Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García

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Regreso al planeta de los simios - Eladi Romero García Camelot

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del sufrimiento secular de los serbios frente a sus siempre crueles enemigos.

      Los primeros en dudar de la segunda versión de Đorđe, la que hacía referencia a un peligroso juego de autoerotismo con botellas demasiado anchas, fueron los propios médicos de Belgrado, serbios por más señas. No lo curaron, pero sí difundieron la idea de que el desgraciado serbokosovar no había podido ser capaz, por sí solo, de provocar semejante estropicio. El ministro del Interior de Yugoslavia, el obeso comunista esloveno Stane Dolan, puso el grito en el cielo al conocer el diagnóstico y ordenó a su policía que no buscara a ningún culpable del empalamiento. Los medios nacionalistas serbios convirtieron a Đorđe en un mártir de su patriótica causa, un ejemplo más del sufrimiento secular padecido por el pueblo serbio desde que en 1389, en la batalla de Kosovo Polje, fuera derrotado por los turcos. A partir de entonces, el Islam se había apoderado de la tierra que los había visto nacer, oprimiendo, expulsando y asesinando a miles de eslavos. Como en tiempos de los señores otomanos, Đorđe había sufrido el típico castigo que estos solían aplicar a sus subordinados más díscolos, es decir, el empalamiento. Incluso se compusieron poesías dedicadas a su persona: «Como si de un cordero se tratara, al igual que en los tiempos pasados de los turcos, traspasaron a Đorđe con una estaca...».

      El pintor académico serbio Mića Popović, en honor del nuevo santo nacional, realizó un cuadro titulado Crucifixión de Đorđe Martinović (en realidad una recreación del Martirio de San Felipe, del setabense José de Ribera). En él podía verse al involuntario protagonista en el momento de ser izado para su empalamiento por varios individuos ataviados con quelshe (el típico gorro albanés), bajo la indiferente mirada de un policía yugoslavo. Todo un símbolo de lo que en realidad sin duda había sucedido.

      La policía nunca investigó la supuesta tortura padecida por Đorđe. El ministro Dolan llegó incluso a declarar que el serbokosovar venía a ser una suerte de samurái que se había aplicado el harakiri. Y entonces, Đorđe, animado por algunos nacionalistas serbios que pretendían aprovechar su caso para estimular su causa, demandó al Estado yugoslavo por no haberle sabido proteger. Un tribunal de Belgrado falló en su favor el pago de una fuerte indemnización, dinero que, no obstante, el demandante nunca llegaría a cobrar.

      A la vez que andaba de escándalo en escándalo, Đorđe entraba y salía de los quirófanos buscando ser curado del todo. Sus nuevos protectores serbios de la prensa le facilitaron el traslado nada menos que a Londres, donde fue tratado por un eminente especialista británico. Una vez que su estómago quedó libre de vidrios, regresó a su pueblo, donde definitivamente tuvo que vender su campo a unos albaneses.

      Un calvario que caló en el corazón de muchos serbios, temerosos de que, en una Yugoslavia cada vez más débil, croatas y musulmanes bosnios o albaneses acabaran convirtiéndose en los nuevos opresores. Entre aquellos se encontraba Darko Mrđa, un adolescente serbio nacido en Zagreb que entonces habitaba en la localidad bosnia de Prijedor, trabajando en una mina cercana. Las ideas nacionalistas, basadas en tópicos étnicos e históricos, le llegaban a borbotones, desordenadas y sin demasiado criterio.

      —Si no hacemos algo pronto, los turcos volverán a jodernos como siempre lo han hecho —solía comentar a todo aquel serbio que quisiera escucharle—. Fíjate lo que hicieron con el pobre Martinović... Y los mandamases comunistas dejándolos hacer. O nos defendemos, o nadie lo hará por nosotros...

