La conquista del sentido común. Saúl Feldman
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4. El interés de sentirse a salvo de un mundo en crisis constante que amenaza la propia seguridad. El delito y, en particular, el narcotráfico, realidades muy cercanas a las experiencias personales, sobre todo en los barrios populares, se convirtió en uno de los ejes discursivos de la campaña de Cambiemos. El crimen organizado alrededor del tráfico de drogas, instituido como origen de toda inseguridad, fue enarbolado por el macrismo siguiendo modelos internacionales que han demostrado su vasto poder de fuego en el ámbito político (la “guerra a las drogas” desatada por los Estados Unidos, básicamente fuera de sus fronteras), y así nació otra de las tres consignas de 2015: “La lucha contra el narcotráfico”. El tópico de la inseguridad fue, desde mucho antes del triunfo electoral del macrismo, el mascarón de proa de las coberturas periodísticas, sobre el que se machacó en forma reiterada, creando un clima de miedo constitutivo de la realidad social, y que en vísperas de las elecciones fue asociado a burdas pero enormes operaciones de prensa pensadas para estigmatizar a candidatos del kirchnerismo. Sentir seguridad pasó a ser, según el andamiaje emocional de la comunicación macrista, prioritario.
5. El interés por sentir “disfrute”. Hace tiempo que la idea de disfrute se ha convertido en un imperativo como forma de vida, una macrotendencia global, un sentimiento que se vuelve acuciante frente a todo aquello que limita ese deseo, y que llama a desprenderse de todo lo que innecesariamente suponga un escollo y desvíe a los individuos de esa posibilidad. Para ello, la dimensión del conflicto social debe ser erradicada. Es en ese marco que el macrismo pudo instalar una fuerte dosis de liviandad en el mundo de la política, y emergió acaso la formulación más antipolítica del universo publicitario de Cambiemos: la “Revolución de la Alegría”. La omnipresencia de los globos en cada acto se ha convertido en una marca registrada de la puesta en escena del partido que hoy gobierna la Argentina, mixturado con temas escogidos de la música popular y la celebración de cada éxito electoral con los pasos de baile del presidente: la demostración palmaria de que el disfrute, en las antípodas del territorio confrontativo y de disputa permanente planteado por la política tradicional, era posible.
6. El interés de sentir que uno es “diferente” de los otros. En su construcción de subjetividad, el neoliberalismo ha sabido interpelar la necesidad humana de trascender como “personas individuales” y no simplemente por ser parte de un colectivo que tiene obligadamente un destino y un camino común, sino, a lo sumo, como integrantes de grupos que se identifican circunstancialmente con un mismo proyecto. El reconocimiento es un mecanismo vital en una sociedad en que la individuación es un valor en sí. Es en respuesta a este síntoma social que la comunicación macrista acudió tempranamente al uso del nombre de pila en forma obsesiva: “Mauricio”, “María Eugenia”, “Horacio”, de un lado, y del otro, que no se muestra exactamente como un lado “discernible”, el de la gente común, “Cacho” o “María”, protagonistas casi genéricos de historias fraguadas, moralizantes, ejemplificadoras, que demostraban en el plano individual y como ejemplo para todos, la vía de superación inherente a cada consigna política.
7. El interés de sentir que uno es uno porque, ante todo, no es parte de un colectivo al que no se quiere pertenecer. Nadie quiere ser identificado con aquello que se desprecia, ni puede pensarse como parte de un colectivo que carece del sentido del esfuerzo, de la rectitud y la moral que se consideran pilares del ejercicio de la ciudadanía. Fundida en ese colectivo, presentado como uno que vive a costa del esfuerzo de los demás, la propia individualidad desaparecería en la ignominia. En este marco, el Estado pasó a ser identificado en el discurso neoliberal como un sistema oneroso estrictamente diseñado para encubrir vagos, inútiles, “planeros” y su vertiente más perversa, los “choriplaneros”. Estos y otros epítetos pasaron a ser adjetivos descalificativos de grupos vistos como los culpables de cualquier penuria individual. Así, la apelación del macrismo a “vos”, junto a un llamado a la creatividad y el señalamiento del valor del proyecto personal, del emprendedor que no necesita de la protección ni de la regulación del Estado para progresar, cobraba todo el sentido.
