Cuéntamelo todo. Cambria Brockman
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Gemma y Ruby vivían en una de las residencias estudiantiles más grandes del campus. La hiedra se abrazaba a sus paredes de ladrillo y la música se escuchaba desde las ventanas abiertas. Afuera, las canciones competían por conseguir la mayor atención. Era desagradable de una manera cómoda. En realidad, esto era la universidad: ir a una fiesta por la noche entre semana, reunirse con los amigos... Gemma, Ruby, John, Max. Repetí sus nombres, los dejé rodar sobre mi lengua. No podía creer que los hubiera conocido tan pronto. Necesitaba ser una buena amiga para ellos, para que me tuvieran cerca. Me acordé de que debía ser divertida, relajada; que debía interesarme en sus vidas, ser una buena confidente. Ser genial, no aburrida, y entender cómo funcionaban cada uno de ellos, de manera que pudiera ayudarlos si lo necesitaban. Puse una marca mental en la casilla correspondiente a amigos.
Unos chicos estaban sentados en los escalones de la entrada principal y me miraron de reojo cuando pasé a su lado. El humo flotaba en el aire y un olor asqueroso llenó mis fosas nasales y mis pulmones. En el primer peldaño hice contacto visual con uno de ellos: el príncipe. Me dedicó una amplia sonrisa y saltó para abrir la puerta.
—Gracias —dije, mientras entraba en el pasillo fresco.
El príncipe sonrió. Era guapo, tenía un rostro suave y ojos amables. Era servicial. Tal vez trataba así de compensar el hecho de ser un príncipe. Al acercarme me di cuenta de que apestaba a colonia.
—¿Vas a la habitación de Gemma? —preguntó, poniendo su pie delante de la puerta para evitar que se cerrara.
Gemma ya debía haber encontrado la manera de conocerlo; tal vez ella llegaría incluso a pasear en uno de sus Lamborghini.
—Sí —contesté.
Nos quedamos ahí, evaluándonos el uno al otro un momento hasta que uno de los otros chicos levantó un brazo con algo entre los dedos. El príncipe miró al otro chico y luego a mí de nuevo.
—¿Quieres un poco? —preguntó, con una mirada pícara en los ojos, desafiándome a unirme a ellos. Sabía muy bien que no debía ser la única chica en un grupo de chicos. Sabía el estigma asociado a ese tipo de chicas, y eso no era lo que yo estaba buscando.
—No, gracias —dije.
—Como quieras. Nos vemos arriba —respondió el príncipe, y saltó de nuevo a la parte superior de la escalera.
La puerta se cerró de golpe a mis espaldas. Comencé a subir los peldaños de azulejos; mis pasos hacían eco en el antiguo edificio.
—¡Oh, Dios mío, hola! —chilló Gemma cuando aparecí en la entrada de su habitación. Su aliento era afrutado y alcohólico. El líquido en su vaso rojo desechable se salió del borde y se derramó en el suelo. No pareció importarle.
La puerta estaba atrancada para permanecer abierta al largo pasillo, el aire caliente y espeso que emanaba de la ropa manchada de sudor. La música estaba tan alta que casi no pude escuchar el saludo de Gemma. El bajo de la canción vibraba a través del suelo y en mis piernas, lo suficientemente fuerte para alcanzar la totalidad de la sala, que estaba repleta de estudiantes de primer año. Había llegado tarde a propósito, ansiosa por evitar las conversaciones superficiales antes de que la fiesta empezara. Me sentí aliviada de que la mayoría de los estudiantes ya estuvieran bastante pasaditos; una pareja incluso se estaba besando en el otro extremo, y él tenía la mano bajo la blusa de ella.
Le entregué a Gemma un pack de cerveza.
—Traigo un regalo.
—¿Cómo has conseguido esto? —preguntó—. Nosotras tuvimos que pagarle a un estudiante de último año para que nos comprara una botella hoy. Absolutamente absurdo. Creo que su comisión nos ha costado más que el vodka.
—Papá, antes de que se fuera —dije. Se mostró sorprendida y se lo expliqué—: Él prefiere que lo consiga legalmente.
—¡Qué genial tu padre! —dijo Gemma, empujándome a través de la estrecha multitud—. Con suerte, pronto me darán una identificación falsa. Todo esto es una mierda... en Londres puedo comprar alcohol sin ningún problema, pero aquí no. La tierra de la libertad, y una mierda —gritó por encima de su hombro. Cuando llegamos a la esquina de la habitación, cogió las cervezas y las metió en un mini frigorífico, cuyo contenido era enteramente alcohol y bebidas energéticas.
La habitación de Gemma y Ruby era pequeña, y el único alivio se encontraba en su techo alto. Había carteles colgados en las paredes, y cajas y maletas sin deshacer arrinconadas. Los estudiantes se habían sentado sobre ellas, piel contra piel, con latas de cerveza y vasos de vodka y ginebra en sus manos sudadas. Nos abrimos paso hacia el muro del fondo, donde una gran ventana presumía de su vista al jardín. Las antiguas farolas iluminaban los senderos, y los estudiantes caminaban en grupos por los adoquines de un lado a otro.
Ruby estaba posada en el alféizar de la ventana, riendo con John. La brillante cabeza rubia del chico se inclinó hacia la de ella, el yin y el yang, tan cerca que se podían tocar. Él le susurró algo al oído antes de alejarse; era sin duda la persona más alta en el lugar mientras caminaba entre la multitud. Todos lo miraron al pasar, las chicas ansiosas por estar cerca de su encanto, los chicos ajustando sus posturas.
Miré a Gemma, cuya sonrisa se había desvanecido ante la escena de la ventana.
—Así que ése es John, ¿no es cierto? —pregunté—. Todavía intento recordar los nombres.
Gemma asintió mientras me lanzaba una mirada, como si acabara de recordar que estaba a su lado.
—Y su primo es Max, el más bajo y de pelo más oscuro. Supermono, pero demasiado bajo para mí —respondió ella, su voz se fue apagando mientras miraba alrededor de la habitación y afuera, en el pasillo. No podía saber si estaba bromeando. Ella no medía más de metro y medio de altura.
—Bueno —continuó—, todavía no está por aquí. Es raro, él y John no parecen estar tan unidos, pero Ruby dice que siempre están juntos. John es como un cachorro de golden retriever emocionado, y Max es... Bueno, Max es Max. Nada, absolutamente nada me viene a la mente para describirlo. Es un poco aburrido, supongo. No puedo explicarlo. Ya lo verás.
—Me dio esa impresión durante el almuerzo de langosta —dije, recordando que Max ni siquiera había hablado con nosotras.
—¡Malin! —gritó Ruby, saludando con la mano desde el otro lado de la habitación. Cuando nos acercamos, me miró de arriba abajo y luego me dio un abrazo. Estaba empezando a darme cuenta de que los abrazos en la universidad eran algo a lo que tendría que acostumbrarme.
—Me encanta tu atuendo, es tan chic —Ruby tocó la seda entre sus dedos, su voz era amable. Estaba acostumbrada a los cumplidos de doble filo de las chicas. Mi instituto estaba lleno de eso, todas se felicitaban unas a otras y luego ponían los ojos en blanco al volver la espalda. Pero Ruby era diferente. Lo decía con honestidad.
Rio después de un segundo.
—Lo siento, ¿es raro que te esté tocando?
Negué con la cabeza, con una sonrisa vacilante.
—Me