      EL MUERTO DE BRIHUEGA

      El viernes, 15 de febrero de 2019, Juan García Valladares, considerado por casi todo el mundo como una buena persona, afable y un tanto ingenuo, encontró el cadáver desnudo de un varón en la carretera autonómica CM-9203, a escasos trescientos metros en línea recta del casco urbano de Brihuega. A pesar de la niebla, pudo verlo tirado en paralelo a la cuneta mientras circulaba a reducida velocidad en su achacosa furgoneta, que en su tiempo fue blanca y ahora presentaba diversas manchas de herrumbre. Más por comprobar que no había sufrido una visión que por ánimo de socorrer a nadie, detuvo su vehículo junto a unas matas y salió de él para constatar que sí, que efectivamente se trataba de un cuerpo humano sin vida. O al menos así lo creyó entender en un primer momento, cuando comprobó que ni se movía ni respiraba. Un cadáver cuya piel blanquecina contrastaba con el verde color de los arbustos que delimitaban la carretera, y que en su momento debió acoger el alma de un individuo de sexo masculino de entre cuarenta y setenta años aproximadamente, García Valladares tampoco era muy práctico a la hora de calcular edades.

      Como buen ciudadano, lo primero que hizo, después de comprobar que no había nadie en los alrededores, fue utilizar su móvil para llamar al 112 y advertir de la presencia de un muerto. Luego, sintiendo un ligero temor a lo desconocido, regresó a la furgoneta y desde su interior aligeró la espera observando el cuerpo, que no presentaba evidencia alguna de sangre o cualquier tipo de herida. «Habrá muerto de un ataque al corazón», pensó. Idea que descartó de inmediato, porque nadie, ni siquiera un exhibicionista, pasea desnudo por un paraje tan poco estimulante.

      A los cinco minutos escasos apareció un pequeño camión, que ante la estrechez de la carretera y el obstáculo de la furgoneta, tuvo que situarse en el carril contrario para seguir su camino. Como con todos los camiones, su conductor tenía un horario que cumplir y desde luego no era su intención detenerse.

      —¡Vaya sitio para pararse, so cabrón! —gritó este dando muestra de su irritación.

      —¿No ves que hay un muerto ahí tirado? —le respondió García Valladares desde el interior de su vehículo. Pero el camionero ya había acelerado y no atendía a razones, más que nada porque no las podía oír.

      «¿Y quién será el pobrecillo? Mira que dejarlo en pelotas..., hay que ser muy hijoputa para tratar así a la gente... No parece del pueblo... Espero que no tarden mucho... Quizá no debería haber avisado, porque ahora me harán perder un montón de tiempo..., igual me llevan al cuartel para interrogarme, con la faena que tengo... Pobre hombre..., si no se le ve el cuello...».

      Dos minutos después, apareció un Peugeot de la Guardia Civil, que se detuvo junto a la furgoneta.

      —¿Es usted quien ha avisado al 112 del hallazgo de un cadáver? —le preguntó desde la ventanilla el agente que viajaba en el asiento del copiloto.

      —Sí, yo mismo.

      —No se mueva, vamos a aparcar.

      El coche policial se situó delante del coche de García Valladares y su conductor paró el motor. Sus dos ocupantes descendieron con determinación, para dar inicio a las diligencias pertinentes.

      Lo primero que hicieron fue observar el cadáver, que descubrieron sin necesidad de que Díaz Valladares les indicara su posición. A pesar de pertenecer a un discreto puesto de pueblo, parecían acostumbrados a este tipo de situaciones, aunque en realidad ninguno de los dos jóvenes agentes se hubiera enfrentado a un hecho parecido.

      —¿Ha tocado usted algo? —le preguntó a continuación el que portaba barba al conductor de la furgoneta.

      —Nada... He aprendido de las películas...

      —Muy bien, ¿y usted se llama...?

      —Juan García Valladares...

      El guardia civil lo tenía visto de alguna otra ocasión anterior, aunque prefirió asegurarse.

      —¿Vive usted en Brihuega?

      — Sí, tengo una pequeña tienda... Precisamente iba en busca de género a Guadalajara.

      —Entonces

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