Aprendiendo con Freud. Lou-Andreas Salomé
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BALADAS DEL SUR DE ESLAVIA
Tausk me las ha traído traducidas. Está la poesía de la que Goethe dijo a Eckermann era la más hermosa que jamás hubiera conocido52 (o algo parecido). No es suficiente sin embargo decir que es hermosa: llena directamente de alegría. Uno no reacciona con juicio, sino con alegría.
El entusiasmo que sentimos ante la brutalidad y la crueldad de estas gentes —que corresponden a sus dimensiones—, no responde al encanto nietzscheriano ante la «bestia rubia», ante la fuerza primitiva, sino a que esta fuerza originaria es ya muy consciente de sí, conoce la existencia de la jerarquía, de las inhibiciones, de los «pecados» —pero que «peca» de forma prometeica—. (El acto naïf, en el sentido del animal no domesticado, tampoco existe en el «salvaje», ser humano completamente sometido al ceremonial religioso). Los abusos de poder y las rebeliones se producen precisamente en la suposición de que tendrán unas consecuencias infinitamente más positivas y más directas que nuestros lejanos castigos infernales o que la forma más próxima, aunque algo platónica, de los remordimientos; ya que, en la medida en que para estas personas el pecado es algo real, dependen todavía del «acontecer» universal y se vengan, pues, del mismo. El pecador se convierte así, al mismo tiempo, en héroe, ya que se entrega al pecado, paga, se sacrifica y conoce el éxtasis, compañero de los actos y sacrificios más elevados.
Por todo ello, estos hombres deben tener una actitud totalmente distinta respecto a la represión. Lo que toma su venganza en el acto no puede, en cierto modo, ser reprimido, sino que permanece en el contexto del desarrollo natural cotidiano: de este modo, cada uno se mantiene, de buen grado o no, igual a sí mismo. La cobardía, a su vez, no crece más que allí donde puede encontrar refugio —y admitimos que los animales de las llanuras son más valientes en sus actos y en su vida que los que se ocultan en las montañas.
A tal respecto, me planteo siempre un mismo problema, que no ha sido discutido nunca, creo yo que injustamente, por el psicoanálisis. A saber, que al liberarse conscientemente algunas partes reprimidas y atrapadas, el proceso normal exigiría su recaída inmediata en el inconsciente a fin de alcanzar plenamente su actividad a través de su fuerza natural liberada: del mismo modo que unas plantas que se pudren o que se convierten en polvo vuelven a la actividad, devueltas al suelo en forma de humus, sin el cual aquel sería hierro y estéril. Nos imaginamos el psiquismo normal como un vaso de agua clara con flores bien cortadas y ordenadas, y olvidamos la oscura tierra en la que crecen sus raíces: de tal modo que el hombre del futuro aparece casi como «esterilizado» de su inconsciente y lo menos fecundo posible en lo tocante a su espíritu y a su cuerpo. Nos sentimos tan a gusto con la auténtica poesía popular porque no nos aporta algo esterilizado, sino que irreflexivamente evoca en nuestro interior todo aquello que hace que nosotros, seres humanos, vivamos, actuemos, en una palabra, existamos.
Los poetas populares tienen razón al considerar las cosas o blancas o negras, procedimiento que nuestros poetas «versados en psicología» han abandonado hace ya tiempo. La poesía primitiva se consagra con todo su temperamento personal a los fenómenos y a sus consecuencias, sin pactar con la ciencia, la cual, por otra parte, aprendió de ella lo que es abstraer. En este sentido popular el pensamiento se corresponde plenamente con la posición psicoanalítica al recurrir ambas a tipificaciones basadas en opciones de base, no por un razonamiento afectivo o moral sino precisamente por todo lo contrario, en un intento por conseguir la máxima pureza haciendo derivar lo individual de sus conexiones objetivas; el pensamiento popular, por su parte, se estanca en las simplificaciones que se derivan de sus percepciones subjetivas.
