La fé que mueve montañas. Omraam Mikhaël Aïvanhov
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Los humanos se dispersan en la periferia de su ser al valorar una visión científica del mundo que da prioridad a la exploración de la naturaleza, por tanto, al estudio del mundo físico, del mundo que es exterior a ellos o que no es más que una envoltura material de su yo profundo. No se dan cuenta de que están perdiendo su centro, este punto que no sólo les mantiene en equilibrio, sino que también los une a la Fuente de la vida universal. Evidentemente, no les está prohibido considerar el universo como un inmenso campo de investigaciones y experiencias que el Creador ha puesto a su disposición. Pero no será lanzándose sin reflexionar en la física, la química, la biología, la zoología, la astronomía, etc., que los hombres apreciarán el sabor de la vida divina. Mientras están tan ocupados en satisfacer todas sus curiosidades, el tiempo pasa, su vida transcurre, y ellos se debilitan.
Cualesquiera que sean las posibilidades que se ofrecen a los científicos de explorar y de explotar la materia después de un período de admiración a raíz de sus descubrimientos, empezarán a sentir un vacío en su interior, ya que nada de lo que el intelecto puede tocar, abarcar, comprender, es capaz de colmarnos. Sólo la inmensidad, lo misterioso, lo invisible, lo impalpable, todo lo que no conocemos, puede colmar y llenar nuestra alma humana. La verdadera ciencia está aquí.
La verdadera ciencia no es el resultado de adquisiciones del intelecto, la verdadera ciencia es un saber que concierne al ser humano, su estructura psíquica y espiritual, sus cuerpos sutiles, sus aspiraciones más elevadas, así como sus lazos con todo el universo. No hay que rechazar fenómenos bajo el pretexto de que no entran en la categoría de aquello que puede ser observado y calculado. La vida espiritual está considerada como un fenómeno no científico. Admitámoslo. Pero si queréis sentiros siempre insatisfechos y en el vacío, ocuparos solamente de aquello que se considera “científico”.
A medida que progresaba, la ciencia ha creído que podía explicarlo todo y aportar todas las soluciones a los problemas de la humanidad. Efectivamente, la ciencia ha aportado grandes mejoras en muchos ámbitos, pero no podemos decir que haya mejorado en profundidad la condición humana, porque la ciencia sólo concierne al mundo físico, y un poco al mundo psíquico; no concierne ni al alma, ni al espíritu, lo que es normal puesto que no es su dominio. Gracias a aparatos extremadamente perfeccionados, en poco tiempo la ciencia ha hecho descubrimientos inauditos, tanto en el terreno de lo infinitamente grande, como en el de lo infinitamente pequeño, y estos descubrimientos han despertado en algunos la ilusión de que la ciencia puede suplantar a la religión. Pero el hecho de que unos astronautas recorran un espacio cósmico, que durante milenios los humanos han considerado la morada de Dios, que los físicos penetren en los secretos de la materia, que los biólogos adquieran cada vez más poder sobre la vida, todo esto no es motivo suficiente para que el hombre pueda creerse igual a Dios, declarar que Él no existe, o bien que está muerto y que la Creación no es más que producto del azar.
Todos estos filósofos y estos científicos que creen que el universo y el hombre son producto del azar, son como aquellos creyentes que esperan una cosecha cuando no han sembrado nada. Sí, se trata del mismo error en ambos casos: en el primero, estamos hablando de consecuencias sin causas, y en el segundo, de una creación sin autor. No merece la pena que gente, digamos inteligente y sabia, se burle de la ingenuidad de los creyentes: sus convicciones son igualmente ridículas.
Lo mismo que la religión no ha podido oponerse al desarrollo de la ciencia, la ciencia, a pesar de sus progresos, no podrá ni suplantar ni destruir la religión. Existe un vínculo entre estas dos actitudes, y cada una de ellas debe contribuir a beneficiar, a iluminar a la otra. Aquellos que intentan separarlas u oponerlas entre sí, cometen un error. El Señor no puede haber introducido en el universo que ha creado, y en el hombre que ha hecho a su imagen, dos realidades incompatibles. Pero para llegar a esta comprensión de las cosas, hay que realizar ciertos ajustes interiores.
