado socialista, el revólver, el bastón y el aceite castor. Y la poesía y el aceite castor son dos cosas inconciliables y disímiles.[3]
La personalidad de D’Annunzio es una personalidad arbitraria y versátil que no cabe dentro de un partido. D’Annunzio es un hombre sin filiación y sin disciplina ideológicas. Aspira a ser un gran actor de la historia. No le preocupa el rol sino su grandeza, su relieve, su estética. Sin embargo, D’Annunzio ha mostrado, malgrado su elitismo y su aristocratismo, una frecuente e instintiva tendencia a la izquierda y a la revolución. En D’Annunzio no hay una teoría, una doctrina, un concepto. En D’Annunzio hay sobre todo un ritmo, una música, una forma. Mas este ritmo, esta música, esta forma han tenido, a veces, en algunos sonoros episodios de la historia del gran poeta, un matiz y un sentido revolucionarios. Es que D’Annunzio ama el pasado; pero ama más el presente. El pasado lo provee y lo abastece de elementos decorativos, de esmaltes arcaicos, de colores raros y de jeroglíficos misteriosos. Pero el presente es la vida. Y la vida es la fuente de la fantasía y del arte. Y, mientras la reacción es el instinto de conservación, el estertor agónico del pasado, la revolución es la gestación dolorosa, el parto sangriento del presente.
Cuando en 1900 D’Annunzio ingresó en la Cámara italiana, su carencia de filiación, su falta de ideología lo llevaron a un escaño conservador. Mas un día de polémica emocionante entre la mayoría burguesa y dinástica y la extrema izquierda socialista y revolucionaria, D’Annunzio, ausente de la controversia teorética, sensible solo al latido y a la emoción de la vida, se sintió atraído magnéticamente al campo de gravitación de la minoría. Y habló así a la extrema izquierda: “En el espectáculo de hoy he visto de una parte muchos muertos que gritan, de la otra, pocos hombres vivos y elocuentes. Como hombre de intelecto, marcho hacia la vida”. D’Annunzio no marchaba hacia el socialismo, no marchaba hacia la revolución. Nada sabía ni quería saber de teorías ni de doctrinas. Marchaba simplemente hacia la vida. La revolución ejercía en él la misma atracción natural y orgánica que el mar, que el campo, que la mujer, que la juventud y que el combate.
Y, después de la guerra, D’Annunzio volvió a aproximarse varias veces a la revolución. Cuando ocupó Fiume, dijo que el fiumanismo era la causa de todos los pueblos oprimidos, de todos los pueblos irredentos. Y envió un telegrama a Lenin. Parece que Lenin quiso contestar a D’Annunzio. Pero los socialistas italianos se opusieron a que los sóviets tomaran en serio el gesto del poeta. D’Annunzio invitó a todos los sindicatos de Fiume a colaborar con él en la elaboración de la Constitución fiumana. Algunos hombres del ala izquierda del socialismo, inspirados por su instinto revolucionario, propugnaron un entendimiento con D’Annunzio. Pero la burocracia del socialismo y de los sindicatos rechazó y excomulgó esta proposición herética, declarando a D’Annunzio un diletante, un aventurero. La heterodoxia y el individualismo del poeta repugnaban a su sentimiento revolucionario. D’Annunzio, privado de toda cooperación doctrinaria, dio a Fiume una Constitución retórica. Una Constitución de tono épico que es, sin duda, uno de los más curiosos documentos de la literatura política de estos tiempos. En la portada de la Constitución del Arengo del Carnaro[4] están escritas estas palabras: “La vida es bella y digna de ser magníficamente vivida”.[5] Y en sus capítulos e incisos, la Constitución de Fiume asegura a los ciudadanos del Arengo del Carnaro una asistencia próvida, generosa e infinita para su cuerpo, para su alma, para su imaginación y su músculo. En la Constitución de Fiume existen toques de comunismo. No del moderno, científico y dialéctico comunismo de Marx y de Lenin, sino del utópico y arcaico comunismo de la República de Platón, de la Ciudad del Sol de Campanella y de la Ciudad de San Rafael de John Ruskin.
Liquidada la aventura de Fiume, D’Annunzio tuvo un período de contacto y de negociaciones con algunos líderes del proletariado. En su villa de Gardone, se entrevistaron con él D’Aragona y Baldesi, secretarios de la Confederación General del Trabajo. Recibió también la visita de Chicherin, que tornaba de Génova a Rusia. Pareció entonces inminente un acuerdo de D’Annunzio con los sindicatos y con el socialismo. Eran los días en que los socialistas italianos, desvinculados de los comunistas, parecían próximos a la colaboración ministerial. Pero la dictadura fascista estaba en marcha. Y, en vez de D’Annunzio y los socialistas, conquistaron la Ciudad Eterna Mussolini y los “camisas negras”.
D’Annunzio vive en buenas relaciones con el fascismo. La dictadura de las “camisas negras” flirtea con el Poeta. D’Annunzio, desde su retiro de Gardone, la mira sin rencor y sin antipatía. Pero se mantiene esquivo y huraño a toda mancomunidad con ella. Mussolini ha auspiciado el pacto marinero redactado por el Poeta, que es una especie de padrino de la gente del mar. Los trabajadores del mar se someten voluntariamente a su arbitraje y a su imperio. El poeta de La Nave ejerce sobre ellos una autoridad patriarcal y teocrática. Vedado de legislar para la tierra, se contenta con legislar para el mar. El mar lo comprende mejor que la tierra.
Pero la historia tiene como escenario la tierra y no el mar. Y tiene como asunto central la política y no la poesía. La política que reclama de sus actores contacto constante y metódico con la realidad, con la ciencia, con la economía, con todas aquellas cosas que la megalomanía de los poetas desconoce y desdeña. En una época normal y quieta de la historia D’Annunzio no habría sido un protagonista de la política. Porque en épocas normales y quietas la política es un negocio administrativo y burocrático. Pero en esta época de neorromanticismo, en esta época de renacimiento del Héroe, del Mito y de la Acción, la política cesa de ser oficio sistemático de la burocracia y de la ciencia. D’Annunzio tiene, por eso, un sitio en la política contemporánea. Solo que D’Annunzio, ondulante y arbitrario, no puede inmovilizarse dentro de una secta ni enrolarse en un bando. No es capaz de marchar con la reacción ni con la revolución. Menos aún es capaz de afiliarse a la ecléctica y sagaz zona intermedia de la democracia y de la reforma.