Verdad y perdón a destiempo. Rolly Haacht

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Verdad y perdón a destiempo - Rolly Haacht

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dinero? —le preguntó.

      —¿Qué?

      —Te pregunto que si tienes dinero.

      —Sí, tengo dinero, ¿por qué lo dices? ¿Vas a cobrarme un alquiler o algo así?

      Jake se rio con diversión, pero luego dejó de hacerlo al comprobar que Louis hablaba en serio.

      —Te lo digo por la casa.

      —¿Crees que voy a tener que comprar mi propia casa?

      —Oye, tú no lo sabes, pero Derek se ha vuelto muy maniático con el dinero.

      —La casa es nuestra, Louis. De todos.

      —Yo ya no estoy tan seguro de eso...

      —Pues yo sí lo estoy.

      Louis se limitó a encogerse de hombros. Después de todo, no era su problema. A él tanto le daba si la casa se vendía o si se la quedaba Jake. Derek les había dicho una y otra vez que era lo mejor y que les proporcionaría a Zane y a él unos ahorros, pero la verdad era que no le importaba demasiado el dinero mientras conservase el trabajo, y también le daba bastante pena que otra familia viviese allí. No había sido su casa de toda la vida, pero sí había sido la casa de su adolescencia y de la que tenía más recuerdos.

      Su hermano se quitó la sudadera y se quedó con la camiseta interior de manga corta. Louis se quedó asombrado por su tamaño.

      —¿Has vuelto a jugar a fútbol? —fue lo primero que se le ocurrió preguntar.

      Solo lo había visto tan en forma cuando empezó a jugar en la universidad.

      —No —respondió Jake quitándose también las zapatillas.

      Luego, al parecer de forma instintiva, movió el hombro izquierdo en círculos con el brazo estirado. Solo entonces Louis se acordó del accidente.

      —¿Te duele?

      Jake lo miró, sorprendido, y dejó de moverse.

      —No. Es solo una vieja manía.

      No pudo evitar preguntarse si tendría cicatrices. Seguramente sí, pero era imposible vérselas con la camiseta, y pedirle a su hermano que se las enseñara el primer día de su regreso no era buena idea, teniendo en cuenta que fue por eso por lo que se marchó. Pese a todo, le producía cierto morbo pensar en verlas alguna vez. No conocía a nadie que tuviese una herida de bala, y mucho menos dos.

      28 DE NOVIEMBRE 1991

      E

      mily estaba de los nervios. Ahora que los niños empezaban a ser independientes no paraban quietos ni un solo momento. Danielle era tranquila por sí sola, pero en compañía de Jack hacía todo cuanto el otro quería. Zane y Derek la habían ayudado a preparar la cena, pero en ese momento los dos habían salido. La primera porque tenía que ir con Pitt a recoger a Louis del restaurante, y Derek había ido a por algo que ni siquiera recordaba. Tal vez no lo hubiese mencionado, o simplemente ella no le había prestado demasiada atención. ¿Hielos? Sí, puede que dijese que necesitaban hielo.

      —¡Hora de vestirse! —anunció.

      Los niños no se inmutaron. Estaban tirados en el suelo jugando a... ¿A qué estaban jugando? Emily se paró en mitad del salón viendo cómo Jack daba vueltas como si fuese un rodillo, y después Danielle se dispuso a imitarlo.

      —¿Se puede saber qué hacéis?

      —Somos cilindros, mami —respondió Danielle.

      —¡Sí! Cilindros humanos —añadió Jack.

      Emily se dio cuenta de que había un montón de piezas de geometría por el suelo.

      —Muy bien, niños-cilindro, vamos a recoger todo esto, que es hora de vestirse para la cena.

      —No, no tenemos hambre.

      —No, mami.

      —Yo tampoco tengo hambre todavía, pero tenemos que vestirnos para cuando Zane vuelva con el tío Louis y el tío Pitt, ¿de acuerdo?

      Danielle se incorporó, esperando que Jack también lo hiciera. Sin embargo, el niño continuó girando hasta que chocó con uno de los sofás, y entonces empezó a girar hacia el otro lado. Eso hizo reír a la niña a carcajadas. Esperaba no tener que llegar al plan B, pero vio que el reloj ya marcaba las siete y media y no tuvo más remedio.

      —Como papá regrese y vea que todavía no os habéis vestido, hablará con Santa para que el mes que viene deje vuestros regalos en casa de otros niños.

      Jack se paró al instante y se levantó, con los ojos muy abiertos y la boca en forma de «o» por la sorpresa. Danielle se limitó a preguntarle que qué era un mes.

      —¿Se los dará a Max? —quiso saber Jack.

      Max, un niño de seis años, era el hijo de uno de los vecinos que tenían más próximos.

      —Es muy probable. Estoy segura de que él ya se ha vestido.

      —Vamos, Delly, ¡corre! No podemos permitir que Max se quede con nuestros regalos.

      En menos de lo que había imaginado, Jack se puso a correr escaleras arriba, seguido de Danielle. Emily suspiró, aliviada, y subió tras ellos. Cuando llegó a la habitación que ambos compartían, Jack ya se había quedado en ropa interior y Danielle estaba intentando terminar de sacarse la camiseta. La ayudó a hacerlo y luego se dirigió a la cama donde estaba todo preparado. Les había comprado la ropa de forma que fuesen conjuntados. Él llevaría una camisa azul marino y un pantalón de pana marrón. Ella iría con un pichi beis y una camiseta debajo azul marino, con leotardos también de ese color.

      Cuando los dos estuvieron listos, Emily los llevó al cuarto de baño para peinarles. Ambos tenían unos pequeños taburetes sobre los que se subían para poder verse reflejados en el espejo. A Jack le mojó el pelo y se lo peinó hacia un lado mientras él jugaba con un coche que tenía en la mano y con el que, nada más terminar, recorrió todos los rincones. Danielle tenía un pelo precioso, rubio y lleno de tirabuzones. Se lo dejó suelto y le puso una diadema azul. Emily observó su reflejo mientras le cepillaba el cabello, percatándose de que ella se miraba sonriéndose a sí misma. No cabía duda de que era una niña muy bonita y que, casi con toda seguridad, lo seguiría siendo cuando fuera mayor. Y ya no solo porque ella fuera su madre y lo pensara, sino porque todo el mundo se lo repetía constantemente, ya fuera en el colegio, en el vecindario, en el supermercado... Por suerte, Danielle tenía solo cuatro años y la belleza no era algo que le importase demasiado.

      —Ya estáis listos —anunció Emily dejando el cepillo sobre el lavabo.

      —¿Ahora tenemos que ir a dar un paseo?

      Emily miró a su hijo, extrañada.

      —¿Para qué?

      —Para que Santa nos vea.

      —Ahora lo que tenéis que hacer

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