Género y juventudes. Angélica Aremy Evangelista García

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Género y juventudes - Angélica Aremy Evangelista García

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y la socialización, y destacó no sólo las rupturas del consumo, sino la parte creativa de éste, muy al estilo de los del Centro para los Estudios Culturales y Contemporáneos de la Escuela de Birghmingam. La compilación culmina con una propuesta para repensar y reimaginar la camaradería entre las muchachas de 1900 a 1950 a partir de la producción de la cultura juvenil femenina preocupados por trasladar el eje interpretativo desde el concepto de desviación al de creatividad simbólica o resistencia cultural (Urteaga, 2009). Es cierto que aquí observamos la reivindicación de la participación femenina en espacios subculturales y desviados que los estudiosos sobre lo juvenil habían esencializado como masculinos; no obstante, la ruptura con la imagen de lo femenino como bondadoso y normado contribuye a documentar “una” cultura juvenil históricamente invisibilizada, aunque sí existente: la de las chicas “malas”, “transgresoras” y “no integradas”. Esta compilación, aunque pionera, refrenda una vez más la visión contrahegemónica y binaria, pues en ninguno de los trabajos se aprecia la complejidad de lo relacional con otras juventudes sexuadas.

      La intersección de las temáticas género y juventud la encontramos en los años noventa, cuando la interdisciplinariedad parece emparejarlas. Proliferan en los estudios culturales las documentaciones y los filmes en torno a la diversidad sexual, la juvenil y la de género. El número de materiales incrementó en esta época, así como la pluralidad de sus contenidos.

      Dos trabajos pioneros en México que cuestionaron la forma en que los estudios de juventud habían invisibilizado la presencia de las jóvenes en las culturas juveniles fueron “Chavas activas punks: la virginidad sacudida” y “Flores de asfalto. Las chavas en las culturas juveniles”, de Maritza Urteaga, publicados en 1996. En el primer trabajo, la autora cuestiona la figura de las mujeres en los movimientos juveniles y en la producción rockera, un rol altamente transgresor por romper con la idea de la pasividad y la candidez de lo femenino. Ser activa es lo que está en juego, ya que la idea guarda una connotación sexual y pública, mujer de la calle, “prostituta”, dice Urteaga (1996a).

      La participación de féminas fuertes, si no agresivas, auténticas con sus deseos y fantasías sexuales, con sus discursos intimistas y subjetivos dentro del rock, expresa el impacto de las primeras teorías y reflexiones libertarias feministas en el sector universitario y clasemediero estadounidense. Los nombres de Janis Joplin, Joan Baez, Patti Smith, Carole Kin remiten a esta generación, a levantar el estereotipo de mujer rockera agresiva, activa, intensa, apasionada en la manifestación de sus deseos sexuales, “sucia” o natural, y se contraponen a la imagen social de mujer sumisa, pasiva, abnegada, recatada […] (Urteaga, 1996a: 102-103).

      En el segundo trabajo la autora problematiza el pensamiento y las investigaciones de lo juvenil, rescatando no sólo la producción femenina en las culturas juveniles, sino la afectividad entre las y los punketos y rockeros desde lo que ella llama la territorialidad juvenil o los territorios por donde se mueven los jóvenes y dan sentido a su vida. La autora toma una postura reivindicativa del ser mujer, las chavas y sus quereres, ofreciendo una estructura reflexiva, en diálogo con McRobbie y Garber.

      En 2008, Linda Duits publicó la etnografía Multi-Girl-Culture. Ethnography of Doing Identity, un estudio que parte del cuestionamiento de los cuerpos de las jóvenes y de los estudios sobre las chicas por décadas: los setenta, la cultura del cuarto y las mejores amigas; los ochenta fueron de feminismo; los noventa, “sí se puede” vs. “en riesgo”, y los estudios contemporáneos, para ofrecer después contextos y mapeos performativos en los que las jóvenes son puestas en escena desde sus posiciones, actos, prácticas, grupos de pares, etcétera.

      No es gratuito que la más fértil línea de estudios que cruza las variables sexo y edad sea la salud sexual y reproductiva de los adolescentes, un asunto visto, tanto por el Estado como por la academia y la población en general, como un problema social a atender y controlar. Muy pocos trabajos han logrado superar esta visión y recoger las experiencias del embarazo desde las voces y visiones juveniles como lo hacen Rosario Román en Del primer vals al primer bebé: vivencias del embarazo en las jóvenes (2000), Zeyda Rodríguez Morales en Paradojas del amor romántico (2006) y Rogelio Marcial en “Culturas juveniles en Guadalajara: expresiones de identidad y visibilización femenina” (2012).