Frecuentemente vemos cómo ciertas personalidades se indignan al ver que en el siglo XX, la humanidad todavía no se ha desembarazado de creencias calificadas como irracionales. Incluso nos vemos obligados a constatar que, después de un período materialista, cientista, cada vez más la gente se vuelve cada vez más hacia la religión, la espiritualidad, el misticismo, y esta tendencia, adopta a veces, formas confusas e insensatas. Incluso las autoridades religiosas se conmueven por ello, porque se sienten superadas por estas nuevas corrientes que no consiguen dominar. Pues bien, son los propios religiosos los responsables de esta situación, los cuales estuvieron más preocupados por extender el dominio de la Iglesia, que por responder a las necesidades de las almas y de los espíritus, al igual que los científicos y sus filosofías materialistas. Así pues, que cesen de lamentarse tanto unos como otros, sobre una situación que ellos mismos contribuyeron a crear, y que intenten encontrar juntos la forma de remediarla.
El ser humano no puede dilatarse más que en la inmensidad, en el infinito. Aunque encuentre útil, interesante, indispensable, todo lo que ya es visible, determinado, medido, clasificado, acabará por sentir que eso no satisface más que a una parte de sí mismo, y que es insuficiente para llenar su existencia. ¿Por qué les gustan tanto los cuentos a los niños? Y, ¿por qué también los adultos, en su mayoría, en cuanto pueden se refugian en mundos extraños, fantásticos, irracionales? Porque es una necesidad innata del ser humano: ha sido creado para vivir en los dos mundos, objetivo y subjetivo, material y espiritual, visible e invisible; así pues, posee capacidades para entrar en relación con estos dos mundos, y tiene necesidad de los dos. Sólo que no hay que confundir: la realidad que percibimos gracias a los cinco sentidos, no es la que percibimos gracias a los sentidos del mundo espiritual; son dos mundos diferentes, y su conocimiento necesita instrumentos diferentes.10
Los científicos deben contentarse con estudiar, observar y dar resultados de sus observaciones, eso es todo. No pueden pronunciarse sobre la vida psíquica del hombre, su vida moral, espiritual. Existe una frontera que no pueden franquear con los medios de qué disponen, no les está permitido reemplazar la religión por la ciencia, y todavía menos destruirla. Lo que pueden destruir, son las falsas creencias, y esto es una buena cosa. La verdadera religión no tiene necesidad de sobrecargarse con errores y supersticiones, y la verdadera ciencia no puede perjudicar a la verdadera religión: Dios no se ofenderá si no creéis que Él creó el mundo en seis días, y se sentirá tanto menos ofendido ya que, en realidad, crea incesantemente.
Pero querer combatir la religión en nombre de la objetividad y de la razón, es una tentativa destinada al fracaso. No podemos suprimir el sentimiento religioso, al igual que no podemos suprimir otros sentimientos. Éste también es un terreno en el que la razón por sí sola, es inoperante porque, lo repito, el sentido de lo sagrado, la necesidad de sentirse unido a este mundo divino en el cual tiene su origen, está inscrito en la estructura del ser humano. Podemos intentar negarlo, extirpar las raíces; aunque en ciertos momentos pueda parecer que lo consigamos, estos resultados no durarán y nos veremos obligados a constatar todos los estragos que una tal tentativa habrá producido, no solamente en los individuos, sino también en la sociedad.
Por otra parte, toda esta gente que predica la objetividad y la razón, ¿acaso han conseguido introducirlas en su vida? Miradles: se debaten entre angustias, miedos, cóleras, celos y todo tipo de pasiones incontroladas. ¿Dónde están aquí la objetividad y la razón?... Pero ellos aceptan todos estos sentimientos inferiores, incluso los encuentran naturales. Mientras que los sentimientos