Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García

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Regreso al planeta de los simios - Eladi Romero García Camelot

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habrá que mañana viajar a Burgos... Eso si me acuerdo al despertarme...

      El resto de la jornada transcurrió con normalidad. El desmemoriado pensionista cumplió con el ritual de caminar por los paisajes costeros del concejo llanisco, comió cuando el estómago le hizo memoria de que debía hacerlo, volvió a sacar a los gatos media hora más, bajó un rato a la playa para leer y, cuando comenzó a anochecer, vio una película mientras cenaba. El mismo programa de siempre. También imprimió la entrada del concierto, ya que le hacía ilusión asistir a él. Sin duda la misma ilusión que debía de haber sentido el día anterior. La única ocasión en que había acudido a un recital musical había sido al que Lluís Llach dio en Lérida, allá por los años setenta (su enflaquecida memoria no le permitía concretar cuál de ellos), y ahora parecía sentir la necesidad de hacerlo de nuevo.

      Por la noche, ya en la cama, y con los dos gatos lamiéndose las pezuñas antes de dormir, Adrián se encomendó a quien tramitara esos asuntos para que al día siguiente pudiera recordar lo que había hecho el 15 de febrero de 2019. Si no todo, al menos lo suficiente para poder acudir a Burgos en condiciones.

      Como siempre desde que se instaló en Poo de Llanes, durmió como un niño mimado. Y se despertó descansado, capaz de afrontar con optimismo todo lo que la nueva jornada pudiera deparar. Al descorrer las cortinas de la ventana, comprobó que incluso el sol lucía en todo su estimulante esplendor, circunstancia que lo animó aún más, habida cuenta de que sin apenas esfuerzo fue capaz de rememorar sus vivencias del día anterior.

      —Chicos, parece que todo ha vuelto a la normalidad. Hoy vais a tener ración doble de paseo porque me siento generoso..., y porque esta tarde la voy a pasar fuera, pequeños.

      Chapinete maulló un «sí, gracias» y bajó corriendo la escalera seguido de Chavico, siempre más comedido a la hora de expresar sus emociones.

      Después de comer, tomar el café y amodorrarse unos veinte minutos, volvió a sacar a los gatos y se dispuso para su viaje a Burgos. Se sentía ciertamente ilusionado por romper de aquella forma una rutina cotidiana que, aunque le resultara reconfortante, también convenía variar de vez en cuando para no percibirse excesivamente monótona. Así que montó en su modesto Dacia Sandero color mierda de gato, el único que encontró en el concesionario en el momento de adquirirlo, y puso rumbo a la capital castellana primero siguiendo la autovía del Cantábrico y, una vez llegado a Torrelavega, desviarse hacia el sur por el interior de Cantabria. Entre los numerosos estímulos visuales con los que se encontró lo sorprendió sobremanera la iglesia de San Jorge, en el pueblecito de Las Fraguas, un edificio católico que imitaba hasta sus mínimos detalles un templo romano. De hecho, fue tanto el impacto que su visión causó en Adrián, que este decidió detenerse para contemplarlo de forma más pormenorizada. Nunca hubiera imaginado encontrar algo así en aquel rincón de la Cantabria más rural, un edificio que al parecer había sido fruto del capricho de un aristócrata de la Restauración que llegó a regentar la alcaldía de Madrid. Gracias a un lugareño que transitaba por la zona, se enteró además de que, cerca de la iglesia, se alzaba también el palacio de los Hornillos, levantado por encargo del mismo noble e inspirado en una residencia rural inglesa. Tan inglés parecía, que en él se rodó la película Los otros, una cinta de Alejandro Amenábar cuya acción transcurría precisamente en una isla británica. Sin embargo, Adrián solo pudo contemplar el edificio desde una cierta distancia, pues seguía siendo de propiedad privada. En España, por muchas transformaciones democráticas que pudieran llevarse a cabo, lo esencial nunca cambiaba.

