La conquista del sentido común. Saúl Feldman

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La conquista del sentido común - Saúl Feldman

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institucional que parece patrocinar el ala más dura del macrismo, felicitando al policía Chocobar luego de que este asesinara a un ladrón por la espalda.

      Sin internet ni redes sociales, el poder confiaba en los años 50 en que con la supresión de la palabra (y la represión generalizada, por supuesto) se lograría la supresión de los hechos y de las conciencias. Hablaba allí el poder brutal, descarnado, y su brazo armado: el odio, la revancha. Hay que decir que las afinidades con esa época fueron suscriptas por el propio macrismo a través de la política económica y social de manera dramática, materializadas en una caída brutal del salario real y en el recorte creciente de derechos laborales y sociales, que pugnan por llevar a la Argentina a una época preperonista. No es inocente en este marco la referencia explícita de los guionistas del presidente a la necesidad de terminar con 70 años de “fiesta”, de decadencia y políticas erróneas que, dice, no se pueden subsanar en solo tres años, retrotrayendo así sus ambiciones de anulación de derechos a la época inmediata anterior al primer gobierno de Perón.

      Otro tipo de paralelismo con el pasado se esgrimió al argumentar que “esto yo ya lo viví” en referencia a la última y sangrienta dictadura cívico-militar. Al resaltar el origen del paradigma de las políticas neoliberales en la Argentina, con su espiral de endeudamiento externo, el nombre de Martínez de Hoz y la experiencia que siguió al golpe del 76 fue la referencia obligada. Tampoco se evitó la correlación cuando, avanzada la gestión macrista, empezaron a aparecer formas de represión más propias de períodos dictatoriales como tácticas de “contención” de la protesta social. El aún impune caso de Santiago Maldonado, caratulada inicialmente como “desaparición forzada” a manos de la Gendarmería, y enseguida la muerte del joven mapuche Rafael Nahuel bajo las balas de la Prefectura, dejaron a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en el centro de los discursos de mano dura (“mano justa”, dice el subterfugio comunicacional del gobierno), cada vez más instalados en los mensajes de campaña, como continuidad de la construcción de una nueva subjetividad anclada en el odio y el miedo, e impulsados, además, por la corriente militarista y racista que el nuevo presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, vino a imprimir a la región. Con los hechos de las fuerzas de seguridad que tiene a cargo y sus dichos (desde “el beneficio de la duda siempre tiene que estar del lado de las fuerzas de seguridad” hasta “el que quiere andar armado, que ande armado”), la ministra expresa con desparpajo un paradigma de violencia institucional reñido con los valores de la democracia.

      En la subjetividad colectiva, entonces, se percibe que algo en el discurso del poder ha vuelto desde ese pasado ominoso. No se puede verbalizar, porque la magnitud de aquella tragedia histórica, la iniciada en el 76, que dejó un país en ruinas y 30.000 desaparecidos, impide cualquier comparación. Sin embargo, lo que está de regreso, además del temerario elogio del fusilamiento, es la mentira descarada, el cinismo del poder en su más perversa expresión, consagrado a imponer una realidad. El vacío, la desolación y la impotencia en la escucha, características centrales de la dinámica de la comunicación desde y hacia el poder de aquella época y también de esta, desnudan las circunstancias del acto cínico: cuando todos se sienten sometidos por un acto violento –ejercido, con abismales diferencias y también muchos puntos en común, en términos de libertades y opresiones, por aquella fundacional experiencia neoliberal argentina y por el actual capítulo local del neoliberalismo global− y ese acto violento es naturalizado por una reformulación del sentido común, vastos sectores de la ciudadanía no pueden o no atinan a construir un contradiscurso eficaz.