Ahora bien, también podría objetarse que lo que se hace visible a través de las determinaciones,53 del psicoanálisis lo es únicamente en uno de sus aspectos, no en su totalidad; sólo por el lado vuelto hacia nosotros (por ejemplo, la historia de nuestra vida, etcétera). En la medida en que todo ello no representa sino un fragmento de lo acontecido, es decir, que sólo existe por ser al mismo tiempo acontecimiento y elemento del otro lado (apartado de nuestra subjetividad), somos aceptados allí aunque de muy distinta forma, y estamos enraizados y florecemos, del mismo modo a como estas determinaciones hacen posible que lo reconozcamos en nosotros. Precisamente el inconsciente nos ha mostrado en qué medida «somos» algo más de lo que somos «nosotros», y a fin de cuentas, es en lo más profundo de sus límites donde termina, no ya el razonamiento afectivo, sino que, junto con él acaba también el juicio fáctico. Y, a este nivel, podemos pensar que el hombre arcaico, de espíritu ingenuo, lleva a cabo algo más que una «conexión interpretativa» al instalarse involuntariamente y sin personalismos en el hecho que ha sucedido a la vez en él y en su entorno («haciéndolo reaccionar y condicionándolo») como sucede en el gran Uno-y-el-mismo. Entonces puede parecer momentáneamente como muy activo y pensativo. Y es sin duda algo de esto lo que nos afecta tan profundamente de estas «acciones pecaminosas» de las baladas del sur de Eslavia: una forma de actuar que sentimos como la existencia misma, que no exige justificación ni excepcionalidad alguna, accediendo simplemente a aquello que constituye junto a la acción misma, la eterna realidad de lo sucedido, aunque las consecuencias de la acción puedan ser el aniquilamiento.
ADLER Y FREUD
(lunes, 9 de diciembre de 1912)
Adler me escribe quejándose de la «infidelidad» de Stekel, lo cual no deja de tener gracia; no hubiera podido probarse más rápidamente. Pero también se lamenta sobre la mía, y ahí lleva razón. Nos hemos encontrado y hemos estado hablando y callejeando por espacio de dos horas. De hecho, es fácil comprender lo que parece diferenciar a Adler y Freud; el «sentimiento de inferioridad» de Adler contiene en sí mismo una «represión primitiva», la experiencia de una humillación fundamental, mientras que «la represión» de Freud remite a un material, por así decir, psicologizado, que ya ha aparecido en la consciencia. Decir que este material es «sexual» es únicamente posible bajo la condición de que lo distingamos de lo «espiritual»: los dos van siempre juntos y aparecen de forma ambivalente. Por otra parte, cuando Adler insiste en la «protesta del yo», ésta crece únicamente a partir de la supresión de un encadenamiento general mal definido, es decir, de lo sexual en cualquier caso. El criterio es, pues, que se puede describir desde dos lados, del psíquico y del físico, y que aquí todas las alteraciones y las neurosis se entrecruzan como en un punto de intersección que simboliza la totalidad. Pero Freud es el único que ha ideado para ello la expresión «compromiso»,54 el único que ha hecho justicia a la doble naturaleza de este proceso, importando poco que haya insistido básicamente en el aspecto sexual (particularmente al principio porque se dedicaba al estudio de la histeria). Ha sido el único en descubrir el espacio intermedio del trabajo psíquico inconsciente, el único en haber dejado un lugar para los positivos mecanismos que allí discurren y es de ello de lo que se trata. Porque de ello depende no sólo la simple explicación de la enfermedad: proscrito por ella sólo percibimos borrosamente ese otro lado y el camino que lleva al misterio del inconsciente normal, en donde reposan la sexualidad y el yo unidos aún narcisísticamente y donde reside nuestro auténtico enigma. Para Adler, en cambio, no puede existir, estrictamente hablando, ningún misterio: su yo se eleva tan sólo sobre su propio juego y no se ve enfrentado a enigma55 alguno.