La conquista del sentido común. Saúl Feldman
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“La grieta”: El discurso de la derecha neoliberal y de los medios concentrados consagró su existencia, dividiendo a los argentinos, y producida y profundizada, desde luego, por el kirchnerismo, que atizó supuestamente el enfrentamiento entre amigos, entre familiares, entre todos los argentinos. El debate político quedó desvirtuado; las divergencias basadas en la defensa de intereses contrapuestos, desacreditadas como fenómeno de crispación o intolerancia. La grieta fue instituida como una fisura anormal que hiende una unidad necesaria. Los responsables de engendrar semejante cosa, los que empujaron a los argentinos a esa disputa estéril, insana, debían ser sancionados.
“Íbamos camino a ser Venezuela”: La integración regional, un valioso capital conquistado por los gobiernos populares que durante más de una década rigieron los destinos de varios países sudamericanos, fue estigmatizada con ese vaticinio –al cabo autocumplido, sobre todo en términos inflacionarios−, instalado como verdad incontrastable y destino final que el triunfo macrista habría venido a impedir.
“Los empresarios no necesitan robar y son buenos administradores”: Otra argumentación pueril pero, a fuerza de reiteraciones, instalada en amplias capas de la sociedad y destinada a contraponer la corrupción de los políticos a la prosperidad meritocrática de los hombres de negocios, cuyo éxito en el ámbito privado los habilitaría para administrar la cosa pública con eficacia y, lo más importante, sin meter “la mano en la lata”. En acuerdo con esa lógica inexorable, las cuentas no declaradas de los exempresarios en el extranjero o los “aportes” para quedarse con licitaciones de obra pública forman parte de la dinámica propia de los negocios; la única modalidad del robo condenable es la del funcionario que recibe la dádiva.
“Panelista de 6, 7, 8”: Epítome de la descalificación, sinónimo de arbitrariedad, encarnación de la propaganda política, fue una de las caracterizaciones predilectas del discurso macrista, al punto que el presidente la utilizó en el debate previo para desacreditar al candidato rival. El ataque virulento y gratuito que desarma, rompiendo las reglas de la argumentación política, es un instrumento clave de la comunicación de Cambiemos y de las invectivas de sus funcionarios. Esta frase refiere al programa insignia de la televisión pública durante el gobierno anterior –que, si bien exhibía un fuerte sesgo oficialista, lo que realmente molestaba era la denuncia mediante archivos del pasado y del presente, contradicciones flagrantes y dichos altamente criticables de políticos, periodistas, etc. Logró el macrismo instalar la idea de que era simplemente propaganda política gubernamental “pagada por todos”. Lo que el sentido común absorbió fue que la crítica periodística era aceptable siempre que dominase una retórica “independiente” que se vestía de “crítica objetiva”−, pero ilustra el modo pautado y sistemático de sustraerse al debate concreto de ideas y políticas que practican los dirigentes macristas, a través de la diatriba gratuita, y cómo esa pobre elocuencia se traslada a la opinión pública.
“La Argentina estaba aislada del mundo”: En paralelo a la desintegración de los lazos latinoamericanos, el capítulo local del neoliberalismo global se aprestó a consolidar su alineamiento con los Estados Unidos y los organismos multinacionales de crédito. La idea de aislamiento se logró instalar cuando lo que se hizo visualizar como tal era una política que había elegido confrontar con ciertos poderes mundiales muy poderosos.
“Un país de mierda”: Una frase contundente, bien analizada, como vimos, por el documento del Grupo Fragata, intercambiable con formulaciones más complejas, como que la Argentina “es un país en el que es imposible que las cosas funcionen bien, porque la gente no hace lo que tiene que hacer”. Es una concepción extendida, autoflagelante, que al cabo tiende a justificar los perjuicios de las políticas que ejecuta el gobierno, en un cuadro que conlleva la sumisión a las consecuencias que ellas arrastran y, más aún, la asunción fatalista de futuras políticas todavía más gravosas. Una idea que volvió a instalarse en los períodos críticos del macrismo, llegando a su tercer año de gestión, y que apela a la repetición de procesos históricos frustrantes que, en definitiva, busca endilgarle a la ciudadanía la responsabilidad por la crisis, porque al fin y al cabo “los argentinos somos así”.
Estas y otras piezas discursivas han ido rediseñando una nueva hegemonía en el sentido común, pero acaso la concepción que sobrevuela toda esta construcción comunicacional es la de que la condición de los individuos es el resultado de su propio hacer, que lo natural es que cada uno debe ser responsable de su vida, de su “destino”. La pretensión de torcer situaciones dadas, transformándolas a través de acciones colectivas, es una imposición de la política, desnaturalizante del orden de la vida. Cuando se extiende socialmente el concepto del mérito individual como instrumento exclusivo del progreso social, cuando el Estado se desentiende de las políticas de empleo y cunde el elogio del emprendedorismo, es que el neoliberalismo ha logrado apoderarse de buena parte del sentido común.
Desde el comienzo, entonces, el macrismo tuvo claro que su campo de acción era el sentido común, no el más estrecho campo de una batalla ideológico-política, como fundamento de las interpelaciones que debían ponerse en juego. Para la campaña presidencial de 2015, esa visión estaba totalmente consolidada y desarrollada. El kirchnerismo no logró entender totalmente en ese momento cuán peligrosa y potente era esa estrategia, que venía por el alma de muchos sectores que habían adherido a la gestión anterior. El sentimiento pesadillesco que inundó los discursos reactivos del kirchnerismo con posterioridad inmediata a la asunción de Macri denunciaba la percepción ralentizada de lo que había ocurrido y que no se había valorado, seguramente, en la medida necesaria.
La batalla es por el difícil espacio del sentido común. Un espacio en el que los “fierros” comunicacionales del neoliberalismo han logrado instalar con fuerza una idea de orden lógico cuya esencia son los individuos y no el colectivo social, orden en el que cada uno tiene asignado un lugar determinado y una función, en el que debe reinar una disciplina que dé seguridad a todos, un orden y una idea de progreso y cambio social cuya esencia es la “modernización”, la concepción de la responsabilidad personal casi exclusiva sobre los procesos sociales y las condiciones de vida de cada uno, y una noción de democracia que tiene que ver exclusivamente con las elecciones y no con el ejercicio de derechos. Y, por sobre todo, la idea de que una sociedad es un conjunto de “equipos” formados por individuos en acción, no un pueblo, en donde el “hacer” es la esencia, y no el conflicto alrededor del ejercicio de los poderes fácticos, y que eso se hace “juntos”, colaborando y no discutiendo ni tratando de imponer “ideologías”. Es en el espacio del sentido común que se ha ido forjando lo que hoy resulta “incomprensible”, un espacio que lentamente se va llenando de significantes más precisos y ominosos: el miedo y el odio.
1 Conviene visitar, entre otros, Natalia Zuazo, Los dueños de Internet, Debate, 2018.
2 Clifford Geertz, “El sentido común como sistema cultural”, en Conocimiento local. Ensayos sobre la interpretación de las culturas, Paidós, 1999.
III
“ESTO YO
YA LO VIVÍ”