8. El interés de sentir que alguien le habla en términos de sus proyectos personales y que piensa que lo conseguido es producto del propio esfuerzo. Otro síntoma social extendido en tiempos del neoliberalismo es la necesidad de los individuos de, aun perteneciendo a determinado grupo social, sentir que se le abren oportunidades independientemente de lo que le suceda a ese colectivo. Es decir, que se valora su propio esfuerzo, considerado por fuera de las condiciones favorables que para ello pudieran crear las políticas públicas y la organización colectiva. Esa persona siente, y esto hay que subrayarlo, que se lo merece, que cualquier progreso que obtenga es fruto exclusivo de su propio esfuerzo. Es en el marco de estos deseos y este imaginario individualista que el emprendedorismo, célula programática del proyecto de desarrollo económico-social neoliberal que aparece como factor de protección del desarrollo creativo y personal, le sirve en bandeja al poder económico un cierto sustrato ideológico que, en última instancia, lo habilita para emprender reformas sustanciales en el ámbito laboral, a fin de desmantelarlo en cuanto sistema colectivo de protección social.
9. El interés de sentir que el Estado está organizado para servir y no para ser fuente de corrupción. Explotando este lógico interés ciudadano fue que los medios hegemónicos acuñaron, avalada por un puñado de casos flagrantes, una consigna que, al tiempo que enardecía a los individuos de odio contra el kirchnerismo, los hizo sentir que los involucraba a todos y a cada uno como víctimas personalmente afectadas: “Se robaron todo”. El acto verosímil de malicia –robar− articulado a la hipérbole −todo− se convirtió en la causa de todos los males sociales e individuales, y en virtual estandarte de Cambiemos durante la campaña y aun después, cuando comenzó el incesante desfile de los funcionarios del gobierno anterior por los tribunales y, muchas veces sin pruebas sustanciales ni, desde luego, sentencia, su encarcelamiento. Tomar esta idea como propia supuso, además, estar a tono con la agenda global de la transparencia, procurando generar una identificación irrefutable entre corrupción y peronismo, corrupción y sindicalismo, corrupción y empleo público (los “ñoquis”, la “grasa militante” que hubo que eliminar). El argumento de la corrupción ha sido en América Latina el ariete elegido para socavar la credibilidad de los gobiernos populares, derrocar y encarcelar presidentes –los casos de Dilma Roussef y Lula en Brasil son paradigmáticos−, para reemplazarlos por administraciones de derecha que sistematizan la corrupción cercenando derechos adquiridos décadas atrás. Lo fue también para Cambiemos, a modo de anticipo complementario de otra consigna que serviría para justificar toda medida regresiva que se adoptara y que implicara un costo político para el nuevo gobierno: “la pesada herencia”.
10. El interés por no ser “pobre”, mecanismo de un nuevo diseño social apuntalado en la promesa de realización de los proyectos personales, aunque eso signifique aceptar una “lógica” exclusión interpretada como autoinfligida. Postulados y corroborados la desidia y el robo, el paso siguiente de la comunicación macrista fue ofrecer a los sectores más vulnerables salir de ese lugar. Sin pudores, la campaña de Cambiemos se lanzó a contrarrestar los argumentos kirchneristas de ampliación de derechos y beneficios colectivos conseguidos durante 12 años, prometiendo mejoras en todos los frentes, para los trabajadores por la anulación del impuesto a las ganancias, para los jubilados que obtendrían el 82 % móvil, etc. Pero la promesa hiperbólica, que se convirtió en la tercera gran consigna de campaña de 2015, y que galvanizó todos los deseos, fue la de “pobreza cero”. El cinismo tocaba su cúspide. En un solo movimiento discursivo, “pobreza cero” se convirtió en un síntoma no solo de cómo sería el funcionamiento de un gobierno cinicrático, sino también de la predisposición de una parte de la población a ser partícipe de una creencia, de una fe que le permitiese acercarse a ese nuevo diseño de sociedad que dejase atrás las preocupaciones económicas para concentrarse en otros intereses.