Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García
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—¿Y no conoce al... difunto?
—No... Tampoco me he fijado mucho en la cara, pero no me suena.
—Muy bien... Pues ahora, mi compañero le va a tomar los datos para que haga una declaración más completa en el puesto. Seguramente le llamaremos a media mañana. ¿Estará usted en Brihuega?
—Espero que sí. Solo tengo que recoger unos productos... Supongo que antes de las once estaré de vuelta...
—Muy bien..., pues esté pendiente del móvil. Lo ha hecho usted bien..., y se lo agradecemos.
—Nada, a mandar.
—Ah, y no diga nada a nadie hasta que no haga su declaración.
—¿Ni a mi mujer?
—A ella menos, porque si se ha quedado en la tienda, seguro que se lo casca a todo el mundo.
—Vaya, parece como si la conociera de toda la vida.
—No sé si la conozco o no..., pero usted lo sabrá ya... Es en las tiendas de pueblo donde se entera uno de todo.
El segundo agente apuntó en una libreta el teléfono, la dirección y el DNI de García Valladares, y a continuación le indicó que ya podía seguir su camino. Mientras, el que parecía llevar la voz cantante, tras colocarse unos guantes elásticos se había dedicado a comprobar con sumo cuidado que el cuerpo estaba realmente muerto. Hecho que confirmó prácticamente de inmediato al constatar que el cuello del cadáver parecía haber sido oprimido hasta quedar reducido a unos tres centímetros de diámetro, poco más que un macarrón de los gordos. Sus ojos enrojecidos y una lengua morada y muy hinchada asomando por la boca sirvieron para evidenciar aún más el fallecimiento de aquel desdichado.
«Joder... A este le han apretado literalmente las tuercas hasta estrujarlo del todo», pensó, sinceramente sorprendido ante lo que acababa de contemplar.
Cumplieron el protocolo con estricta precisión, informando en primer lugar al sargento del puesto de Brihuega para que este diera aviso a la comandancia de Guadalajara y al juzgado. Mientras aguardaban la llegada de la comisión judicial y de los agentes especializados, procuraron controlar el tráfico, no demasiado fluido en aquel tramo, a la vez que realizaban la pertinente inspección ocular por la zona donde se ubicaba el cadáver. Sabían que cualquier resto, huella o indicio podía resultar clave para determinar las circunstancias de la muerte.
—Santi, creo que a este pobre se las han hecho pasar putas. ¿Te has fijado en cómo tiene el cuello? Se lo han dejado más estrecho que una flauta.
—Eso parece... La mueca del rostro indica mucho sufrimiento, como si le hubieran estado apretando durante un buen rato.
—Se trata de un asesinato..., seguro.
—El primero que veo...
—Y yo...
Cuarenta y cinco minutos más tarde hacían acto de presencia en el lugar una ambulancia, el vehículo que transportaba al juez, al secretario judicial y al forense, y un Jeep Grand Cherokee de la Guardia Civil. A pesar de la discreción de García Valladares, que había mantenido el silencio exigido, en Brihuega corrían ya rumores de que algo singular debía de haber sucedido en la carretera de acceso al pueblo por el oeste, pues en ese tiempo eran ya varios conductores los que se habían topado con el Peugeot de la Guardia Civil. Alguno de ellos incluso conocía a los agentes y había intentado informarse, aunque estos supieron mantener en todo momento el secreto que el caso parecía exigir. Y fue precisamente la ausencia de información la que provocó todo tipo de habladurías, a cual más extravagante.
En torno al cadáver, aparte de los dos agentes que habían llegado en el Peugeot, acabaron concentrándose un total de doce personas entre sanitarios, guardias adscritos a la policía judicial de Guadalajara, representantes de la judicatura (juez y secretario) y el preceptivo médico forense. Una vez informados de las circunstancias relativas al hallazgo del cadáver, fue este el primero en actuar, declarando oficialmente la muerte del finado tras realizar las observaciones pertinentes.
—¿Considera que nos encontramos ante una muerte violenta? —inquirió el juez de guardia a continuación.
Se trataba de un funcionario relativamente joven, que había insistido en presentarse personalmente en el lugar del suceso cuando perfectamente hubiera podido dejar el trámite en manos del secretario. La casi total seguridad, indicada por los agentes que habían custodiado el cuerpo, de que se apreciaban indicios de criminalidad, le había empujado a personarse en tan escabroso escenario.
—No me cabe la menor duda, señor juez. Pese a no presentar grandes heridas, este hombre parece que murió estrangulado..., aunque de una forma un tanto... particular. Tiene el cuello roto, como si se lo hubieran apretado con algo extremadamente contundente..., no sé, alguna cuerda... o quizá más bien con alguna pieza metálica, porque semejante destrozo difícilmente pudo realizarse solo con las manos. Y además se ha tenido que ejercer una gran fuerza... He observado señales de marcas bastante regulares en las partes anterior y posterior el cuello, marcas de lo que bien pudo ser alguna pieza metálica que alguien cerró en torno a la garganta de este infeliz..., provocando incluso pequeñas heridas que han llegado a sangrar. Nunca había visto nada igual... No sé, si no fuera porque suena absurdo, yo diría que este hombre ha sido agarrotado..., como cuando existía la pena de muerte. Por supuesto yo jamás he visto el cadáver de un agarrotado, aunque algo he leído de la forma en que la gente moría cuando era condenada a dicha pena... En fin, después de la autopsia tendrá usted datos más precisos.
—Vaya... Todo eso suena a algo muy... complicado —estimó el juez—. Desnudo, abandonado en una cuneta y, encima..., agarrotado. Alguien se ha tomado mucho interés en que la muerte de este hombre no pasara desapercibida. El problema es que de momento desconocemos su identidad... En fin, sargento —dijo a continuación, dirigiéndose a uno de los guardias llegados en la misma comitiva—, la cosa queda ahora en sus manos. Por mí, pueden llevarse el cadáver cuando ustedes hayan terminado su tarea. Ramón, encárgate de los trámites, por favor.
El aludido, que no era otro que el secretario judicial, asintió con un gesto. Los guardias de la judicial, cuatro en total, pasaron a estudiar el cadáver, fotografiar su posición y buscar por el entorno alguna huella o indicio que permitiera entender un tanto las circunstancias de aquella muerte. Las formalidades se alargaron durante cerca de hora y media, lapso en el que se embolsaron diversas muestras como colillas, pequeños papeles e incluso un clavo diminuto. Durante todo ese tiempo, el tráfico fue desviado hacia la calle de Quiñones, paralela a la carretera ahora controlada por la Guardia Civil. Concluidas las formalidades, todo el mundo regresó a Guadalajara, excepto los dos agentes del puesto de Brihuega, que ya se habían retirado una hora antes a instancias del sargento de la judicial.
Los dos sanitarios fueron los encargados de depositar el cadáver en la ambulancia para trasladarlo al instituto de medicina legal de los juzgados de Guadalajara. Durante la maniobra, la cabeza del muerto se ladeó de forma exagerada, como si estuviera atada al tronco con una simple cuerda.
—Un poco de cuidado —les reprendió el forense, temiendo que el cuerpo acabara decapitado.
En ese momento, prácticamente todo el mundo en el pueblo estaba ya al corriente del hallazgo de un cadáver en su término municipal. Incluso un vecino con contactos había telefoneado ya a La Crónica de Guadalajara para informar del suceso.