Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García

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Regreso al planeta de los simios - Eladi Romero García Camelot

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hacia la mitad del concierto. Viene a ser la historia de un macho ibérico que habla con su pareja. Entre otras lindezas, le dice que le dará un hijo y que, por supuesto, este será varón. Siempre había pensado que los hijos se tienen en pareja, no se dan. Y el hecho de insinuar que, siendo varón, la cosa irá mejor..., pues qué quieres que te diga.

      —Visto así, suena bastante machista, sí.

      —Pero luego va y le dice a su mujer que llevará a por cangrejos de río a ese varón que pretende darle, portando un martillo para romperles la concha. ¿Qué le habrán hecho los pobres cangrejos para tratarlos de esa manera? Y enseñar a su hijo a comportarse así con unos pobres animales, pues que no...

      —Vaya, ¿eres vegetariano?

      —Casi, aunque debo reconocer que hoy he cenado morcilla en el mismo bar donde tú te has tomado un café antes de acudir al concierto. Una casualidad, ¿no te parece?

      —Ah, ¿estabas tú también allí? Pues no me he fijado.

      Adrián consultó disimuladamente su reloj, que ya marcaba las diez y doce minutos. ¿Realmente debía creer que aquella mujer no se había percatado de su presencia en el bar, y que luego se hubiera sentado justamente a sus espaldas? Por muy agradable que resultara a la vista, cada vez estaba más convencido de que allí había gato encerrado. Mentalmente volvió a insistirse en no correr riesgos.

      —Entonces, ¿eres o no eres vegetariano? –insistió Mónica, retomando el tema animal.

      —No del todo, aunque me propongo serlo en breve, cuando reúna la suficiente fuerza de voluntad para dejar el pescado. De hecho, he renunciado a los mamíferos y a las aves, con la excepción de la morcilla de hoy. Porque la morcilla de Burgos no puede comerse todos los días, o al menos yo no voy a ir a comprarla a propósito a ninguna tienda. Ha sido un pecado del que, aunque no te lo creas, ya me he arrepentido. Y todo ello lo hago no por una cuestión de salud, sino por amor a los animales.

      —¿Tienes animales?

      —Sí, precisamente dos gatos.

      —¿Precisamente? —inquirió la mujer ofreciendo una mirada curiosa.

      —Bueno, quería decir que sí, que tengo dos gatos..., y estos no están encerrados.

      —Ah, vaya, ¿los dejas sueltos acaso?

      —No, no... Paseamos juntos por la calle..., mejor dicho, ellos me pasean a mí.

      —¿Paseas gatos? ¿Y no se te escapan?

      —Algunas veces... Sobre todo el siamés. Precisamente el otro día...

      Adrián detuvo su relato, experimentando un nuevo vacío en su memoria. ¿Cuándo había escapado Chavico al jardín de una de las casas vecinas? ¿Ese jueves del que no recordaba absolutamente nada? Seguramente no, porque el hecho de poder evocar la huida de su mascota significaba que esta se había producido en un día distinto, aunque no tuviera claro cuál.

      —...el otro día, —continuó—, creo que el miércoles, el siamés se metió en el terreno de un vecino.

      —Qué interesante, cuenta, cuenta —exclamó Mónica dando el último trago a su gin-tonic.

      —¿Te parece interesante? —preguntó incrédulo el pensionista.

      —Es que a mí me encantan los gatos.

      —Ah..., bueno, pues eso, que se metió en el jardín de un vecino, y tuve que saltar un muro para cogerlo. En realidad no es un jardín, sino un terreno abrupto cubierto sobre todo de hierba silvestre, musgo, helechos y unos cuantos árboles.

      —¿Y qué dijo el vecino?, ¿se molestó?

      Adrián quedó unos instantes meditando la respuesta. Una respuesta que al final no llegó.

      —A decir verdad, no recuerdo ese detalle. Realmente no sé cómo terminó la aventura, llevo algunos días padeciendo fallos de memoria. Será cosa de la edad.

      —La edad, la edad... Si estás hecho un chaval.

      El pensionista, lejos de sentirse halagado, comenzaba a estar ya un poco harto de que lo tomaran por un muchacho. Tenía la percepción de que todo aquel absurdo, en el mejor de los casos, o se trataba de una broma, o bien de algo sin duda mucho más inquietante. Porque estaba plenamente convencido de que, en los anales de la historia, jamás se había producido el hecho de que una mujer de bandera como Mónica abordara a un tipo como él, que ni era rico, espía, político de alto rango o descubridor científico. Decidido a poner fin a aquella disparatada situación, le manifestó a la mujer su intención de regresar a Poo de Llanes.

      —Bueno, Mónica, si no te importa, vamos a dejarlo aquí. Tengo que ponerme cuanto antes en marcha porque me esperan más de 200 kilómetros hasta Poo de Llanes. Ha sido un verdadero placer conocerte, de verdad.

      —Que lástima, con lo a gusto que estábamos... En fin, otra vez será. Espero que coincidamos en otro concierto de nuestro Pablo.

      —En eso confío.

      Se abrigaron, y una vez en la calle, Adrián preguntó:

      —¿En qué dirección vas?

      —En esa.

      —Una pena, tengo el coche en dirección contraria —mintió el viejo profesor, deseoso de llegar cuanto antes a su casita asturiana para meterse en la cama. Cuanto antes se separara de Mónica, antes podría encontrarse con sus gatos—. Adiós, Mónica.

      La mujer se despidió dándole dos suaves besos en las mejillas que le dejaron el rostro con sabor a mandarina.

      Una vez solo, y tras comprobar que la mujer se había perdido ya entre las calles burgalesas, Adrián varió el rumbo para dirigirse directamente al lugar donde había aparcado su coche. Pese al frío reinante, caminaba sonriente, preguntándose de nuevo qué habría visto aquella mujer en él para incitarlo a tomar una copa sin conocerse de nada. Copa que, por cierto, había sido pagada de su bolsillo.

      «Quizá solo deseaba tomar un gin-tonic de gorra. Me habrá visto cara de primo y se habrá dicho, “este panoli me va a invitar”. En fin, no hay que darle más vueltas, cuando se lo cuente a los gatos me van a tomar por un fanfarrón».

      Estaba a punto de abrir su coche cuando, de repente, surgió de la nada un hombre alto, afeitado al ras y bien vestido, que lo abordó bajo una farola rota.

      —¿Qué le has hecho a Mónica, cabrón de mierda? —le preguntó mientras le lanzaba un derechazo a la mandíbula que le hizo saltar las gafas. El viejo profesor se inclinó, aunque en el último instante logró evitar empotrarse contra el suelo.

      —Pero..., ¿a qué viene esto? —fue lo único que se le ocurrió decir.

      —Calla y dime qué le has hecho a Mónica —insistió el agresor, agarrándole violentamente por la solapa de la parka.

      —En qué quedamos, en que me calle o en que le explique lo de Mónica.

      Un nuevo sopapo en el rostro le hizo comprender que aquel

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