Regreso al planeta de los simios. Eladi Romero García

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Regreso al planeta de los simios - Eladi Romero García Camelot

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de los veinte años, acabó sospechando que se trataba del asistente de mayor edad. Circunstancia que, precisamente por las sesenta y dos primaveras que arrastraba y que le hacían estar de vuelta de casi todo, tampoco le preocupaba demasiado.

      Comenzaron a sonar las primeras notas, imprecisas, mientras el batería practicaba con el bombo. Pablo saludó, agradeció la presencia de un público que aunque no excesivamente numeroso sí se mostraba bastante entusiasta, y a continuación solicitó silencio para que todo el mundo pudiera disfrutar de sus canciones. Adrián, cada vez más estirado de pies y brazos, agradeció no tener a nadie en los lados a quien pudiera molestar su actitud.

      «Que empiece ya..., o el público se va...», cantó mentalmente.

      De repente, notó una fragancia a mandarina que le hizo recordar su cena en el bar. Se giró lentamente, como a menudo había visto hacer en las películas de terror, para encontrarse justo tras su asiento con la rubia del traje rojo. Confuso, sin saber qué hacer, volvió de inmediato su mirada hacia el escenario.

      «Vaya casualidad..., y además, está sola».

      El bajo del dúo que acompañaba a Pablo inició la andadura del concierto. En aquel auditorio perfectamente remodelado en el interior de un edificio tardogótico, realmente la música sonaba a la perfección. El líder del grupo hizo sonar su guitarra acústica y comenzó a cantar un tema incluido entre los preferidos por Adrián. La cosa parecía ir sobre ruedas. Disimuladamente, se fue girando de nuevo para encontrarse otra vez con el rostro de la mujer, quien, ahora ya sin disimulo alguno, acabó por sacarle la lengua en un gesto marcadamente sensual.

      «Esto no puede estar sucediendo…».

      El viejo profesor, sintiendo el perfume cada vez más intensamente, no pudo evitar rascarse compulsivamente la cabeza. Para él, la situación resultaba perceptiblemente más insólita que los olvidos del día anterior. Porque hasta el presente, ocasionales fallos de memoria los había tenido, sí, sobre todo desde que superó la sesentena, pero nunca, jamás, ninguna desconocida le había sacado la lengua como acababa de hacerlo la rubia sentada a sus espaldas.

      Lo único que se le ocurrió pensar fue que se trataba de una prostituta buscando clientes, aunque el lugar elegido no parecía el más adecuado para tal propósito. Nada menos que una entidad de la categoría de la Casa Cultural del Cordón convertida en un lupanar... O también podía tratarse de algún tipo de trastorno, algo similar a la antigua histeria de época victoriana adaptada a los tiempos modernos. Incluso pensó en un síndrome de Tourette en su variante gestual. Adrián no es que fuera un experto en esos temas, pero intuía que, aunque para la sorprendente mueca de la mujer podían existir diversas explicaciones, estaba razonablemente seguro de que ninguna de ellas la consideraría como algo habitual.

      «Bueno, ya se le pasará...», supuso mientras intentaba concentrarse en el concierto.

      Durante el tiempo de las dos canciones siguientes, Adrián prácticamente ni pestañeó por no provocar más alteraciones en la mujer. Sin embargo, cuando Pablo iba a iniciar el siguiente tema, sintió la mandarina mucho más próxima a su cogote.

      —Es bueno..., este Pablo und Destruktion, muy bueno.

      No sin cierta prevención, el pensionista ladeó lentamente la cabeza hacia su derecha, para encontrarse con la cara de la rubia prácticamente adherida a su hombro.

      —¿Cómo..., dice usted? —preguntó nervioso.

      —Que toca muy bien, este Pablo.

      —Sí, lo hace bien, sí.

      —¿Lo conocías ya?

      —Sí..., bueno, es que es asturiano —se le ocurrió decir a Adrián como única explicación.

      —Ya... Pues a mí me habían hablado muy bien de él, pero no lo había escuchado nunca. Y no me arrepiento en absoluto de haber venido. Me lo estoy pasando en grande.

      —Vaya, me alegro —manifestó el viejo profesor, como si se sintiera responsable de que la mujer disfrutara con aquella música. Mientras hablaba, intentaba hacerlo sin apenas abrir la boca, no se le fuera a escapar algún regüeldo con sabor a morcilla—. Y si pone más atención, aún le gustará más, ya verá usted.

      —Captada la indirecta... Vamos a escucharlo con atención. Aunque..., digo yo, los conciertos están para comentarlos... Y como he venido sola, y tú tampoco tienes compañía... Pero no es mi intención molestar...

      —No, mujer, si no es molestia...

      —Vale, vamos a ver qué nos canta ahora nuestro Pablo el asturiano.

      El concierto se prolongó durante una hora más, tiempo en el que Adrián no dejó de escuchar sonoros aplausos y gritos exaltados, con los que la rubia parecía animarse como una colegiala en una actuación de Justin Bieber. Y cuando el cantante dio por finalizado el concierto, levantada ya de su silla y agitando los brazos, no dudó en exigir algún bis que calmara su excitación. Los jóvenes de alrededor, al contemplarla, no dudaron en corear sus exigencias como si estuvieran poseídos. Adrián se rehundió en su asiento, suplicando que, de haber algún mago en la sala, lo hiciera desaparecer de inmediato para evitar la vergüenza ajena que sentía.

      Al final hubo bises. Pablo regaló a su enfervorizado público dos canciones más, y al retirarse fue despedido con un dilatado aplauso general, con toda la gente en pie y gritando consignas como puxa Asturies o «vuelve, Pablo, vuelve». Aprovechando el bullicio, Adrián se dispuso a salir por un pasillo lateral para no verse obligado a hacerlo en medio de aquella exultante marea. Andaba ya por la mitad de la sala cuando le agarraron del hombro.

      —Chico, ¿te ha gustado el concierto? Yo he disfrutado una barbaridad...

      Como si se conocieran de toda la vida, la rubia acababa de sujetarlo con su mano izquierda para dirigirse a él con el cariñoso apelativo de «chico». El pensionista pensó si el principal problema de aquella mujer no radicaría en la vista, porque a su edad, llamarle de aquella manera sin antes haber comido juntos al menos en una ocasión, solo podía explicarse por un asunto de oftalmólogo. ¿Acaso no lo estaría confundiendo con otra persona?

      —Perdone, seño...ra... rita. ¿Nos conocemos de algo?

      —No creo..., ¿por qué lo preguntas?

      —No, por nada, como la noto tan... familiar.

      —Es que como hemos compartido juntos este maravilloso concierto, y al haber asistido los dos sin compañía alguna, no he podido evitar el comentarlo contigo. No tenía a nadie más con quien hacerlo, perdona si te he molestado...

      —No, no me ha molestado..., solo me ha resultado..., chocante.

      —¿Nos tomamos algo juntos?

      —¿Cómo dice?

      —Que si nos tomamos algo juntos. La gente ya comienza a salir, y debemos darnos prisa si no queremos que nos pille el toro.

      Adrián pensó que el toro le había pillado hacía ya un buen rato, aunque, más que dolor, lo que realmente sentía en aquellos momentos era excitación. ¿Qué demonios pretendía aquella atractiva mujer coqueteando con un jubilado cuyo círculo social se reducía a dos gatos y su vecino Ramón, cuando este tenía a bien salir de su casa?

      —Venga,

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