      Desde los estudios de sexualidad y salud reproductiva, el género ha sido un enfoque central que recupera los diferenciales de sexo asociados con la reproducción, la subjetividad y lo corpóreo-emocional. Aquí cabe señalar que, si bien la edad es crucial para definir a los adolescentes en términos poblacionales, la perspectiva tiende a ser demográfica, agrupando a las jóvenes desde lo fisiológico, una visión que desde el enfoque de juventudes ha sido utilizado para identificarlas como personas pasivas. Esta caracterización biologiza a las chicas ya que, al parecer, la reproducción en la corporeidad adolescente las selecciona y cristaliza de manera unívoca. Si lo analizamos detenidamente, el cuerpo joven está claramente atravesado por concepciones en torno a lo “normal y anormal”, lo “seguro y riesgoso” y, sobre todo, lo correspondiente a su edad de acuerdo con las normas socioculturales: las condiciones institucionales y discursivas que los sujetos producen y reproducen en torno a lo que socialmente se ha entendido por “varón”, “mujer”, “masculino”, “femenino”, “homosexual”, “heterosexual”, “transexual”, “intersexo”, “transgénero” y “lésbico-gay”. Butler, en “El género en disputa: el feminismo y la subversión de la identidad” (2001), sostiene que la matriz heterosexual hegemónica no permite cuestionar las discontinuidades y multiplicidades del género, y por ello propone recuperar las formas en que los jóvenes se recrean a partir de sus prácticas sexuales y sus entendimientos corporales, lejos de enmarcarlos en las “reconocidas” identidades de género condicionadas institucional y discursivamente. Como Butler (2001) afirma, los sujetos producimos y reproducimos lo que hemos aprendido y entendido por “hombre”, “mujer”, “masculino” y “femenino”, y lo que es normal y seguro, tradicional o correspondiente. Sin embargo, para relativizar el entendimiento del género tenemos que ver el y los “géneros en disputa” de manera procesual, fragmentaria y yuxtapuesta a las identidades juveniles edificadas; es ahí donde nosotros podremos recuperar esas vivencias juveniles corpóreas en las que los ejes de género y sexualidad tienen un peso fundamental.

      Para ilustrar lo anterior recurrimos a la historia de Ludovic, llevada a la pantalla por Alain Berliner en 1997: un niño con la mentalidad de una niña que sueña con ser mujer de adulto. Ludovic vive su niñez sin complicaciones, pensando en que lo más natural será cambiar de cuerpo y de género cuando sea mayor. Ma vie en rose es una película franco-belga-británica que muestra las intenciones de transitar de un género a otro y las complicaciones societales de las culturas parentales y de las instituciones que lo impiden, representadas por la adultez. La película ilustra que el cuerpo es una unidad orgánica sexuada disciplinada, pues encajona al ser en parámetros heteronormativos impidiendo posibilidades sexuales o vitalidades disidentes e incorporadas en sujetos innombrados (Butler, 2002). Ante una concepción clásica de género como sistema de prácticas, símbolos, representaciones, normas y valores en torno a la diferencia sexual (Ariza y De Oliveira, 1999) que organiza la relación entre los sexos de manera jerárquica (De Barbieri, 1991, 1993; Lamas, 1996; Rubin, 1975; Scott, 1996), vemos lastres de género tanto en la realidad objetiva, como en la subjetiva; un orden imponente con base en los significados del lenguaje, la historia y la cultura (Berger y Luckmann, 1976; De Barbieri, 1992; Marecek y Hare-Mustin, 1991). Nos queda un complejo entramado de relaciones sociales atravesadas por la desigualdad, las opresiones y las violencias que, como sistema de estratificación, nos da acceso a los bienes materiales e inmateriales de forma desigual, tanto a varones como a mujeres (Chafetz, 1984). Por ello, Butler (2001) indica que el feminismo no debiera idealizar ciertas expresiones de género porque esto al mismo tiempo origina otras formas de jerarquía y exclusión, y plantea cómo las prácticas sexuales no normativas cuestionan la estabilidad del género como categoría de análisis (Butler, 2001: 12), mostrándolo como forma rígida de sexualización de la desigualdad

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