      Para el viejo profesor, Burgos no escondía demasiados secretos, pues la había visitado en diversas ocasiones, dedicando en una de ellas varios días a investigar sobre su condición de capital rebelde durante parte de la Guerra Civil. De hecho, tal circunstancia lo llevó a recorrer minuciosamente, aprovechando sus obras de remodelación, el palacio de la Isla, la que fuera residencia del general Franco situada junto al río Arlanzón. Hacia las seis de la tarde, aparcó su coche en el arranque de la avenida del Cid Campeador, junto a una funeraria, para seguir caminando tranquilamente hacia el centro. Anochecía ya cuando, al sentir que la temperatura comenzaba a refrescar el ambiente, decidió comer algo a modo de cena antes de dirigirse a la Casa del Cordón. Para ello escogió un sencillo bar de tapas donde, sin dudarlo, pidió en la barra un bocadillo de morcilla local y una cerveza sin alcohol. A continuación, se acomodó en una de las mesas, se despojó de la parka y sacó de ella el libro electrónico que siempre llevaba consigo. Un poco de lectura antes del concierto, unido a las visitas realizadas en Las Fraguas, sin duda completaría la ración de cultura con la que cada día, invariablemente, alimentaba su espíritu. Una medicina a la que se había acostumbrado desde muy chico, y que para él representaba la más completa de las taumaturgias posibles.

      Mientras aguardaba el bocadillo, enfrascado ya en una novela de intriga que recreaba la Barcelona de los años sesenta del anterior siglo, entró en el bar una mujer rubia, de perfecta anatomía, que solo aparentaba cierta edad por unas apenas imperceptibles grietas en su rostro. Adrián levantó durante unos segundos su mirada, para regresar de inmediato a su relato. Al momento apareció el camarero con su bebida y su morcilla bien encajada en un pedazo de pan candeal. El oscuro color del embutido contrastaba con el blanco de la esponjosa miga cubierta de una crujiente costra que, con solo su tacto, hizo las delicias del viejo profesor. Con un primer bocado de tanteo, este volvió a recordar de inmediato aquellos sabores tradicionales tan frecuentemente paladeados durante su anterior estancia en Burgos.

      La rubia, tras despojarse de su abrigo oscuro, se había arrimado a la barra para pedir un café. Adrián volvió a mirarla, ahora con algo más de atención, pudiendo apreciar unas largas piernas cubiertas con unas medias oscuras, y un cuerpo encajado en un traje con falda de color rojo, en el que podían apreciarse unos senos de modélico tamaño, es decir, ni muy diminutos ni demasiado abultados. Todo en ella parecía haber sido diseñado a la perfección, en particular aquellas nalgas que sobresalían del taburete en el que se hallaban aposentadas.

      «Bueno..., ya la has valorado y le has dado un diez y medio. Tu faceta de viejo verde se ha manifestado con creces. Vuelve a la morcilla, que es lo único que vas a morder esta noche».

      El bocadillo le aguantó cuatro dentelladas más, para desaparecer engullido en su estómago. Y aunque tuvo la tentación de repetir, supo controlarse en beneficio de su salud. Un cortado descafeinado, lentamente saboreado mientras leía su intriga, sirvió para rematar aquella sencilla pero exquisita cena. Discretamente satisfecho, consultó su reloj y comprobó que marcaba casi las siete y media. Un breve y relajado paseo hasta la Casa del Cordón, previa visita al excusado del bar, le permitiría aligerar la digestión y afrontar el concierto con todas las garantías requeridas.

      Al aproximarse a la barra para abonar la cuenta, lo hizo acercándose todo lo que pudo, aunque con discreción, a aquella fantástica rubia, que seguía con su café como si a su alrededor no existiera mundo alguno. Al instante percibió un agradable aroma de perfume a la mandarina que le empujó a alabar mentalmente el buen gusto de la mujer, mucho más bella de lo que había podido apreciar cuando entró en el establecimiento. De momento, el alzhéimer no parecía haber menoscabado la pasión que siempre había sentido por las damas hermosas.

      A las ocho menos diez se encontraba ya ante la puerta de la Casa del Cordón, donde tampoco es que se aglomerara una abrumadora multitud. Pablo und Destruktion sin duda no era un portentoso arrastrador de masas como sí podían serlo Beyoncé o Abraham Mateo, y la cola para acceder al auditorio apenas incluía diez personas. Una vez dentro, Adrián incluso pudo elegir un sitio próximo al escenario, en un espacio en el que no llegaron a juntarse más de trescientas personas sentadas. De hecho, el aforo quedó sin completar, de forma que el evento que allí iba a producirse recordaba más al concierto de un quinteto de cuerda barroco que al de un representante de la moderna psicodelia.

      En el escenario, Pablo y sus dos colaboradores, un batería y un bajo, se encontraban ya afinando los instrumentos sin prestar demasiada

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