      En el año 79, al nivel de la palabra, aún en medio de la represión más brutal de que se tenga memoria, el dictador Videla acudió, en una conferencia de prensa posterior a la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, al eufemismo y al cinismo más puro. Es paradigmática esa aparición pública, aduciendo que no puede referirse a los desaparecidos porque “el desaparecido, en tanto esté como tal, es una incógnita… no puede tener un tratamiento especial, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni vivo ni muerto, está desaparecido, frente a eso no podemos hacer nada”. Esto lo decía mientras con su brazo derecho dibujaba en el aire la idea de algo que se evaporaba y desaparecía.

      La sola asociación de esta época con la dictadura, a partir del uso de similares estructuras de argumentación que se resumen en el acto cínico, conmociona a pesar de las diferencias concretas, que son evidentes. “Cínicos” es una de las referencias más frecuentes que se utilizan para apostrofar a los funcionarios del gobierno de Mauricio Macri y al propio presidente, por sus declaraciones, caracterizadas como mentiras descaradas.

      El negacionismo sobre la cifra de los desaparecidos, encabezado entre otros nada menos que por el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, y luego la sanción por la Corte Suprema de Justicia del 2x1 para los represores, que reducía sus penas de prisión (revertida por una multitudinaria manifestación, acaso la única hasta ahora, por número y cohesión, que demostró la fortaleza de la oposición en las calles), permitieron comenzar a verbalizar esa comparación, que al cabo no se presentaba tan antojadiza. Volveremos sobre este tópico cuando caractericemos lo que llamamos “cinicracia” y su centralidad en la construcción de la política macrista.

      De todos modos, el paralelismo preferido para definir el lugar de Cambiemos en una línea histórica fue la vinculación que se estableció, como se dijo, con la década del 90. Una época cercana, que antecedió a la hecatombe de 2001, muy presente en la memoria colectiva y, por lo tanto, acaso más adecuada para “explicar” lo que está pasando: son los mismos de entonces, que regresaron.

      Recurrir a experiencias anteriores, formatos institucionales ya codificados, hechos políticos pretéritos significativos, estereotipos ideológicos, es una manera natural y lógica de proceder para dar sentido al presente, especial y paradójicamente cuando no queda claro de qué se trata. Más cierto aún es que en la memoria colectiva se guardan experiencias que no pueden, para bien y para mal, dejar de influir en nuestros sentimientos y acciones. Pueden aterrorizarnos o bien aleccionarnos. Son parte de nosotros.

      Ante la pregunta de un periodista que dejaba trascender la idea de que había poco que hacer frente al poder concentrado de los medios y la represión, el exjuez de la Corte Suprema Eugenio Raúl Zaffaroni la rechazó con vehemencia y señaló el valor de la comunicación boca a boca, el cuerpo a cuerpo como modo de hacer política y de resistencia, entendida como aquello a lo que esos poderes ideológicos y represivos no tienen acceso y se vuelve, como lo ha demostrado la experiencia histórica, algo profundamente transformador. Apuntaba Zaffaroni no simplemente a buscar parecidos históricos, sino a aprender de la experiencia, imaginar otra “Resistencia” que se oponga a la política de odio y al establecimiento de un proyecto económico político de exclusión y de destrucción de los lazos sociales: trazar un eje de discurso-acción, objetivos concretos, un espacio de diálogo sobre los modos de lograrlos. Solo así, parece sugerir Zaffaroni, las referencias históricas cobran sentido. A diferencia del 76 y de los 90, la referencia al 55 quizás porte en germen un modo posible y legítimo de actuar.

      Ahora bien, volviendo a los paralelismos, sobre todo los de raíz económica, el modo de funcionamiento del actual modelo neoliberal es muy diferente a los anteriores en aspectos esenciales –el dominio hegemónico del capital financiero, la constitución de bloques con intereses contradictorios (EE. UU./Europa/Rusia-China, etc.) e incluso el resurgimiento de políticas proteccionistas nacionales (EE. UU.) que generan una guerra comercial–, lo cual redunda en que la pretensión de identificar un período con otro en forma absoluta no ayude a entender la dimensión de los conflictos e impida proceder en consecuencia.

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